Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Presentar la virtud como atractiva

por Argumentos para el s. XXI

Ayer volví a ver "Carros de Fuego", esa magnífica película de H. Hudson, ganadora de cuatro oscars en 1981. En un momento de la película, el protagonista -un ídolo del rugby escocés- amonesta cariñosamente a un niño porque estaba jugando al fútbol en domingo, violentando la interpretación del descanso dominical que hacen los presbiterianos. Para que el chico no quedara con el amargor de la riña, invita al niño a jugar al día siguiente con él. Justifica ante su hermana, misionera como él, ese nuevo compromiso adquido, indicandole: "Quieres que el chico crezca pensando que Dios es un aguafiestas".
Con mucha frecuencia se pone a Dios como valor para reprender la travesuras de los niños ("Dios no quiere que juegues en el patio"), o incluso para amenazarlos ("si no te portas bien, Dios te va a castigar"), lo que acaba consiguiendo que los niños tengan una imagen muy tosca y desagradable de Dios. La virtud no se estimula afeando el vicio al que sustituye, sino por el propio valor de la virtud. Ser virtuoso no sólo es hacer cosas buenas, sino sobre todo disfrutar con ellas: ser feliz haciendo el bien. En el camino de conseguir una virtud, naturalmente habrá veces que tendremos que rechazar nuestras primeras inclinaciones (al fin y al cabo, el pecado original siga pesando en cada uno de nosotros), pero me parece importante recalcar que es un estadio itinerante hacia la virtud, que nunca es antipática y desagradable. Me parece que una de las claves de la verdadera educación cristiana es precisamente hacer agradable la virtud, estimular que los chicos la consideren algo por lo que realmente vale la pena hacer sacrificios, llevarnos tantas veces la contraria. Aquello de "todo lo bueno en esta vida o es pecado o engorda" no deja de ser una simplificación torticera de la realidad. El pecado no puede ser bueno, puede sernos atractivo por momentos puesto que nuestras pasiones no siempre son nobles, pero en el fondo siempre nos deteriora internamente, nos rompe por dentro. Para eso está la confesión, para reconocer el error, pedirle perdón a Dios y su gracia para recomponernos. 
Los cristianos procuramos vivir acordemente con la Ley de Dios no porque temamos el castigo divino, al menos no como causa principal, sino por el placer de agradar a quien sabemos que nos ama. “Hacedlo todo por amor”, recomendaba San Josemaría, y es un consejo que sirve para todos los cristianos. Eso es lo más importante de nuestra existencia, como seres humanos y como cristianos: el amor que hemos dado y el que hemos recibido; y no hemos de perder de vista que Dios no se cansa nunca de querernos, y que de ese amor que recibimos se alimenta el que podamos dar. Nuestro actuar moral no debería estar ligado a la idea de premio y castigo, sino de modo primordial al amor que todo hijo procura a su padre bueno. Esto es perfectamente compatible con la esperanza del Cielo, o el temor al Infierno, que nos ayuda en momentos especialmente delicados de nuestra vida, pues también el ser humano necesita estar seguro de que las piezas acabarán encajando, de que la justicia se cumplirá y alcanzaremos una felicidad sin límites. Lo importante es nuestro amor a Dios, por un lado, y cómo aceptamos el amor de Dios en nuestras vidas, por otro. Lo demás, sólo si nos ayuda en ese objetivo.
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