Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Doce hombres sin piedad

por Diálogos con Dios

El gran Sofar suena a lo largo y ancho de las estepas celestiales. El cuerno de la reunión hace retemblar las nubes y estancias espirituales convocando a los santos apóstoles. Los pies bajo las gráciles túnicas de Andrés, Felipe, Tomás... recorren raudos los caminos celestes hasta la catedral del alto tribunal. Allí, flanqueando las puertas los esperan los arcángeles con Miguel a la cabeza. Con un delicado, y a la vez, grandioso ademán, Rafael y Gabriel se inclinan ante los apóstoles que van llegando y les dejan paso bajo la atenta y vigilante mirada de Miguel. Los primeros en llegar van ocupando sus lugares en el capítulo, mientras esperan a los que faltan: Santiago, Juan y Pedro. Cuando estos llegan juntos, se dirigen a sus lugares mientras saludan y conversan con los otros:
—¿Sabéis para qué somos convocados? —Les preguntan a los recién llegados que sonríen serenamente sin responder.
Una vez que todos están acomodados y en cierto silencio, el Sofar vuelve a sonar con estruendo, las puertas se abren de par en par y una luz cegadora proviene de afuera. La exclamación es general entre los doce cuando ven aparecer al invitado de honor.
Judas.
Todos lo reconocen inmediatamente y un mar de sentimientos les invaden al recordar su vivencia con él. Judas aparece con mal aspecto, desaliñado, con los ojos cerrados y desorientado. Todos se fijan en sus muñecas adornadas con unos grilletes de oro y unas cadenas que retiemblan contra el suelo como si alguien las moviera desde lejos. Pronto, la incertidumbre se despeja y aparecen al final de las cadenas los dueños de las mismas. Un grupo de once pequeños y negros demonios, inquietos y escandalosos entran en la gran sala del tribunal. Entre saltos e insultos al otro bando, van ocupando sus lugares y esperando la última aparición en la sala.
El acusador.
Un ola de inquietud recorre la sala ante el gran inquisidor, el acusador de los hijos de Dios. Su figura esbelta, de piel como de terciopelo negro y gesto adusto, se mueve con gracejo ante los apóstoles que se remueven en los asientos. Su torso y brazos desnudos adornados con brazaletes de oro y diamantes, y sus piernas bajo la falda, inspiran poder. Su larga cabellera negra que le llega hasta el final de la espalda, inspira seducción. Sus ojos penetrantes y oscuros inspiran... temor.
En silencio el acusador ocupa su lugar al frente de los suyos y queda abierta la sesión.
El primero en levantarse y hablar es Pedro:
—Antes de iniciar los trabajos de hoy, creo que no es necesario que el reo permanezca esposado. Solicito la liberación de sus grilletes mientras dura su estancia entre nosotros.
La banda oscura replica con protestas, gritos y abucheos, mientras el acusador se mantiene estático y sereno en su asiento.
La sede del tribunal aparece vacía pero la presencia de un poder superior se intuye para todos y Pedro ha dirigido su solicitud al aire con confianza y autoridad.
En un instante los grilletes se abren y caen al suelo con estruendo, provocando la decepción en la bancada oscura y permitiendo al reo entreabrir los ojos y hacerse una idea de donde se encuentra.
Los trabajos dan comienzo y la sesión se abre oficialmente. El primero en hablar es el segundo de abordo de la bancada negra. El fiscal se dirige a Judas:
—¿Sabes porqué te encuentras en alto tribunal? ¿Conoces cuál es la acusación? ¿Cómo te declaras?
Judas, a pesar de no tener las muñecas atadas, las mantiene juntas como si su ligazón fuera invisible e interior.
—Me encuentro en esta sala por que alguien ha solicitado la revisión de mi caso, —responde el reo con apagada voz— la acusación es la misma de siempre: entregar al maestro. Y me declaro como siempre: culpable.
