Del Segundo Templo de Jerusalén, quemado hace ya camino de dos milenios
por En cuerpo y alma
Sí señores, porque tal día como hoy se produjo el incendio y destrucción del Segundo Templo
Lo que ocurrió lo conocemos muy bien, gracias al relato que de los hechos nos hace Flavio Josefo, el gran historiador judío contemporáneo de los hechos, que nos lo cuenta de esta manera en el Capítulo X del Libro VII de las Guerras Judías:
“Aquí, pues, entonces un soldado, sin aguardar que alguno se lo mandase, y sin vergüenza de tal hecho, antes movido parece de furor e ímpetu divinamente, fue animado por uno de sus camaradas, y tomando parte del fuego, que aun había, echólo a una ventana de oro por donde había entrada y pasé a las otras partes del templo, hacia la parte del Septentrión. Levantándose la llama, levantóse aquí un llanto y clamores dignos ciertamente de tal destrucción y ruina, y venían con prisa a socorrerle; determinando ya a exponer sus propias vidas y no poner fin a sus fuerzas viendo que habían perdido aquello que ellos para defenderse en tanto tenían.
Fué llevada presto esta nueva a Tito por cierto hombre: él, que acaso estaba reposando en su cámara, por haber venido cansado de la pelea, luego en la hora saltó a caballo, y vino corriendo al templo para impedir el incendio; seguíanlo todos los capitanes y todo el ejército muy amedrentado: el ruido que tan gran ejército, viniendo sin orden y con gran grita, movía, era muy grande, y Tito, dando voces, y haciendo señal con su mano a los que peleaban, mandaba matar el fuego; pero ni oían su voz, porque las voces que todos daban les cerraban los oídos, ni miraban las señales que él les hacía con sus manos, estando los unos distraídos en el pelear, y otros por la ira grande que tenían.
Las amenazas y los mandamientos de Tito no eran bastantes para detener el ímpetu de los que adentro corrían, antes iban adonde el furor airado que tenían los llevaba; y muchos quedaban muertos y pisados en el estrecho por donde entraban, queriendo entrar todos juntamente, y muchos cayendo en lo quemada de los portales, que aun ardían y abrasaban, padecían como los mismos enemigos.
Cuando hubieron llegado al templo, fingiendo que no oían lo que Tito les mandaba, cada uno persuadía al que le iba delante que pusiese fuego al templo: no les quedaba ya esperanza alguna a los amotinados y revolvedores de poder socorrer ni prohibir lo que se hacía, porque era la matanza general por todas partes, y huía cada uno según mejor podía: la gente que no podía defenderse ni hacer algo doquiera que era presa y hallada, allí era muerta.
Amontonábase gran muchedumbre de muertos alrededor de donde estaba el altar, por las gradas del templo corría la sangre, y los cuerpos que por allí caían nadaban con la mucha sangre, y corrían abajo.
Cuando Tito vió que no podía detener el ímpetu furioso de sus soldados, y que el fuego lo señoreaba todo, entró con sus regidores dentro, y miró todo el templo, y lo que se llamaba el lugar santo, lo cual ciertamente excedía la fama que tenía, y aun era más excelente, y no menos que lo que la gloria y loores que los judíos por ellos se daban, merecía; pero como no hubiese llegado aún por parte alguna la llama ni el fuego a lo interior del templo, ni hubiese tocado aún en algo de cuanto estaba alrededor, pensando, como era la verdad, que podría aún conservarse, saltó en medio de ellos y comenzó a rogar a su gente que matasen todo el fuego, y envió un capitán de cien hombres de los de su guarda, para que castigase a todos los que no cesasen ni quisiesen obedecerle y refrenarse: pero el furor embravecido de la gente, la fuerza e ímpetu grande que traían y el odio que contra los judíos tenían, era causa que menospreciasen el mandamiento de su emperador con menos reverencia y acatamiento de lo que convenía, y que no temiesen al que había venido por defender y detener el fuego: algunos, o los más, se movían a esto por pensar que dentro estaría todo lleno de dinero, viendo que las puertas estaban hechas de oro.
Un soldado de los que habían entrado, antes que Tito corriese a impedir y prohibirles que pusiesen fuego, lo había ya puesto a una puerta, y entonces presto, viendo ya que la llama por dentro relumbraba, partieron Tito y sus capitanes con él, y ninguno hizo más fuerza a los que por fuera ponían el fugo.
De esta manera, pues, fué quemado el templo contra la voluntad de Tito; pero aunque haya alguno que piense haber sido esta destrucción muy digna de lágrimas y de ser muy llorada, porque la obra era la mejor, más excelente y más maravillosa de cuantas hemos visto u oído, tanto en su edificio, cuanto en su grandeza y magnificencia en cada cosa, y en la gloria y honra que a las cosas santas aquí se daba y hacía, todavía sé que se consolará mucho por saber que así estaba por Dios determinado, de lo cual ni hay hombre, ni animal, ni edificio ni cosa alguna que pueda evitar ni guardarse.
El propio Josefo data la fecha en la que tuvo lugar la desgracia:
“Maravillaránse también por ver y saber la orden y verdad de los tiempos, por qué fué quemado ahora el mismo día y el mismo mes que los babilonios antiguamente lo quemaron. De la primera edificación, comenzada por el rey Salomón, hasta esta final destrucción, la cual aconteció el segundo año del imperio de Vespasiano, se cuenta haber pasado mil ciento treinta años, siete meses y quince días, y de la postrera edificación y renovación que hizo Ageo el segundo año del reino de Siro, hasta la destrucción acontecida, imperando Vespasiano, pasaron seiscientos treinta y nueve años, un mes y quince días”.
©L.A.
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