Lunes, 23 de diciembre de 2024

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El ejemplo de San Pelayo

por Angel David Martín Rubio

En los días finales de junio celebra la Iglesia la fiesta de San Pelayo conmemorada por el Martirologio romano en los siguientes términos: "El triunfo de San Pelayo, joven, en Córdoba en España; el cual confesando la fe católica, por orden de Abderramán, rey de los sarracenos, fue despedazado miembro por miembro con unas tenazas de hierro, consumando así gloriosamente su martirio". Pelayo había nacido en Galicia a comienzos del siglo X en el seno de una familia a la que pertenecía el Obispo de Tuy, hermano de su padre, y en la que fue educado cristianamente. Pocos años después, llevado ante el hombre más poderoso de su tiempo, confesaría: «Si, oh rey, soy cristiano. Lo he sido y lo seré por la gracia de Dios. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo aunque no lo quieras». Estas palabras no se improvisan y son reveladoras de un magnífico temple forjado desde los primeros años de la vida que pasó al lado de su tío en el Santuario-Catedral, entregado de lleno al canto de la liturgia y al estudio de la Sagrada Escritura y ciencias profanas. Junto con su tío, el obispo Hermigio fue apresado por los musulmanes y llevado a Córdoba (920). Aquí permanece como rehén a fin de facilitar la liberación de su tío que a su retorno a Galicia debía conseguir una fuerte suma convenida. En la cárcel, el joven Pelayo aguantaba los castigos y el hambre y se lamentaba al ver que muchos de los que antes habían compartido con él el cautiverio pasaban a ocupar lugares de honor porque habían claudicado de su fe o habían consentido en aberraciones vergonzosas. Un día le dijo el carcelero: «Te felicito, pequeño, porque el rey ha puesto los ojos en ti y quiere honrarte». Lo perfumaron, lo vistieron de sedas.., y lo presentaron ante el Califa Abderramán III que le dijo: «Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder; pues si haces cuanto te diga, una gran parte será para ti. Tendrás un palacio, oro, plata, caballos y cuantos esclavos y esclavas y todo que quieras apetecer. Sólo una cosa es necesaria para ello: que te hagas musulmán como yo, pues he oído decir que a pesar de ser tan joven ya haces prosélitos para tu religión» El joven Pelayo contestó con las palabras que antes hemos reproducido y fue martirizado por conservar su pureza y su fe en Cristo. Era el 26 de junio del año 925. Muy extendida la veneración al joven mártir desde los primeros momentos, los monarcas cristianos pusieron todo el empeño en recuperar sus reliquias que, desde el año 1053, se veneran en Oviedo. El ejemplo y el nombre de San Pelayo fue tomado siglos después por diversas organizaciones juveniles católicas que aspiraban a forjar en sus miembros el mismo espíritu de valentía y la misma fe capaz de ser confesada incluso en las circunstancias más difíciles. Los más conocidos, los pelayos, que encuadraban a los que un día habían de formar parte del requeté. Sabia intuición ésta de que la infancia es el mejor momento para formar a los que han de ser los hombres y las mujeres del mañana en los más elevados principios de la religión y de la patria que luego se habrán de sostener toda la vida. Qué pena me dan los niños que esta democracia condena a la corrupción y a la amargura cuando, si se les ha permitido nacer, son arrojados a la sentina de un sistema educativo concebido para formar jóvenes que hubieran hecho las delicias de Abderramán. Qué responsabilidad la de los padres que renuncian a la formación de sus hijos y la ponen en manos del Estado, la Televisión o Internet. Y qué lamentable degeneración hace posible que algunos jerarcas consideren positiva la existencia de un Estado laico en cuyos presupuestos son educados nuestros jóvenes.
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