Judas ha pronunciado la última palabra como si la vomitara, como si le brotara de lo más profundo de sus entrañas. La bancada oscura exulta de gozo con gritos y alaridos de satisfacción. El acusador no mueve un músculo y sin embargo parece como si en su oscuro interior... sonriera.
—¿Sabes que el Cristo resucitó, cambiando el destino de los hombres y abriéndonos el cielo?—Interrumpe Pedro con solicitud.
—Si lo sé.—Contesta el reo cabizbajo y avergonzado.
—Entonces comprenderás que todo salió bien, que el plan de Dios todopoderoso se llevó a cabo—interviene Juan intentando rebajar el peso de la culpa del acusado.—¿Comprendes que tu concurso estaba previsto en el plan del Padre? Dios contaba con tu reacción, conocía tu naturaleza de pecador y no se reveló. Contaba con tu traición.
Los pequeños demonios protestan en sus bancos saltando y vociferando improperios contra Juan, mientras los apóstoles hablan entre ellos preocupados. Por encima de todo el ruido ambiental se eleva una voz de ultratumba, una voz negra y oscura que reverbera en todas las paredes del anfiteatro celestial:
—Es decir, querido Judas, que Dios te necesitó y te utilizó para cumplir sus designios. Los hombres son títeres en sus manos y están predestinados, unos para hacer el bien y otros para hacer el mal. No te flageles más, cumpliste con tu destino y cargas con la culpa.
Ahora es la bancada de los santos la que protesta enérgicamente ante los argumentos heréticos del acusador que sin apenas mover los labios ha emitido un sonido perturbador en las esferas celestiales. Juan intenta responder a la provocación.
—Dios nos deja libres para actuar y nos ayuda con la asistencia de su santo espíritu si lo deseamos y se lo pedimos. No estamos predestinados. Otra cosa es que el todopoderoso sabe lo que va a acontecer y del mal que nosotros provocamos con nuestras malas pero libres decisiones, él saca el bien. En este caso, el mayor bien que se podía desear. La redención de la humanidad.
—¡Buuuh, fuera! patrañas. Sois meros actores de la gran representación del jefe supremo que se divierte con sus criaturas. Pero nosotros nos revelamos y no aceptamos el orden preestablecido de las cosas y somos verdaderamente libres. No aceptamos su yugo.—Gritan los entes oscuros.
—Señores, siempre hemos tenido claro que ustedes nunca han aceptado la voluntad del Padre pero no estamos reunidos aquí para juzgar a Dios sino para revisar el caso de Judas, —se levanta Pedro abriendo los brazos y pidiendo silencio al graderío contrario— a lo que hemos venido es a contemplar la posibilidad de perdonar a Judas de su pecado en contra de sí mismo.
El silencio se hace en la sala. La táctica envolvente de los demonios de distraer el foco de atención hacia asuntos mayores o menos relevantes no ha dado resultado y Pedro ha centrado la discusión de nuevo.
—Dios perdona siempre, incluso la alta traición—interviene de nuevo Juan señalando a Pedro— él es testigo. Y todos estos abandonaron al maestro en los momentos que más los necesitaba y aquí están. ¿Judas, serás capaz de perdonarte a ti mismo?
Ni los demonios ni los apóstoles mueven un dedo. Nadie se atreve a respirar y todos miran al acusado que sigue sin elevar la mirada.
—¿Cómo? —acierta a balbucear el reo.
Los santos se miran unos a otros queriendo responder todos al mismo tiempo. ¿Es posible que haya un rayo de esperanza para salvar a Judas?
—Confía en el amor de Dios y asume tus debilidades. No te escandalices de tus pecados y ruega a Dios por tu redención. No te auto condenes. Deja el juicio al Todopoderoso. Tu juzgaste al maestro, sus intenciones, sus métodos y sus objetivos. Cómo hicieron estos —Juan señala a la bancada de enfrente a lo que responden con sordos gruñidos y duras caras de soberbia— pero el Hijo vino a salvarnos, no a condenarnos. Has pagado tu pena con tu arrepentimiento y tus lágrimas. Entra en el descanso. Deja que Dios te salve.
