Padre mío que estás en el cielo
He estado algunos meses sin escribir porque he tenido el privilegio y el honor de acompañar a mi padre en los últimos pasos de su camino en ésta vida hasta que se durmió en el Señor.
Me puedo imaginar mil mundos, mil personajes, mil aventuras, me imagino hablando con un santo, peleando en una gran batalla o cabalgando por algún espacio espiritual, pero nunca hubiera imaginado el último año que he vivido al lado de mi padre.
Cuando tres días después de jubilarse, allá por el mes de Febrero, le ingresaron en un urgencias y nos daban la noticia de un cáncer de páncreas galopante... no me lo podía creer.
Cuando tras un mes de pruebas nos comunicaban el diagnóstico definitivo y yo me quedaba a solas con la doctora que me daba el fatídico tiempo de unos meses de vida... no me lo podía creer.
Cuando mi padre se pasó toda la primavera entrando y saliendo del hospital por ingresos forzosos por problemas de vesícula, bajada de defensas y demás complicaciones... no me lo podía creer.
Cuando en cuestión de dos meses bajaba unos 35 kilos de peso por culpa de la kimio y los problemas añadidos... no me lo podía creer.
Cuando a primeros de Septiembre nos comunicaban que ya no le darían más kimio porque ya no hacía efecto y que nos preparáramos para el final... no me lo podía creer.
Cuando fue perdiendo la estabilidad y tuvimos que usar la silla de ruedas, cuando fue pasando cada vez más tiempo en la cama, cuando dejó de comer, cuando dejó de beber, cuando dejó de hablar... no me lo podía creer.
Cuando dejó de respirar... no me lo podía creer.
Cuando lo amortajamos, cuando se lo llevaron al tanatorio, cuando lo enterramos... no me lo podía creer.
Pero lo que menos me podía creer y más me asombró fue su actitud.
Desde el primer momento encaró la enfermedad, con una entereza, sumisión, docilidad y confianza en el Señor inimaginables.
Hombre de mucho carácter y fuerte personalidad, fue recorriendo su camino de descenso físico y vital y ascendiendo en su itinerario espiritual. Afrontó su lucha con la kimio sin rabia, con firmeza y serenidad.
La vida le hizo pequeño, la enfermedad le hizo grande.
Y desde el momento en que le comunicaron que ya no había solución y que era cuestión de tiempo, se empezó a despedir de nosotros, de su esposa, de sus hijos, de sus nietos, de sus nueras...
Le pidió a su esposa poder morir en su casa, en su habitación, en su cama. Y así lo hizo, rodeado de sus seres queridos hasta el último momento, hasta el último segundo.
Rodeado de amor.
Nos pedía disculpas por el trabajo que estaba acarreando en sus últimos días.
Lo último que dijo fueron palabras de cariño a su esposa, con la que tanto había sufrido, luchado... vivido.
Se puso en pie mientras pudo, para recibir a su Señor en la sagrada forma.
Lo último que comió fue el cuerpo de Cristo.
Esperaba con anhelo el encuentro con su Dios, tanto que parecía tener prisa.
Mi padre no fue un santo ni un hombre perfecto de grandes discursos y consejos, pero supo aprender de sus errores y supo predicar con el ejemplo. Amante de la vida y de las cosas sencillas, supo donarse y sacrificarse por los suyos.
Es verdad que soy un hombre hecho y derecho aunque a veces me tuerza un poco, pero siento la soledad, siento la orfandad.
El mundo está más vacío sin él.
Doy gracias a Dios por haber tenido un padre. Doy gracias a Dios por haber tenido éste padre.
Gracias.
Y ahora desde el cielo, nos podrá ayudar y cuidar más que cuando estaba aquí.
Juan Carrasquilla Redondo tuvo su día Natalis el día 4 de Octubre de 2013 en la festividad de San Francisco de Asís.
“Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios con ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,1)