Atardece, que no es poco
Los que hemos sido jornaleros sabemos que el encanto de los amaneceres es pura leyenda blanca. El alba tiene una buena fama inmerecida porque lo cierto es que a las seis de la mañana, con ocho horas de tajo por delante, uno no se plantea a la aurora en términos poéticos. En la vendimia los sonetos no están enredados entre las cepas ni florecen heptasílabos en los naranjos ni las cerezas, tan iguales, tan consonantes, son pareados de color tímido.
Otra cosa es el crepúsculo, la jubilación del día, o, en términos de existencia, el claroscuro de la vida, por el que el Papa ha preguntado en la festividad de Todos los Santos para que comprendamos que el atardecer no la antesala de la penumbra. El atardecer no es el hilo de luz que alumbra el lento caminar del elefante al cementerio, sino la claridad que ilumina el tránsito del hombre hacia Dios, la vela que para orientar a los elegidos sostiene Jesús mismo.
Otra cosa es el crepúsculo, la jubilación del día, o, en términos de existencia, el claroscuro de la vida, por el que el Papa ha preguntado en la festividad de Todos los Santos para que comprendamos que el atardecer no la antesala de la penumbra. El atardecer no es el hilo de luz que alumbra el lento caminar del elefante al cementerio, sino la claridad que ilumina el tránsito del hombre hacia Dios, la vela que para orientar a los elegidos sostiene Jesús mismo.
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