La mujer decepcionada
La sensación de fracaso es abrumadora.
Derrota, amargura, tristeza, impotencia.
No es la primera vez que a la cirujana Elena San Román se le muere un paciente en su mesa de operaciones, pero hoy, aquello era lo último que necesitaba. Enrollada en su toalla, recién salida de la ducha con el cuerpo húmedo y el alma ahogada, está sentada en el banco del vestuario llorando silenciosa e interiormente.
—Hola Elena, ¿qué tal?— Su amiga Natalia Cardona acaba de entrar con su habitual optimismo e infantiles maneras. Enseguida nota que Elena no está bien— ¿qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—Se ha muerto mi paciente de la 406.—contesta Elena sin levantar la cabeza.
—Oh, lo siento. ¿No ha superado la operación?
—Ha sido en la misma mesa. Entró en parada justo cuando íbamos a empezar a limpiar la aorta. Fue imposible traerle de nuevo.
—Era una intervención delicada, lo sabias... Y él lo sabía también. A veces pasa. Ánimo.
—Ya.
Natalia nota que Elena está más afectada de lo normal y se desviste despacio para observar a su colega y darle la oportunidad de hablar y desahogarse.
—Es frustrante.
Natalia calla y deja a su amiga que prosiga.
—Toda la vida luchando contra el destino...
Natalia abre el grifo de la ducha para regular el agua caliente, mientras le hace un gesto a su amiga para que siga hablando.
—Competimos en desventaja. La muerte es siempre más poderosa...
—Vamos, vamos. No des mucho pábulo a esos pensamientos derrotistas que no te llevan a ninguna parte. Hacemos lo que podemos... Y lo hacemos bien. Pero la vida no está en nuestras manos. No somos Dioses.
—Ya lo sé, pero es que... Me va todo tan mal.
Natalia comprende a su amiga Elena. Lleva una racha penosa. En trámites de divorcio, su hijo de 15 años dice que se quiere ir a vivir con su padre y para colmo, le acaban de diagnosticar Alzheimer a su madre. Mientras se mete, por fin en la ducha, pregunta con delicadeza:
—Entonces ¿de quién se trata, de tu paciente o de ti?
Elena levanta la mirada por primera vez y observa el cuerpo escultural de su joven amiga, recordando cuando ella lucía una figura semejante y volvía loco a su marido y a cualquiera. Hoy es una parte más de su desgraciada vida. Se siente gorda y vieja.
—De mí, sin duda.—reconoce con sinceridad— Desde que tengo uso de razón he jugado a ser perfecta. La perfecta hija, la perfecta estudiante, la perfecta novia, la perfecta esposa, la perfecta madre, la perfecta cirujana...
—¡Qué estrés!—se oye decir a Natalia desde debajo del agua, lo que arranca una pequeña mueca parecido una sonrisa en la boca de Elena. Esa pequeña expresión de humor ha relajado un poco el ambiente y le da algo de ánimo para terminar de secarse y vestirse. Mientras, Natalia termina su ducha y sale secándose con esmero el pelo.
—Nos falta sencillez ante la vida. Llegamos hasta donde llegamos y punto.
—Me gustaría ser como tú.
—¿Cómo? ¿Un poco tonta?
Natalia sabe que su amiga y colega la considera buena chica, pero una muchacha un poco simple que todavía cree en cielo y en Dios en esas cosas que te hacen vivir en una especie de nebulosa religiosa que aturde la razón. La iglesia la tiene bien amaestrada y en todo mete al Señor y su voluntad. Sin embargo tiene una vida tan desastrosa como la suya, quizás por eso se han hecho tan amigas.
—Yo no he dicho eso.—responde tímidamente Elena, no queriendo herir a su amiga, pero pensando precisamente eso, de ella.
—No importa Elena. Nos conocemos y somos amigas a pesar de nuestras grandes diferencias. Quizás por eso, precisamente. Ya sabes que yo no te puedo dar lecciones de nada, pero no podemos vivir amargadas porque no logramos alcanzar las metas que nuestros padres o nosotras mismas nos propusimos. No dejamos de confeccionar retos y metas a las que no llegamos generando nuevas frustraciones. Quizás debemos rebajar nuestras exigencias y nuestras ambiciones.
—Me hablas de resignación.—contesta Elena mientras se pinta los labios.—¿tu... resignación cristiana?
