Kiril no es un obispo
Hoy es una de esas mañanas divertidísimas desde el punto de vista informativo: la resolución de EpC en el Supremo está en aire; Barcelona tiene un nuevo obispo auxiliar y la Iglesia Ortodoxa Rusa ya tiene sucesor para Alejo II: el metropolita de Kaliningrado, Kiril. Que, si no me equivoco, será Cirilo I. Aunque tengo que morderme la lengua para no comentar algo sobre la sentencia de EpC (la prudencia obliga a ello… de momento), creo que la noticia más trascendente para la Iglesia universal está en Moscú. Con la muerte de Alexis II, desapareció una de las chinitas más puñeteras en el zapato del ecumenismo. Y no me refiero a la persona del patriarca (que algo de eso también había), sino al enconamiento heredado de la época de Juan Pablo II en las relaciones entre la Iglesia ortodoxa rusa (IOR) y Roma. Repetimos, entre Roma y la IOR, no entre Roma y todos los ortodoxos, que el difunto Papa consiguió grandes progresos con los patriarcados más significativos, como el de Constantinopla y Grecia. Por decirlo de forma sencilla, un polaco en Rusia no era, precisamente, el invitado ideal. Si a eso le añadimos el particular carácter de Alejo II, bastante adusto y centrípeto, y la singular idiosincrasia de los ortodoxos rusos, que consideran proselitismo cualquier forma de evangelización, ya tenemos los ingredientes del cóctel que ha amargado el gaznate de muchos cristianos. Por no hablar del tufillo postcomunista al que sigue oliendo Moscú. Sin embargo, en sólo tres años los ingredientes han cambiado ostensiblemente. La elección de Benedicto XVI fue acogida con gozo por los únicos cristianos a los que los católicos consideramos Iglesia, y con los que compartimos el 99’9% de nuestros genes en la fe: ¡un Papa amante de la ortodoxia, garante de la fe como cardenal, buen conocedor de la Historia de la Iglesia, de una enorme profundidad doctrinal… y que no era polaco, ni eslavo! Ahora, con la elección de Cirilo I muchos se apresuran a alzar las campanas al vuelo (y no sólo la campana del Zar) pero, por más que el momento sea esperanzador, conviene ir con cautela. Con los rusos, no es oro todo lo que reluce. Cirilo I es infinitamente más proclive al diálogo con los católicos que su antecesor y que el otro candidato a Patriarca, Filaret de Minsk. Conoce a Benedicto XVI desde hace años, e incluso prologó uno de sus libros: Introducción al cristianismo, que recoge las enseñanzas de Joseph Ratzinger en la Universidad de Tubinga. Incluso ha prologado recientemente un libro del Secretario de Estado Vaticano, Tarcisio Bertone. Se ha dedicado durante años a salir fuera de Rusia y a ser el rostro público y exterior de la IOR, con lo que su visión es bastante cosmopolita. Además, parece ser afín al Documento de Rávena, que define al Papa de Roma como un primus inter pares, todo un avance hacia la ansiada unidad. Pero Kiril no es un díscolo obispo de Roma al que haya que reconducir y que esté deseando la vuelta a casa. No. Es un patriarca ortodoxo, que ha de luchar contra muchas fuerzas internas y externas –algunas incluso satánicas- dispuestas a alejar Moscú de Roma. Y tiene a sus espaldas el peso de ocho siglos de dolorosa separación, que no va a poder (ni a querer) sacudirse de un plumazo. Por tanto, esperanza en la unidad, sí, toda. Pero sin cantar victoria. Aunque estoy seguro de que nuestra generación verá la unidad catolico-ortodoxa, aún tenemos que orar mucho, mucho, mucho. José Antonio Méndez