Jesuita, misionero y vigués
OMPRESS-MADRID (12-0215) El pasado 22 de enero fallecía en Alcalá de Henares, el sacerdote jesuita Jaime Cadabón. Tenía 81 años de edad, 63 en la Compañía de Jesús, y 37 de sacerdote.
Nacido en Vigo, Pontevedra, el 25 de junio de 1933; ingresó en el noviciado de Salamanca en 1951 y como hermano hizo los últimos votos el agosto de 1963. Obtuvo permiso para realizar estudios sacerdotales y fue ordenado el 6 de enero de 1978 en Vigo por Mons. José Cerviño, obispo de Tuy-Vigo.
Según explican sus hermanos jesuitas, “pocas personas pueden ser tan optimistas en medio de una numerosa colección de enfermedades como Jaime Cadabón. Con 77 años, dos infartos, dos derrames cerebrales, 9 horas diarias (nocturnas) de diálisis, problemas de reumatismo y unas cuantas enfermedades más perfectamente cargadas o superadas, no tenía problema en recorrer Galicia en carro y bañarse en las frías aguas del Atlántico. Su secreto estaba en su dinamismo apostólico y su laboriosidad constante, en su confianza en Dios y en su capacidad de crear amistad por donde quiera que pasara. Murió al fin a los 81 años, tras una vida llena de sentido y de esperanza. Su buen humor, su optimismo, su amor a la Compañía, las largas discusiones y bromas con este hombre que pocas veces perdía el buen humor, acumulan anécdotas interminables entre muchos de nosotros. Era capaz de discutir de teología con Jon Sobrino, de psicología familiar con quien se le pusiera por delante, o de realidad nacional con cualquiera de nuestros múltiples expertos de la Provincia”.
“De niño estaba interno en el colegio-apostólica de La Guardia, a 30 Km de su natal Vigo. Se preparaba para ser sacerdote en la Compañía de Jesús. Pero la muerte temprana de su padre interrumpió el proceso. No había becas y no podía permanecer en el internado. Pero le hicieron una oferta: podía pasarse a hermano. Y aceptó. El amor a la Compañía era grande en él. Pero al mismo tiempo, hombre inteligente como era, buscó desde el principio superar aquel texto de las Constituciones dedicado a los hermanos coadjutores que pedía no “pretender más letras de las que sabía cuando entró” (Constituciones 117, hoy derogado en Normas Complementarias 81). Terminó su bachillerato ya dentro de la Compañía, y después de una serie de oficios manuales, pasó a estudiar bibliotecología y trabajar en la Biblioteca de la Universidad de Comillas. En Madrid mantuvo su afán de estudios y preparación en medio de su trabajo. Y lo que pocos conocen, fue miembro de un grupo de montañismo y escalada, que salía con frecuencia desafiando con sus cuerdas y sus clavos, así como con su fuerza física y mental, paredes casi verticales de la Sierra del Guadarrama, cercanas a Madrid. A los 37 años (1970) llegó a Honduras. Trabajó primero en el Instituto Colón, en Olanchito. Para poder dirigirlo sacó en Tegucigalpa un profesorado universitario en matemáticas. Y ya por ese entonces, con tanta gente que le consultaba, pedía consejo, etc., comenzó a pensar en el sacerdocio. Como buen gallego nos lo contó a pocos inicialmente. Los que le escuchamos le animamos. Nos parecía en principio una cuestión de justicia para una persona que por razones económicas había visto truncados sus deseos de ser sacerdote. Pero además las cualidades de trato, la capacidad de amistad, la cercanía con la gente, le convertían en un excelente candidato para el apostolado sacerdotal. Su amor a la Compañía, por otra parte, jamás estuvo en duda.
A mediados de los 70 se fue a La Ceja, Colombia a estudiar teología. Tenía ya unos cursos básicos de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Y en enero de 1978 se ordenaba sacerdote en Vigo. Regresado a Honduras casi inmediatamente, trabajó en diversas parroquias y en la dirección del Instituto San José. En Trujillo fue párroco varios años, incluido uno viviendo con el obispo cuando entregamos parcialmente el departamento de Colón y esta ciudad se convirtió en obispado. Abierto a todo trabajo, no dudaba al aceptar destinos como Sangrelaya, de difícil acceso en aquellos tiempos, o Toyós, una parroquia con muy escasos recursos. Su preocupación por la pastoral familiar le había llevado unos años antes a la Argentina para estudiar y conocer experiencias al respecto, y a su vuelta comenzó a trabajar intensamente con los Encuentros Matrimoniales. Su dedicación hizo que pronto lo reclamaran como Consejero nacional del movimiento. Ya en Tegucigalpa su labor se multiplicó. Levantó dos parroquias urbanas casi abandonadas, construyó un amplio centro de cursos para los Encuentros Matrimoniales y adquirió fama como consejero matrimonial. Algunos presidentes de Honduras consultaban con él aspectos relativos a la familia, la moral y la religión.
Fue también en Tegucigalpa donde comenzó su descenso de fuerzas. Allí le dio el primer infarto y posteriormente la miastenia grave. Cuando sintió que sus fuerzas decaían hasta debilitarle la conducción del carro, pidió servir en lo que sabía: archivos, bibliotecas. Fue entonces secretario de la curia provincial, alternando su trabajo con los retiros de los encuentros matrimoniales. En San Salvador eran célebres sus debates durante el almuerzo, que recorrían con fluidez desde temas teológicos hasta preocupaciones políticas. Ya con necesidad de diálisis, regresó a España. Pero incluso allí continuó trabajando en la Biblioteca de la comunidad de la casa de Alcalá de Henares, en la que estaba la enfermería. Y por supuesto, mientras pudo, volvía en el verano a su natal Galicia donde renovaba su excelente gallego, decía Misa y predicaba en su lengua natal, volvía a comer el marisco recién pescado del pueblo de sus padres, en Hío, bien regado con vino Albariño, y retomaba con una enorme cordialidad la relación con los pocos primos y varios sobrinos que le quedaban. Amigo de todos, disfrutaba enormemente cuando alguien de Centroamérica, jesuitas o laicos, lo visitaban. Hombre entrañable y resistente, nos sigue invitando ahora desde la mesa del Reino a caminar con esperanza”.
Descanse en paz, este hermano sacerdote.