La canción que Bruce dedicó a Cáritas
por La honda
Al llegar a casa, la decisión estaba tomada. Era la mejor manera de acabar con aquello y no hubo pegas por ningún lado. La incertidumbre solo me duró unas horas, más bien causa de la impresión por lo que había pasado que por desconfianza en la Providencia. Pero para acabar con la posible tentación de la desconfianza de una vez para siempre, el ángel que me han enviado Dios me esperaba en casa con un regalo magnífico, con un signo profético. Esa mañana convulsa en que yo le bombardeaba con mensajes que ponían nuestro futuro en japonés, ella dedicó no se cuantas horas a conectarse a Internet para comprar dos entradas para el Concierto que daría Bruce Springsteen en Gijón unos meses después. Se pusieron a la venta esa misma mañana y de haber esperado al día siguiente, nos hubiésemos quedado sin ellas. Costaban cada una 74 euros. “Toma, para que veas lo preocupada que estoy. Confiemos en Dios y celebremos tu despido en un concierto de Bruce”.
El pasado 26 de junio la recogí a las 11 de la mañana y nos chupamos los 500 kms que separan Madrid de Gijón parando a penas una sola vez para tomar un bocadillo. Las canciones de Bruce están repletas de parejas de enamorados que emprenden un camino por larguísimas carreteras en busca de un Dorado que nosotros ya hemos encontrado, lo cual no quita para que nos sintiésemos un poco los protagonistas de Born to run cada vez que podíamos. Nuestro coche no es un cadillac del 64, sino un Ford Fiesta del 2003, y no desentonamos nada en absoluto cuando en aquella parada, aún a dos horas de El Molinón, comprobamos en la cafetería de un bar de carretera que bien podría confundirse con un viejo motel de la Ruta 66, que éramos muchos los que subíamos a la costa, como unos vagabundos que han nacido para correr.
Llegó el concierto. Ya solo el hecho de conocer Gijón, preciosa ciudad, y su mítico estadio de El Molinón, el más antiguo de España, a un futbolero le pone a tono con lo que está sucediendo. Precioso, pequeño, acogedor, cargado de fútbol del bueno por sus galerías, escaleras y vomitorios hasta que sales a esa grada desde la que se ha visto jugar a Quini, Maceda, Ablanedo, Manjarín o David Villa. Pero ta estábamos en el concierto.
Un concierto de Bruce tiene mucho que ver con la felicidad. Allí la gente está feliz. Ves sus caras por las pantallas y reflejan una alegría que nada tiene que ver con el histerismo fan. Son gente que ha crecido con buena parte de la música del de NJ como banda sonora de su vida. A lo largo de tantos años es muy difícil que un artista se mantenga creando tan buenas canciones y haciendo directos de tanto recorrido. Bruce lo hace y es uno de los pocos nexos de unión con nuestra adolescencia que se mantiene vivo. Oír de su propia voz cantar Born in the USA me retrotrae a la primera vez que la oí. Tenía doce años. Era en un campamento y uno de los monitores nos despertó cada mañana con un radio casete a todo meter y la canción sonando. Luego la he cantado mil veces más sin tener ni idea de lo que decía con mi amigos y más tarde ya pude comprender la crudeza de su letra. Pero al fin y al cabo, la que escuché el pasado día 27 en Gijón es la misma canción, interpretada por el mismo tío, 24 años después.
He ido a muchos conciertos de rock. He tenido la suerte de poder escuchar en directos a algunas de las más grandes bandas, pero los conciertos de Bruce son diferentes, por un cúmulo de razones que producen un efecto al que los demás no llegan. Con Bruce se da una alineación de los planetas, una suerte de condiciones que hacen que la vida sea posible en el planeta Rock.
Dijo Confucio: “Busca un trabajo que te apasione y no trabajarás en tu vida”. Eso es lo que le pasa al músico de New Jersey, que cuando sale al escenario, no está trabajando. Él tiene una vocación musical que le hace apasionante el hecho de tocar en directo las canciones que compone. Además toca junto a una banda numerosísima, la E Street Band, un conjunto de talentos que funcionan compenetrados como si llevaran tocando juntos cuarenta años... que los llevan. A ellos se ha unido esta gira una cuerda de viento con 5 músicos que elevan el nivel por encima de la media. Y Bruce. Todo pasión, todo coraje, todo divertimento. Alegría sobre el escenario, energía contagiosa. Buenos modales, detalles de cercanía con los fans, sonrisas sin parar. Es un ejercicio sano. No se le conocen a este rockero, tras más de 40 años en la palestra, ningún escándalo del tipo que sea. Drogas, alcohol, sexo o violencia están fuera del vocabulario vital de Bruce Springsteen, y eso en los conciertos se nota. Tan solo es un tipo enamorado de su familia al que lo que le gusta hacer en la vida es tocar.
