Maduro y la felicidad
El ministerio de la felicidad suprema impulsado por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, es el calco sudamericano del oxidado proyecto del hombre nuevo, aquel fallido experimento antropológico ideado por el bolchevismo para que por orden del señor alcalde todos los obreros lucieran la sonrisa de Charlie Rivel, aunque tuvieran a Stajánov como jefe de recursos humanos.
Maduro tal vez ignora que el fracaso del precedente soviético no se debió a que la teoría del contento general no llegara acompañada del regalo adjunto de una dacha, sino a la imposibilidad de legislar sobre la emoción. El fracaso se derivó de esa tendencia del hombre a mirar la luna, quedar a tomar café o alborotar el pelo de un niño. El soviet no comprendió, ni Maduro comprende, que la alegría no tiene ninguna relación con la doctrina igualitaria, sino que se alcanza más bien cuando, en contra de lo previsto, la chica de moda se fija en el chico de las gafas. O, según lo previsto, Dios en el hombre.
Maduro tal vez ignora que el fracaso del precedente soviético no se debió a que la teoría del contento general no llegara acompañada del regalo adjunto de una dacha, sino a la imposibilidad de legislar sobre la emoción. El fracaso se derivó de esa tendencia del hombre a mirar la luna, quedar a tomar café o alborotar el pelo de un niño. El soviet no comprendió, ni Maduro comprende, que la alegría no tiene ninguna relación con la doctrina igualitaria, sino que se alcanza más bien cuando, en contra de lo previsto, la chica de moda se fija en el chico de las gafas. O, según lo previsto, Dios en el hombre.
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