Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Para tí es mi música, Señor

por Diálogos con Dios

La noche cae en el sesierto, el viento comienza a soplar con fuerza y a levantar la arena en un remolino infernal y el frío se mete en los huesos de los viajeros. Samuel y Susana recorren valles de dunas en dirección Oeste huyendo de su amada Alejandría a lomos de un borrico que transporta a la madre embarazada, mientras el padre a pie tira de las riendas y su hijo de un año lloriquea protegido y cargado a su espalda. Corre el año 415 de la recién estrenada era cristiana y la joven pareja avanza penosamente con la desesperación en el alma y el miedo en el cuerpo hasta que por fin atisban luces en el horizonte. La humilde construcción de barracones de madera y adobe de un monasterio cenobita les espera como su salvación y refugio. Allí son acogidos por los monjes y ubicados en una celda con un camastro, una cuna de paja, una palangana de agua y un candil. La pareja después de dejar sus bártulos en su humilde aposento se dirigen al comedor dónde les espera una sopa caliente, un trozo de pan y queso, un vaso de vino y un cuenco de leche para el niño. El abad no interrumpe la cena de los viajeros siguiendo las leyes de la hospitalidad de no preguntar el nombre del huésped hasta que no se haya alimentado, pero una vez ve que han terminado les invita a mantener una amigable conversación:
—Decidme, ¿Quiénes sois y de dónde procedéis?
Samuel, repuesto del mal trago del viaje, quiere mostrar su infinito agradecimiento.
—Os agradezco vuestra hospitalidad. Sois nuestros salvadores.
—No hemos hecho nada sino seguir las enseñanazas de la Didajé en cuanto a la hospitalidad y nuestro Señor Jesucristo es el único salvador vuestro y nuestro. Contadme.
—Somos samuel y Susana, cristianos de descendencia judía que vivíamos en Alejandría hasta ayer mismo impartiendo clases de filosofía cristiana y música, pero hemos tenido que huir dejando nuestra casa y nuestros amigos y parientes.
—¿Porqué? ¿Qué ha ocurrido?
El abad está acostumbrado a todo tipo de viajeros, normalmente comerciantes que se dirigen a Cartago desde dónde embarcan para Roma, pero el caso de esta desvalida pareja es diferente y le empieza a intrigar.
—¿No os han llegado noticias de los sucesos de la biblioteca de Alejandría?
—Vosotros sois los primeros que me estáis informando.
—Pues habéis de saber que por las discordias entre los cristianos y los paganos han provocado un gran tumulto.
El abad se queda perplejo y se sienta en un tosco taburete mientras Samuel prosigue su narración.
—Ya sabéis el ambiente enrarecido y enconado entre los paganos, los arrianos, los gnósticos, en fin, toda esa amalgama de confusión doctrinal de nuestra bella Alejandría. De vez encuando salta alguna chispa y los debates y diferencias se convierten en auténticas peleas callejeras. Desde que hace 35 años, el emperador Teodosio promulgó el edicto de Tesalónica obligando a abrazar la religión cristiana, hay grupos de cristianos envalentonados y fanáticos que quieren imponerse a cualquier precio.
El abad escucha atentamente sin perder la serenidad ni interrumpir al viajero.
—La cuestión es que uno de los cabecillas es un viejo maestro de carácter impetuoso y personalidad convincente gracias a su pretendido celo mesiánico por la pureza de la religión. Desde el principio sublevó a la gente en contra nuestra por no apoyar sus violentos ánimos y hacerle la competencia. Así, pasamos a ser unos elementos subversivos y sospechosos de inmadurez espiritual e incompetentes profesores y nuestros alumnos nos fueron abandonando. Primero los que estudiaban religión y luego los de música. Nuestros días en Alejandría estaban contados y cuando empezaron ha encresparse los ánimos en los últimos días, sabíamos que nuestro enemigo vendría a por nosotros para borrarnos del mapa. Durante un tiempo fuímos sus adversarios y después de hundirnos socialmente tenía la oportunidad de dar la estocada final. En ese momento decidimos huir y abandonarlo todo.
—Vaya, qué lejos estamos del ideal evángelico de nuestro Señor Jesucristo de vivir en comunión y de ofrecer la otra mejilla al enemigo. —el abad se ha decidido a opinar tras escuchar detenidamente—Después de tres siglos de persecucuiones romanas, estos focos de intolerancia cristiana se han dado en demasía. Si pretendemos convencer al mundo de la verdad por medio de la fuerza, la venganza y el abuso, estamos desperdiciando la sangre de todos nuestros mártires. Debemos rezar por el alma de los cristianos confundidos. No nos basta con las heridas que provocan las herejías sino que hay que añadir a estos rigoristas violentos. Esperemos que no se instale este perfil en la cristiandad porque Dios puede permitir de nuevo siglos de persecuciones y sufrimiento... si con eso salva a la humanidad.
En el ambiente queda un aire de tristeza y pesismismo que el abad se decide a atajar rápidamente.
—Has dicho que sois músicos y veo sobresalir de tu zurrón una flauta. Toca alguna pieza que nos relaje y serene nuestro espíritu para el descanso de la noche. Mañana en el rezo de laudes empezaremos a rogar al cielo para que podáis volver a casa lo antes posible.
Samuel coje el instrumento y comienza a hilvanar dulces notas y suaves melodías que vuelan por el aire y penetran en el alma mientras reza para sus adentros: "Para tí es mi música, Señor"
Antes de cerrar los ojos, echados en el jergón y con el cansancio en los párpados, Susana le recuerda a su marido:
—El niño sigue sin nombre.
Samuel descansando su espíritu en el Señor después de las peligros del día, contesta casi imperceptiblemente:
—Mañana lo decidiremos.

Al día siguiente en el rezo de la mañana compartido con los monjes, Samuel ruega interiormente por la situación de su familia, mientras Susana le da vueltas una y otra vez al nombre de su hijo. Los monjes entonan cánticos y leen la palabra de Dios. Es turno del salmo 62:
"...en Dios mi salvación y mi gloria, la roca de mi fuerza. En Dios mi refugio."
En el momento de sonar la palabra fuerza, el bebé pega una patadita que la madre no pasa por alto y vigila con curiosidad. El salmo prosigue y la patada vuelve a coincidir con la misma palabra: Fuerza.
"No os fiéis de la opresión, no os ilusionéis con la rapiña; a las riquezas, cuando aumenten, no apeguéis el corazón. Dios ha hablado una vez, dos veces, lo he oído: Que de Dios es la fuerza, tuyo, Señor, el amor; y: Que tú al hombre pagas con arreglo a sus obras.”
Susana se inclina hacía su marido y en voz baja le comunica:
—Tu hijo ha elegido su nombre. Se llamará Gabriel.
Gabriel. Fuerza de Dios.
Samuel reflexiona en su interior dónde reside la fuerza de Dios y la conclusión es clara: en el amor. El amor es más fuerte que el odio, el rencor, la ambición...
Y Samuel pide al Señor que le conceda amor suficiente... para perdonar.


“En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. (…) Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo. Pues más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal.” (I Pe 3, 8)


Dedicado a Samuel y Susana, padres de mi próximo ahijado: Gabriel Sicilia Vera.


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