Recordando a Alejandro
Hay obligaciones que nos brotan del alma y casi siempre tienen su mejor sentido y contenido en el manantial de las gratitudes. Hay obligaciones que necesitamos expresarlas públicamente, no tanto por la notoriedad que comportan sino porque sus destinatarios lo merecen con justicia. Por eso, esta columna quiere convertirse hoy en recuerdo encendido de un gran periodista y mejor persona, Alejandro Fernández Pombo, que nos dejaba su último adiós, sembrando en todas las redacciones de los periódicos, un profundo sentimiento, más que de dolor por su ausencia, de amor por su presencia magisterial, no sólo de buen periodista sino de hombre bueno.
Hace ya muchos años, -vivíamos los alborotados años setenta-, llamaba yo a su puerta de redactor-jefe del "Ya", para pedirle la corresponsalía de este diario en Córdoba. La hora, -incipiente madrugada en Madrid, prisa y nerviosismo en el momento de cierre del periódico-, era como para pedir favores. Y, sin embargo, no olvidaré nunca aquella acogida, atención, escucha, serenidad y confianza que aquel hombre supo transmitir en nuestro primer encuentro.
Luego, en el transcurso de los años, tuve ocasión de hablar con él en diversas ocasiones: en la entrega de los Premios Bravo, de la Comisión episcopal de Medios, a la que él acudía puntual todos los años; en nuestra capital, con ocasión de la presentación de uno de sus libros; en la redacción de nuestro periódico, donde mantuvo una charla con nosotros, compartiendo café, tertulia y noticias. En el momento de su muerte, todos los periódicos le han recordado con inmenso afecto y cordialidad, porque Alejandro fue, primero, un gran maestro de periodistas, pero, sobre todo, una excelente persona, bajo los signos de la comprensión y la ejemplaridad. Comprensión de los momentos históricos que vivió; ejemplaridad, porque fue un hombre bueno, recto, coherente y consecuente. La sencillez marcó su vida. Alejandro fue siempre un hombre de criterio, derramando una serenidad y un equilibrio que tenía como manantial su fe honda, y su buen hacer. Sabía que lo importante en la vida era el testimonio clarividente, la caridad hecha acogida, escucha, diálogo, comprensión y enriquecimiento. Ahora, en el momento de la despedida, desde la orilla de la fe compartida, nuestro mejor recuerdo, nuestra plegaria de gratitud y de esperanza.
ANTONIO GIL
Hace ya muchos años, -vivíamos los alborotados años setenta-, llamaba yo a su puerta de redactor-jefe del "Ya", para pedirle la corresponsalía de este diario en Córdoba. La hora, -incipiente madrugada en Madrid, prisa y nerviosismo en el momento de cierre del periódico-, era como para pedir favores. Y, sin embargo, no olvidaré nunca aquella acogida, atención, escucha, serenidad y confianza que aquel hombre supo transmitir en nuestro primer encuentro.
Luego, en el transcurso de los años, tuve ocasión de hablar con él en diversas ocasiones: en la entrega de los Premios Bravo, de la Comisión episcopal de Medios, a la que él acudía puntual todos los años; en nuestra capital, con ocasión de la presentación de uno de sus libros; en la redacción de nuestro periódico, donde mantuvo una charla con nosotros, compartiendo café, tertulia y noticias. En el momento de su muerte, todos los periódicos le han recordado con inmenso afecto y cordialidad, porque Alejandro fue, primero, un gran maestro de periodistas, pero, sobre todo, una excelente persona, bajo los signos de la comprensión y la ejemplaridad. Comprensión de los momentos históricos que vivió; ejemplaridad, porque fue un hombre bueno, recto, coherente y consecuente. La sencillez marcó su vida. Alejandro fue siempre un hombre de criterio, derramando una serenidad y un equilibrio que tenía como manantial su fe honda, y su buen hacer. Sabía que lo importante en la vida era el testimonio clarividente, la caridad hecha acogida, escucha, diálogo, comprensión y enriquecimiento. Ahora, en el momento de la despedida, desde la orilla de la fe compartida, nuestro mejor recuerdo, nuestra plegaria de gratitud y de esperanza.
ANTONIO GIL
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