Duerme en brazos a su Dios
por Sólo Dios basta
Pasan los días y no se me va de la cabeza esa canción orada, ese momento de adoración que termina con la bendición. Es un sábado del mes de junio. Empieza a coger fuerza el Sol. Van llegando coches a la ermita. Nos saludamos y conocemos. Preparamos la misa y dejamos que Dios nos toque el corazón. Nos enciende en el amor la comunión que da paso a la posterior adoración al Santísimo. El Señor se queda sobre el altar. Comienza un momento de gracia. La Virgen contempla a sus hijos con gran gozo y se une a la alegría de un grupo de jóvenes que han querido reunirse para dar gloria a Dios.
Desde los últimos bancos de la ermita se ve al fondo la custodia, la Virgen y la cruz. Entre el altar y la puerta se encuentran los jóvenes que están felices, alegres y llenos de júbilo. Momentos de silencio adorador y de cantos de alabanza marcan el ritmo de la oración. Llega un momento especial, de repente una de las canciones nos une a todos ante aquel que todavía no estaba presente de modo tan directo: ¡San José! Los jóvenes llevados por el ritmo de la guitarra invocan con toda su fuerza la compañía del Santo Esposo de María. ¿Qué más quiere la Virgen? Sus hijos quieren estar también con San José. Están los tres: Jesús en su presencia real en la eucaristía sobre el altar, Ella en su imagen desde la que contempla la escena y el pueblo que está a sus pies y San José que entra con fuego y se suma a la adoración de su Hijo mientras sus otros hijos comienzan a cantar algo que suena así:
El corazón de los presentes arde ante la presencia del Hijo de San José. El fuego que hay fuera no supera a lo que quema el corazón de los que oran ante Dios. Tiemblan los muros de la ermita que no pueden ni intentan contener estos jóvenes corazones. Los brazos de San José se cierran en un abrazo a su Hijo y a sus hijos. El Padre que da tanto y el Hijo que muere por amor. Lágrimas brotan en el corazón al hacer presente a un hombre que siempre se queda en la sombra y esa mañana sale con la plena luz del Sol. San José reza también a Dios. Reza con los jóvenes y les empuja a rezar con él al único Salvador. El corazón se estremece ante esta escena tan real. Besos de amor que nacen de un Corazón de Madre y de un Corazón de Hijo para unirse a su Esposo y a su Padre. San José se goza ante el fruto de todo lo que antes vivió.
Estos momentos encienden su corazón. José quería darle todo al Niño cuando nació y poco tenía o nada, pero puso su corazón. Desea darle algo mejor y ese algo mejor llega muchos años y siglos después cuando en un lugar elevado calla y en el silencio grita con toda su pasión. Lo que no podía darle entonces ahora lo da en abundancia. Son los hijos de Dios. La compañía que no tenía en la cueva de Belén en medio de la oscuridad, el frío y la soledad ahora todo cambia porque brilla y calienta el sol y no hay uno ni dos sino unos cuantos jóvenes que adoran a su Dios.
Todo esto es posible en el silencio acogedor donde se unen unos y otros y todos en oración. Es como un te quiero mudo en un silencio sobrecogedor. Entonces San José no llora sino que ríe y goza con su Dios, con su Esposa y con sus hijos todos unidos en Dios. Y sigue el coro cantando a su Dios de la mano de San José. Los ojos se cierran y se abre el corazón cuando se escucha de fondo: “Un te quiero mudo en un silencio acogedor. Un humilde carpintero duerme en brazos a su Dios. Un te quiero mudo en un silencio acogedor. Un humilde carpintero mira a los ojos a Dios”.
Y llega la bendición. El Señor se eleva en la custodia, los jóvenes siguen en adoración y Jesús pasa, sana, bendice y se vuelve a elevar sobre el horizonte donde se contempla lo que todos los días la Virgen cuida con entregado amor de Madre: un pueblo que le rinde honor, unos montes que cobijan otra ermita a visitar y el valle del Ebro que hace mirar a esas tierras hermanas donde brota el vino del amor. Rioja, Navarra y Álava se unen a una sola voz que se queda grabada en el corazón: “Un humilde carpintero mira a los ojos a Dios. Un humilde carpintero duerme en brazos a su Dios”.