Domingo, 22 de diciembre de 2024

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¿Y cuanto planeta nos queda? (2/2)

por Argumentos para el s. XXI

Comentaba en mi entradade la semana pasada que vivimos en una crisis ambiental ante la que no caben soluciones fáciles o pasajeras. Cuando hay crisis económica, aunque sea tan profunda como la nuestra, los efectos se notan enseguida, y la tentación es optar por soluciones rápidas que no van al fondo del problema porque el fondo requiere cambios de mucho más calado. En el caso de la crisis ambiental, mucho más profunda que la económica, los efectos no se observan a corto plazo, sino en tendencias mucho más largas, que a veces se nos escapan, y sólo somos conscientes cuando ocurren de modo catastrófico (inundaciones, olas de calor o de frío, sequías extremas....). Lo más grave de la crisis ambiental es que cuando sea tan evidente que todos la observen, será demasiado tarde para actuar. Como las potenciales consecuencias son muy graves (por ejemplo, si el deshielo creciente de Groenlandia fuera completo se incrementaría el nivel del mar siete metros, lo que supondría la anegación de ciudades en las que hoy viven miles de millones de personas), es preciso tomar medidas serias y de largo plazo, aplicando simplemente el principio de precaución. El problema está precisamente en cuáles son esas medidas, el diagnóstico está ya bastante claro, pero el tratamiento nos resulta tan "doloroso" de aplicar que acabamos por enterrar la cabeza como el avestruz.
Naturalmente que no tengo la solución mágica a una crisis que se ha gestado en cientos de años y se acelera en las últimas décadas, pero sí me parece obvio que cualquier medida que apliquemos no será eficaz si no cambiamos nuestra actitud a la naturaleza. Hemos vivido milenios pensando que el ambiente es simplemente una fuente de recursos, una despensa que basta usar a placer y que se recompone automáticamente. Ahora nos damos cuenta que la despensa empieza a estar vacía y que algunos de los recursos allí almacenados no tienen aspecto muy saludable. Me parece que el problema no se arregla sólo consumiendo menos y reponiendo más en la despensa, sino más bien empezando a considerar que esa despensa también es el lugar donde vivimos, nosotros y quienes vendrán, además de ser nuestro mejor teatro, que nos enriquece el espíritu; nuestra más refinada escuela, donde aprendemos a vivir con los demás y nosotros mismos; nuestro mejor templo, donde contemplamos vivamente las obras de Dios, y nuestro hospital más eficaz, ya que nuestra salud depende de la salud del entorno. En suma, me parece que la crisis ambiental sólo se resolverá cuando empezamos a considerarnos parte de la naturaleza y no solo usuarios o habitantes extraños. Tenemos muchas razones para hacerlo, en bien de nuestros congéneres,  de quienes habitarán la Tierra en el futuro, de otras especies, pero también de nosotros mismos. Hemos pagado un alto precio por ausentarnos de la Naturaleza, por vivir de espaldas a ella, por olvidarnos que nosotros también somos Naturaleza, y que la felicidad última consiste en vivir en armonía con lo natural y con nuestra naturalidad, en seguir lo que somos en lugar de inventarlo, de convertirnos en máquinas. Buscamos la felicidad en cosas cada vez más esotéricas, pero me parece que la felicidad es mucho más accesible, basta buscar en nosotros mismos y descubrir lo que somos, procurando que nuestra vida sea cada vez un mejor reflejo de lo que está llamada a ser.

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