La alegría del matrimonio (I)
"El amor no es sólo una cosa espontánea o instintiva: es una elección que hay que confirmar constantemente. Cuando un hombre y una mujer están unidos por un verdadero amor, cada uno de ellos asume sobre sí el destino, el futuro del otro como si fuera propio, aun a costa de fatiga y de sufrimiento, para que el otro “tenga la vida y la tenga en abundancia” (Jn 10,10). (...). Sólo así se ama en serio, y no por juego ni de forma pasajera. Cuando el otro oiga que le dicen «te amo», entenderá que esas palabras son verdaderas, y también él se tomará en serio la experiencia del amor" (S. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Lombardía).
Hace unos días asistí a la boda de un familiar cercano. Toda boda es un motivo de alegría, porque dos personas inician una andadura de amor y apoyo mutuo, y se prometen fidelidad permanente. El matrimonio no es un invento cristiano, indidudablemente, pero adquiere en el cristianismo un "sello de distinción", un marcharmo que aplica las gracias propias de un sacramento a la vida conyugal, plena de gozos y alegría, pero no exenta de dificultades. El matrimonio cristiano no es una opción estética (al final y al cabo es más bonita una iglesia que un juzgado), sino una opción trascendental, porque tiene mucho impacto y porque trasciende al amor de dos personas, para que sea de tres, ya que Dios les acompaña de modo especial a partir de ese momento. Un matrimonio feliz puede darse también entre esposos no cristianos, naturalmente, pero la gracia del matrimonio cristiano refuerza el compromiso humano haciendo que tenga una dimensión mucho más sólida y definitiva, que fortalece con la gracia de Dios la entrega mutua de los cónyuges. El matrimonio es camino de santidad para los cónyuges que han recibido esa vocación, tan divina como cualquier otra, que saben fundamentar su amor humano en el amor a Dios, a quien confían la garantía de su mutua disponibilidad. El matrimonio es alianza estable, firme, perfectamente compatible con las dificultades que toda unión íntima entre personas lleva consigo, porque esas dificultades se superan con la gracia sobrenatural y la alegría que acompañan al sacramento. Los cónyuges cristianos encuentran en la convivencia mutua una estupenda ocasión de generosidad, de pensar en el otro, de darse sin medida, como Jesús nos mostró, lo que convierte esa unión en más sólida, más segura y generosa, porque está plagada de detalles de búsqueda de Dios en el otro. Esto es posible, no estoy hablando de una entelequia sacada de un cuento de hadas. Existen matrimonios así, como existen cristianos consecuentes, guiados por una vida de unión con Dios intensa, de oración y sacramentos.
Desde hace unos años, estoy intentando introducirme en el arte de la cocina. En ese aprendizaje, he podido comprobar que no es suficiente con saber los ingredientes y las proporciones, sino que resulta clave, especialmente cuando el plato tiene que pasar por el horno, conocer el tiempo y la temperatura de cocción. Esta modesta experiencia culinaria me lleva a afirmar que la vida cristiana es como un buen asado; si no tiene la temperatura adecuada, no sale bien. Por eso, en la vida conyugal, cuando la temperatura espiritual de los esposos disminuye, cuando Dios queda sólo como una invocación eventual, cuando deja de ser el centro y pasa el individuo —nuestro pobre egoísmo— a ocupar su lugar, las posibilidades de un matrimonio dichoso disminuyen considerablemente, como muestra la sensible correlación entre la pérdida de práctica cristiana y la tasa de divorcios, en todos los países de nuestro entorno. Hay muchos matrimonios de personas sin fe que son también dichosos, y me alegro mucho por ello, pero sería estupendo que ese amor humano tan fuerte se robusteciera mucho más todavía con los vínculos espirituales entre los esposos que da la cercanía a Dios. Un matrimonio donde los esposos tratan de estar muy cerca de Dios, de ponerle en el centro de sus afanes, de sus alegrías y sus penas, y por Él, de pensar constantemente en el otro, está abocado a la felicidad, aun en medio de contrariedades y sinsabores, pues esas circunstancias también serán alimento de la alegría.
Hace unos días asistí a la boda de un familiar cercano. Toda boda es un motivo de alegría, porque dos personas inician una andadura de amor y apoyo mutuo, y se prometen fidelidad permanente. El matrimonio no es un invento cristiano, indidudablemente, pero adquiere en el cristianismo un "sello de distinción", un marcharmo que aplica las gracias propias de un sacramento a la vida conyugal, plena de gozos y alegría, pero no exenta de dificultades. El matrimonio cristiano no es una opción estética (al final y al cabo es más bonita una iglesia que un juzgado), sino una opción trascendental, porque tiene mucho impacto y porque trasciende al amor de dos personas, para que sea de tres, ya que Dios les acompaña de modo especial a partir de ese momento. Un matrimonio feliz puede darse también entre esposos no cristianos, naturalmente, pero la gracia del matrimonio cristiano refuerza el compromiso humano haciendo que tenga una dimensión mucho más sólida y definitiva, que fortalece con la gracia de Dios la entrega mutua de los cónyuges. El matrimonio es camino de santidad para los cónyuges que han recibido esa vocación, tan divina como cualquier otra, que saben fundamentar su amor humano en el amor a Dios, a quien confían la garantía de su mutua disponibilidad. El matrimonio es alianza estable, firme, perfectamente compatible con las dificultades que toda unión íntima entre personas lleva consigo, porque esas dificultades se superan con la gracia sobrenatural y la alegría que acompañan al sacramento. Los cónyuges cristianos encuentran en la convivencia mutua una estupenda ocasión de generosidad, de pensar en el otro, de darse sin medida, como Jesús nos mostró, lo que convierte esa unión en más sólida, más segura y generosa, porque está plagada de detalles de búsqueda de Dios en el otro. Esto es posible, no estoy hablando de una entelequia sacada de un cuento de hadas. Existen matrimonios así, como existen cristianos consecuentes, guiados por una vida de unión con Dios intensa, de oración y sacramentos.
Desde hace unos años, estoy intentando introducirme en el arte de la cocina. En ese aprendizaje, he podido comprobar que no es suficiente con saber los ingredientes y las proporciones, sino que resulta clave, especialmente cuando el plato tiene que pasar por el horno, conocer el tiempo y la temperatura de cocción. Esta modesta experiencia culinaria me lleva a afirmar que la vida cristiana es como un buen asado; si no tiene la temperatura adecuada, no sale bien. Por eso, en la vida conyugal, cuando la temperatura espiritual de los esposos disminuye, cuando Dios queda sólo como una invocación eventual, cuando deja de ser el centro y pasa el individuo —nuestro pobre egoísmo— a ocupar su lugar, las posibilidades de un matrimonio dichoso disminuyen considerablemente, como muestra la sensible correlación entre la pérdida de práctica cristiana y la tasa de divorcios, en todos los países de nuestro entorno. Hay muchos matrimonios de personas sin fe que son también dichosos, y me alegro mucho por ello, pero sería estupendo que ese amor humano tan fuerte se robusteciera mucho más todavía con los vínculos espirituales entre los esposos que da la cercanía a Dios. Un matrimonio donde los esposos tratan de estar muy cerca de Dios, de ponerle en el centro de sus afanes, de sus alegrías y sus penas, y por Él, de pensar constantemente en el otro, está abocado a la felicidad, aun en medio de contrariedades y sinsabores, pues esas circunstancias también serán alimento de la alegría.
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