Viernes, 22 de noviembre de 2024

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¡Date prisa!

¡Date prisa!

por Familia en construcción

 ¡Corre! ¡Date prisa! ¡Venga! ¿Puede que estas tres, -o análogas-, sean las frases que más les repetimos a nuestros hijos a lo largo de nuestras vidas? No sé el resto, en mi caso, es probable que sí. O lo eran. Hasta el día en que miré hacia atrás, echando humo por las orejas, y mientras repetía enfurecida una de esas expresiones, vi a mis hijas quietas, impávidas, contemplando con un asombro del que cualquier adulto sería incapaz, una flor que sobresalía en un seco descampado. Ese día (aunque suena a fantasía) ese día traté de cambiar mi perspectiva; asumir, de alguna manera, la suya.
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Entonces viene lo difícil: ponerme en el papel de una niña de 2-3 años, que prácticamente acaba de aterrizar en el mundo. Intenté colocarme a su altura (perdonad que no dé datos aquí, todos mis intentos de recordar la talla y peso de mis hijos han sido, aunque innumerables, harto infructuosos) ¿calculo unos 80cm? Todo nuevo, todo gigantesco, hecho a una medida para la que aún le faltan unos 15 años, y -sobretodo- todo fascinante, único, mágico, inexorable. Cada flor, cada hoja seca que rueda por la acera empujada por el viento otoñal, cada gorrión tratando de arrebatarle un trozo de pan a una paloma, una fuente que derrama un fino hilo de agua sobre unas piedras llenas de musgo son para ellos -en su bendita inocencia- fenómenos únicos, sublimes, dignos de contemplación. Porque eso es lo que ellos hacen: contemplar la realidad, no asumirla tal y como es. Y no solo contemplarla: admirarla; casi como un místico cuando pone su alma desnuda ante Dios. Quizás la causa de la semejanza entre una contemplación y otra sea que eso es precisamente lo que ellos contemplan, la grandeza de Nuestro Señor a través de su Creación, y con la misma humildad, con idéntica sencillez.
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Oscar Wilde (en una obra -por cierto- de excepción sobre el perdón humano, De Profundis, que una de las personas más importantes de mi vida ha sabido interpretar a la perfección) decía que "la superficialidad es el vicio supremo". Y la peor circunstancia donde podemos caer en ella es en el trato con nuestros hijos. Yo no quiero hacerles crecer antes de hora, no quiero robarles -por culpa de obligaciones caducas- ese innato amor por la belleza. Prefiero parar, ir yo a su ritmo, dejar que ellos sean quienes lo marquen, y aprender a contemplar con ellos la belleza de lo que nos rodea.
"Walk with a purpose", dicen los americanos. Cuidado con ese lema. Cuidado con que todo lo que hacemos persiga un objetivo, un fin práctico. Y cuidado, sobretodo, con contagiar a nuestros hijos de esa necesidad de que todo lo que hacemos tenga una respuesta al ´para qué´. No tengamos miedo a que la mayor parte del tiempo que pasamos con ellos ´no sirva para nada´; porque, seguramente, serán precisamente esos momentos los más fructuosos.
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