Reflexionando sobre el Evangelio
¿Murmuramos entre nosotros? ¿Quién es el mejor? ¿A quién desechamos?
¿Cómo nos vemos a nosotros mismos? ¿Cómo nos gustaría ser vistos por los demás? Seguramente todos nos veamos dignos de honores y siendo saludados con reverencia por los demás. Pero ¿Es esto lo que Dios quiere para nosotros? Seguramente no, pero nosotros queremos vernos en la cúspide social, brillando entre los demás. ¿Y sí Dios desea simplemente que ayudemos con humildad a otros? Tal vez lo que espera de nosotros es la humilde sencillez.
En el Evangelio de hoy domingo, los apóstoles andaban murmurando entre ellos. El tema no era nada venturoso ni trascendente. Es un tema social que se repite desde el Jardín del Edén hasta nuestros días. ¿Quién es el mejor o más importante, entre ellos? ¿Quién merece más honores y veneración? A nosotros nos pasa lo mismo con demasiada frecuencia. Rara vez nos damos cuenta de toda la soberbia llevamos con nosotros. Rara vez somos capaces de dar un paso atrás para ser dócil herramienta en manos de Dios.
¿Cuál es la respuesta de Jesús a estos murmuradores? No sigáis murmurando entre vosotros. Como si dijera: Ya sé yo por qué no tenéis hambre y por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No sigan esas murmuraciones entre vosotros. Nadie puede venir a Mí si mi Padre, que me envió, no le atrae. ¡Qué recomendación de la Gracia tan grande! Nadie puede venir si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error. ¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. (San Agustín. Tratado sobre el Evangelio de San Juan. 26, 2)
¿Qué ejemplo pone Cristo? Un niño. Alguien que vive sin querer ser más de lo que es. Su sencillez e inocencia, le permite ver las cosas como son y no teñidas por los prejuicios que alberga nuestro corazón. Dios marca de camino de cada cual. Si el mundo es un cuaderno en blanco, Dios nos dibuja y espera que nosotros nos movamos. Querer entender el Misterio de la vocación personal es, por sí mismo, un acto de soberbia. Querer ser el mejor es elevar la soberbia a la cúspide. Pensemos en lo que la serpiente dijo a Adán y Eva en el Paraíso: “… sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Gn 3, 5). Queremos juzgar lo que Dios da, o no da, y eso es querer ser como Dios. Es soberbia y la soberbia es castigada con la separación de Dios.
Cuando los apóstoles buscaban entre ellos quien era el mayor y quien era el menor, estaban ocupando el lugar de Dios. En todo caso, tal como dice San Agustín, tenemos que orar para que Dios nos lleve por el camino que Él tiene determinado para cada uno de nosotros. Ese será el mejor camino, aunque conlleve ser despreciado por lo demás. Cuanto dolor genera el pecado de soberbia y cuánto daño hace a la Iglesia. Más vale ser el último y rezar para ser perdonado, que sentirse elegido y maltratar a los demás. Eso hizo el Publicano y Dios le miró con amor. Mientras, el Fariseo daba gracias a Dios por no hacerlo como ese “despreciable publicano” que estaba entre la sombras. ¿Cuántas veces hemos sido como el Fariseo? ¿Cuántas veces nos dedicamos a señalar con deprecio a quien no es tan bueno “como nosotros”?
Recordemos que los niños, aparte de inocencia, tienen una maravillosa memoria. Quien maltrata a una persona inocente y bien intencionada, no puede pretender pedir perdón y que todo quede como antes. La inocencia hace que el niño desconfíe de quien le ha maltratado y se aleje de él. Sólo la Gracia de Dios puede curar una herida en la confianza de quien es sencillo e inocente.