Mi comunidad tenía un presbítero caminando con nosotros, pero debido a sus otras obligaciones pastorales no siempre podía venir a celebrar la Eucaristía. Uno de los que solía venir en su lugar por aquel entonces era Juan Carlos Fortón, mercedario, por mediación del responsable que era a su vez miembro la la ONG Obra Mercedaria que realiza tareas de evangelización de los presos en la cárcel.
Al poco tiempo de venir se me acercó y me dijo
-Oye José Luis, a ti que se te da bien eso de cantar y tocar la guitarra, ¿No te vendrías conmigo a la cárcel y me echarías una mano con el coro de los presos?
La idea era muy atractiva, así que dije que sí. Tras los trámites pertinentes para poder entrar llegó mi primer día. Se trataba de acompañarle e ir con él a ensayar las canciones que los presos cantarían el domingo durante la misa.
Las primeras veces que entras en la cárcel lo haces con miedo. Vas a entrar en un recinto cerrado en el que estarás junto a un grupo de personas condenadas por vete tú a saber que crímenes. Conforme recorres los corredores las verjas metálicas van abriéndose y cerrándose tras de ti con un fuerte ruido.
El primer día llegamos a la sala donde ensayaba el coro y me fijé bien en el aspecto de los presos que lo formaban, cerca de 20. La mitad de ellos eran “carne de cañón”, de grupos marginales, con sus tatuajes y el físico marcado por los excesos y la mala vida. Pero la otra mitad era de gente de aspecto absolutamente normal, me imaginaba a alguna de las chicas de cajera en el supermercado o a alguno de los presos con traje y corbata de interventor en una caja de ahorros y ninguno de ellos me hubiera llamada la atención. Aquella ocasión me limité a seguir las indicaciones de Juan Carlos y canté y toqué la guitarra como un miembro del coro más.
Pero cuando pasé más miedo fue antes de la segunda ocasión. Esa semana me llamó el padre por teléfono
-José Luis, el próximo ensayo no voy a poder ir, encárgate tú de dirigir el coro.
Me imaginé de todo, seguro que al cura lo respetaban pero ¿y a mí? Mi segunda vez y ya entraba solo y me tenía que ver en una sala sin vigilante alguno con una veintena de presos. Naturalmente se me pasaron por la cabeza miles de cosas, pero me eché los miedos a la mochila y allí me fui con la esperanza de que acabase lo más pronto posible.
¡Qué equivocado estaba¡ Aquél ensayo fue uno de los momentos más divertidos y entrañables de toda mi vida, cantamos, reímos, los presos siguieron mis indicaciones con un interés y una atención que ya quisiera muchas veces en mis hijos o en mis alumnos…
Para empezar se me ocurrió hacer ejercicios de vocalización como los que se hacen en las corales, fue un descubrimiento para ellos. Repasamos las canciones una a una y trataban de hacerlo como si les fuera la vida en ello… hasta bailé un vals con una de las presas. Bueno, lo explicaré. Varios de los miembros del coro eran gitanos y tenían una tendencia natural a interpretar cualquier canción a ritmo de rumba. Al llegar a la conocida “Pescador de hombres” de Cesáreo Gabaráin (Tú, has venido a la orilla…) también lo hicieron así. Les expliqué que ese canto en realidad tenía un ritmo de vals (gesticulando el un-dos-tres, un-dos-tres…) y cuando lo teníamos medio claro, para reforzar el ritmo, cogí a una de las presas y me marqué con ella unos cuantos pasos de baile para que se le reforzase la idea. Todos celebraron la ocurrencia.
Fueron muchos más los días, tanto de coro como de catequesis, y pude observar que pocos entienden mejor el consuelo y la misericordia de Dios que aquellos que, como los presos de la cárcel, han tenido una experiencia fuerte de sufrimiento.
PD: Ya hace tiempo que dejé mi colaboración con la Obra Mercedaria y le perdí la pista al padre Juan Carlos, pero creo que está ahora en El Salvador.