Si juntamos todo esto tenemos que Bruce en concierto es Zidane metiendo la volea de la final cada partido que juega. José Tomás en Nimes cada tarde que torea. Un concierto de Bruce es la Noche de Reyes cuando eres niño aunque superes los sesenta, como los que tenía a mi lado sentados con los ojos brillantes y las manos inquietas, aporreando una batería ficticia, a cada acorde que daba, a cada canción que seguía. Bruce es el Circo del Sol. Miento, ellos vinieron después. El Circo del Sol es Bruce en concierto.
Bruce ofrece además en cada concierto unas tres horas y media de espectáculo, muy por encima de la media de cualquier otra banda de rock, y a sus 63 años. Podían tomar nota los que le siguen en el escalafón.
En un concierto de Bruce todo empieza a toda máquina, encadenando hasta siete u ocho temas sin parar y sin un set list preparado, incluyendo peticiones del público sobre la marcha, y cuando te quieres dar cuenta no te has sentado en hora y media. Toca The River y a algunos nos hace llorar. Esta canción cuenta la triste historia de Mary, aquella chica que se casó con su novio del instituto al quedarse embarazada y cuyo amor entre los dos se apagó enseguida. No hubo flores, no hubo vestido de novia, y ahora el río al que se bajaban a bañar de jóvenes, está seco. Hay gente que se emociona con las pelis y yo lo hago con según qué canciones. Esta es de las pocas con las que me pasa.
Llaga un pequeño respiro y de pronto todo se acelera. Aparece el Bruce más rockero, rasgando tanto su garganta como las cuerdas de la guitarra eléctrica. Encadena tres canciones de batería y amplificador y te das cuenta: ya nada tiene parón. Si quieres te vas, y si no revientas. Pero revientas de alegría, de bailar, de emoción. Y te queda otra hora y media. Bruce hace imposible sentarse. Cuando haces un amago se quita la chaqueta, la camisa y la corbata, se queda en camiseta y se sube de pie al piano que toca el maestro Bittan como si tuviese veinte dedos en cuatro manos. Le ves ahí subido entonando otro de sus himnos y te vienes arriba. Más, digo. La catarsis, el punto de no retorno con los clásicos Born in the Usa y Born to Run. La traca final salpicada con el rock más clásico de los años 50 y 60, con canciones que no son suyas: Twist and Shout, Seven nigths to rock y acordes de la Bamba convierten un estadio en una gigante verbena en la que la gente se abraza.
Recoge su repertorio con un clásicazo que te mueve los pies solos. Dancing in the Dark. Saca a una chica a bailar, y al despedirla, saca a otra más, la cuelga una guitarra -supongo que desenchufada- y la coloca a su lado y al de Steve a hacer los coros. Bruce se agita en su sesentena, se sienta en el suelo y saca a un niño de unos cinco años a que le refresque la cabeza con una esponja empapada. La cara del niño es de antología. La de su padre no tiene precio. Antes ya había sacado a otro, este de unos 9 años. El niño le había regalado un dibujo y Bruce le sacó a a cantar, micrófono en mano y capela, Waiting in a sunny day.
Tres horas y veinte minutos después se despide la mejor banda de rock del mundo. Bruce les despide, uno por uno, al pie de las escaleras. Coge una guitarra acústica y su armónica y le dedica la última canción del concierto a Cáritas Gijón, a quien ya había donado diez mil euros el día anterior.
“Gracias España. Os queremos. Sabemos que nos tiempos fáciles, por eso estamos mas agradecidos de que hayáis venido a vernos”.
Gracias a ti, viejo rockero, por darlo todo y devolvernos parte de nuestra vida en semejante concierto.
Suena el primer viento de armónica y la inconfundible Thunder Road me cosquillea las tripas mezclando una lágrima con una sonrisa despertada desde mi adolescencia. De las cerca de doscientas canciones de Bruce, esta es mi favorita. La canta él solo, en acústico, y me creo flotar. Entonces me acordé de cómo había empezado todo esto, una fría mañana de marzo en la que se fraguaba mi despido, y mi ángel, que está conmigo, me recuerda en esa canción que todo va a salir bien, porque como dice la última estrofa, hemos salido de allí para ganar.
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