—No. Te hablo de estar contentas con lo bueno que tenemos, estar orgullosas de nosotras mismas, no porque somos heroínas que salvan al mundo, sino porque somos capaces de seguir adelante perdonando y perdonandonos a nosotras mismas. Levantando nuestros gordos traseros del barro, volver a pintarnos el ojo y a salir al mundo a hacer lo que debemos hacer con el máximo amor que podemos poner en ello.
Elena mira a su amiga como si descubriera en ella una faceta más madura y segura que hubiera tenido escondida durante todo este año en el que han fraguado su amistad. Natalia mientras coloca su última horquilla en el moño, prosigue:
—O eso, o si lo prefieres, te doy una versión todavía más profunda. Somos muy competitivas, mujeres que han apostado a la mayor. Nos hemos sacado nuestras carreras y somos grandes profesionales. A veces, Dios permite el fracaso para romper nuestra idílica y perfecta vida. Al final, el fracaso, la limitación, la humillación, bien digeridas, provocan un estado de humildad, madurez y serenidad que no se pueden conseguir con el éxito. La impotencia nos vuelve más humanas y prudentes. —Natalia hace una pequeña pausa y mira fijamente a su amiga que la espera en la puerta del vestuario para salir juntas.—y a mi, Dios me ayuda a ver las cosas de esta manera y a estar agradecida de no salirme con la mía siempre.
—Ya estás con tu Dios—protesta Elena con fingido enfado.—A mí, Dios no me ha hecho nada, ni bien, ni mal. Si existiera, para mí sería como un simple invitado de piedra que se sienta cruelmente a observar la función sin intervenir. Pero el que sí me ha hecho algo, ha sido el desgraciado de mi marido. Después de tanta lucha por la igualdad de la mujer... ellos siguen colandóse en las bragas de la secretaria en cuanto tienen oportunidad. ¿Qué hemos conquistado? Ellos siguen sin respetarnos ni valorarnos. Siguen siendo insensibles niños grandes jugando a la guerra con sus soldaditos, sin saber lo que es el compromiso, ni la entrega.
—Vamos, generalizas. No todos son así.
—Es verdad, también los hay que son unos meros calzonazos, dispuestos a ser manipulados por alguna arpía porque no tiene criterio propio. Los hay inmaduros, iracundos, tiranos...
—Elena, por favor.—suplica su amiga abrumada—hay hombres que merecen la pena.
—¿En qué cuento?
Natalia, desesperada ante los argumentos derrotistas de su amiga, se para frente a ella con los brazos en jarras y adoptando un aire de cómica firmeza, le confiesa:
—¿Sabes lo que te digo? Que tienes razón. Siempre nos queda la posibilidad de vivir eternamente irritadas, deprimidas y cabreadas con el mundo, con Dios, y por supuesto, con los inútiles de nuestros maridos.
Ambas se ríen, mientras apagan la luz del vestuario y se marchan en dirección a la salida para acabar el duro día. Pero cuando han avanzado unos pocos metros Natalia agarra suavemente el brazo de su colega y le suplica:
—De todas formas, no firmes todavía los papeles del divorcio. Daos algún tiempo. Espera.
Mientras recorren los pasillos del hospital reflexionan sobre la conversación mantenida y sobre la realidad que les ha tocado vivir. Una realidad muy imperfecta, muy dolorosa y frustrante. En un momento una enfermera reclama a Elena:
—Perdona Elena. Olvidaste firmar el certificado de defunción.
-Ah claro, perdona.
Mientras Elena firma se da cuenta de que se encuentra mucho mejor que hace un rato, gracias a su amiga... la creyente. Sería un verdadero milagro que algún día ella creyera en algo, pero desde luego que la fe ayuda a su amiga y su amiga la ayuda a ella. Si ese era el plan de Dios para hoy... no le ha salido mal. Reconoce que se va algo más reconfortada a casa. Parece que Dios, al fin y al cabo, sí mueve alguno de sus hilos.
Y mientras alcanzan la salida, acepta que todos tenemos un tiempo y ese tiempo no está en nuestras manos.
Sólo podemos aprovecharlo lo mejor posible.
"Por eso dice: «Despiértate, tú que duermes. Levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.» Por tanto, ¡cuidado con su manera de vivir! No vivan ya como necios, sino como sabios. Aprovechen bien el tiempo, porque los días son malos. No sean, pues, insensatos; procuren entender cuál es la voluntad del Señor." (Efesios 5:14-17)