Un nuevo silencio inunda la sala. El momento es decisivo. Judas no levanta la cabeza y apenas respira. El acusador mantiene su gélida estampa y los apóstoles observan con intensidad al reo. En ese momento una voz grandiosa y calurosa resuena a lo largo y a lo ancho del mundo celestial.
—Te perdono.
Los demonios se han quedado sin aire, el acusador muestra una mueca de desagrado y los apóstoles sonríen en sus asientos mirándose con alegría y felicitándose por la victoria. Pedro y Juan, sin embargo, no apartan la mirada de Judas. Ellos saben que el juicio de Dios siempre es favorable para el pecador que se arrepiente, pero el reo aún no se ha pronunciado. ¿Será capaz de desperdiciar una ocasión así?
Poco a poco la contenida alegría de los santos va cediendo ante el silencio de Judas y comprueban que el reo está preso de sí mismo, de sus conceptos y sus ideales.
—No puedo. No me lo merezco. No hay esperanza para mí.
La explosión de júbilo de la bancada oscura es portentosa. Gritan, saltan y aúllan como salvajes. El acusador se levanta y se acerca a Pedro:
—Debemos existir, nos necesitáis. ¿A dónde irá este pobre diablo? Nosotros le acogeremos, no os preocupéis.—El acusador sonríe burlonamente en las mismas barbas de Pedro— ¿Qué es lo que buscáis, un mundo feliz, un universo en paz y concordia? ¡Qué aburrimiento! Nosotros somos la sal de la tierra, le ponemos sabor a esta vida miserable y triste que os propone vuestro amo...
—Este no era el plan original del Todopoderoso, tú lo frustraste con tu rebeldía y tu vanidad, —protesta Pedro en la misma jeta del acusador— tú provocaste este estado de las cosas, no Dios. Tú con tu mal uso de tu libertad. Pero no te preocupes, él venció al mundo, él te venció. No te tuvo miedo, no huyó, no se rebeló. Y fue resucitado. Sabe utilizarte. Ya que no quiere destruirte, te usa para nuestro bien. Mírame bien, yo soy la prueba de que es posible vencerte.
—¡Ja! —espeta el acusador con desdén mientras se da la vuelta dando por finalizada su entrevista personal con el jefe de los apóstoles— no soy avaricioso, me conformo con ganarme algunos adeptos estratégicos. Detrás de ellos caen miles y millones en mis garras. Soy el amo de la culpa... y es un arma infalible. Todos se defienden de la culpa, los unos hacen responsables a los otros de sus pecados. Los poderosos eliminan el concepto de pecado para excusar la responsabilidad de sus acciones y los mediocres, simplemente, enarbolan la bandera del mal menor. Pero hay una ofensiva que me satisface especialmente que consiste en convencer al mundo de que la culpa es un invento vuestro. Esa es demoledora, el hombre se quiere emancipar de la idea de Dios para que no le alcance el sentimiento de culpabilidad. ¡Que simpleza!—El acusador se regocija en sus argumentos mientras da orden de encadenar de nuevo al reo— El caso de vuestro Judas es más raro de ver. Las conciencias pecan por laxitud más que por escrúpulos. En cualquier caso, la madurez de la humanidad se mide por su relación con la culpa. Ahí tengo enfangado al universo entero...
Mientras el acusador da orden a sus secuaces de comenzar su retorno a las profundidades, Pedro no se resigna y le advierte sin perder la serenidad:
—No creas que estas ganando.
Sin hacer caso de Pedro y los suyos, el acusador se despide del cielo acompañado de la fúnebre comitiva, que avanza con estridencia y algarabía, dando empellones al reo y bailando grotescamente a su alrededor, contentos y satisfechos por la batalla ganada.


"El Señor reconstruye a Jerusalén y reúne a los exiliados de Israel; restaura a los abatidos y cubre con vendas sus heridas"  (Sal 147, 10)
 
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