Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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De un "mundo agrietado", al "ateísmo gris"

por Antonio Gil Moreno

    El mundo parpadea entre luces y sombras, mientras la sociedad, naciones, ciudades y pueblos, intenta caminar muy lentamente bajo la nube asfixiante de la pandemia. Son tantas las voces, los pronósticos, las aventuras y desventuras, los cambios trepidantes y la ola de incertidumbres que se cierne sobre nosotros, que resulta difícil mantener la calma, pensar un poco lo que ocurre y lo que puede ocurrir, tomar decisiones personales que nos hagan no perder los nervios y recuperar poco a poco las zonas y los escenarios necesarios para la convivencia y el desarrollo. Hace años, el papa Francisco lanzó al mundo esta advertencia: "No estamos en una era de cambios, sino en un cambio de era". A la vista está. Ahora, la carrera frenética que se vivía, cada vez más acelerada, ha sufrido un shock terrible. Para muchas personas, el tiempo se ha vuelto vacío y se han desorientado. No es posible predecir siquiera la evolución de los aspectos sanitarios, y menos aún cómo se afrontarán los económicos y los laborales. Para colmo, dos grandes nubarrones oscurecen aún más nuestro futuro. El primero lo ha señalado Benedicto XVI, en una nueva biografía, publicada en Alemania el pasado 4 de mayo y escrita por el autor alemán Peter Seewald, donde el papa emérito afirma: "La sociedad moderna está formulando un "credo anticristiano" y castigando a quienes lo resisten con la "excomunión social". La mayor amenaza que enfrenta la Iglesia es una "dictadura mundial de ideologías aparentemente humanistas". El segundo nubarrón que nos acecha es el de un "mundo agrietado" que, a causa del Covid-19, acelerará procesos económicos, tecnológicos, culturales, sociales y espirituales cuyo alcance todavía no vislumbramos. El papa Francisco intenta reparar las grietas en el alma de las personas, en el interior de los países y ahora en la comunidad internacional. Como sabemos, el 29 de marzo se sumó al llamamiento de Naciones Unidas a un alto el fuego global para no agravar el martirio de millones de personas en países asolados por guerras civiles, muchas instigadas por países extranjeros. También ha propuesto que "el próximo 14 de mayo, los creyentes de todas las religiones se unan espiritualmente en una jornada de oración y ayuno para implorar a Dios que ayude a la humanidad a superar la pandemia del coronavirus". Ante un mundo visiblemente agrietado, el Papa llama a la unidad. Desgraciadamente, Dios es hoy para muchos no solo un "Dios escondido", sino un Dios imposible de encontrar. En bastantes personas instaladas en una vida pragmática, volcada casi totalmente en lo exterior, la relación con Dios ha quedado como atrofiada. Para muchos contemporáneos, Dios se ha quedado mudo para siempre. No habla. Creyentes que tenían fe la han ido perdiendo, y ya no saben cómo recuperarla. Cristianos que tenían confianza en Jesucristo han ido sufriendo decepciones dolorosas a lo largo de la vida, y ya no saben cómo volver a confiar. Hombres que un día rezaron y de cuyo corazón no brota hoy invocación ni súplica alguna. Cuántos hombres y mujeres viven, sin confesarlo, en una especie de "ateísmo gris", insípido y trivial en el que se han ido instalando poco a poco y del que parece imposible ya resurgir. Hay también quienes buscan a Dios sinceramente, y su búsqueda se hace difícil y dura. La vieja batería de preguntas lacerantes cobra fuerza de nuevo en esta hora: "¿Cómo creer en un Dios bueno cuando hemos visto y sentido en el hondón del alma, la muerte de tantas personas arrastradas al infierno de la pandemia, sin remedio posible, en la más espantosa desolación y soledad? ¿Cómo creer en un Dios que se calla cuando los hombres se destruyen unos a otros y hacen imposible la convivencia? Ante tanta injusticia, fracaso y dolor, ¿dónde está Dios?". La respuesta surgirá de la revelación y de la vida: "Dios está aquí, con nosotros y en lo más profundo de nuestro ser. Dios está precisamente donde los hombres han dejado de buscarlo. Dios está en nuestra carne, nuestra impotencia y nuestro dolor. Aunque nuestra fe sea, a veces, "una llaga abierta" que nos hace gritar: "¿dónde está Dios?", seguimos creyendo que Dios está con nosotros, sufriendo nuestros sufrimientos, luchando nuestras luchas y muriendo nuestra muerte. Por eso, mantenemos viva la esperanza.   

 

 

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