En el nombre del Padre (IV): No temieron la muerte
El rey ha muerto. Sacrificó su vida por su pueblo. Pudo huir pero prefirió enfrentarse a su destino y dar tiempo a los suyos para salvarse. El pueblo se refugió en una plaza amurallada, protegida por un profundo barranco y habitada por comerciantes y gentes pacíficas. El enemigo no ha cejado en su asedio y ha provocado una situación irreversible: o se rinden o mueren. En cualquier caso, las alternativas son poco seductoras, ya que en el caso de rendición, el futuro en manos del temible hermano del rey, sería... la escalvitud.
Los doce expertos comandantes, hasta ahora inactivos e indecisos, han tenido una experiencia espiritual común y profunda. Han sido visitados por el espíritu del rey y les ha cambiado la vida y los ánimos. Han decidido dejar atrás el miedo y han salido en busca de su destino. El mismo destino que tuviera su rey.
Dar la vida por los suyos.
Frente a la ciudad sitiada, en lo alto de la colina, un capitán consulta a su comandante, extrañado e incapaz de interpretar lo que ve:
—Señor, ¿qué pretenden?
El asesino del rey, conoce la casta de los soldados fieles a su hermano:
—Si han decidido dejarse guiar por el espíritu de mi hermano, nada los detendrá.
—Pero somos diez mil y ellos parecen... ¿once?
El comandante enemigo observa y... calla.
Las puertas de la ciudad se han abierto y ha aparecido una extraña formación de guerreros. Once hombres en círculo, pegados unos a otros, con unos escudos rectangulares de cuerpo entero, que les protegen de arriba abajo. Se mueven como un solo hombre y entre escudo y escudo sobresalen largas lanzas con la punta prendida en llamas. Los enemigos se acercan cautelosos, con las espadas en la mano y sorpresa en el rostro. Los observan extrañados y los siguen sin entender. Unos de los jefes hace un gesto para frenar los ímpetus de sus soldados :
—Dejadlos, veamos donde van y hasta dónde llegan. Son once y nosotros legión. Pobres ilusos.
El murmullo y la expectación rodean al pequeño grupo que avanza firme en dirección norte... Hacia la torre de asalto más cercana.
El senescal del rey, que lidera la formación, anima a los suyos:
—Ánimo, no os separéis, manteneos unidos y menead las lanzas para que el fuego disuada lo más posible a nuestros enemigos de que se nos echen encima.
Todos a una, se mueven ligeros hacia su meta, mientras los nervios y la adrenalina suben por momentos.
—¡Por nuestro rey! —grita el mensajero.
—¡Por nuestro pueblo! —grita otro.
Los doce expertos comandantes, hasta ahora inactivos e indecisos, han tenido una experiencia espiritual común y profunda. Han sido visitados por el espíritu del rey y les ha cambiado la vida y los ánimos. Han decidido dejar atrás el miedo y han salido en busca de su destino. El mismo destino que tuviera su rey.
Dar la vida por los suyos.
Frente a la ciudad sitiada, en lo alto de la colina, un capitán consulta a su comandante, extrañado e incapaz de interpretar lo que ve:
—Señor, ¿qué pretenden?
El asesino del rey, conoce la casta de los soldados fieles a su hermano:
—Si han decidido dejarse guiar por el espíritu de mi hermano, nada los detendrá.
—Pero somos diez mil y ellos parecen... ¿once?
El comandante enemigo observa y... calla.
Las puertas de la ciudad se han abierto y ha aparecido una extraña formación de guerreros. Once hombres en círculo, pegados unos a otros, con unos escudos rectangulares de cuerpo entero, que les protegen de arriba abajo. Se mueven como un solo hombre y entre escudo y escudo sobresalen largas lanzas con la punta prendida en llamas. Los enemigos se acercan cautelosos, con las espadas en la mano y sorpresa en el rostro. Los observan extrañados y los siguen sin entender. Unos de los jefes hace un gesto para frenar los ímpetus de sus soldados :
—Dejadlos, veamos donde van y hasta dónde llegan. Son once y nosotros legión. Pobres ilusos.
El murmullo y la expectación rodean al pequeño grupo que avanza firme en dirección norte... Hacia la torre de asalto más cercana.
El senescal del rey, que lidera la formación, anima a los suyos:
—Ánimo, no os separéis, manteneos unidos y menead las lanzas para que el fuego disuada lo más posible a nuestros enemigos de que se nos echen encima.
Todos a una, se mueven ligeros hacia su meta, mientras los nervios y la adrenalina suben por momentos.
—¡Por nuestro rey! —grita el mensajero.
—¡Por nuestro pueblo! —grita otro.
En una azotea de la ciudad, la madre del rey y el alcalde observan las operaciones, callados y expectantes. A lo largo de toda la muralla se ha congregado toda la ciudad y presencian atónitos la intrépida apuesta.
La formación continúa avanzando libre de obstáculos hacia la torre de asalto en dirección norte, mientras los enemigos se mantienen rodeándolos a unos metros, expectantes y amenazantes hasta que uno de sus jefes comprende la situación y el objetivo de la temeraria formación, y ordena:
—Quieren llegar a la torre de asalto, debemos impedírselo, ¡A por ellos!
Es el momento que todos estaban esperando: poder lanzarse sobre la presa, pero nadie se atreve a ser el primero en sacrificar su vida. Los primeros que se arrojen sobre la sólida formación serán quemados y ensartados en las lanzas. Los nervios y la ansiedad crecen en ambos lados y el senescal grita:
-¡Aguantad la embestida, sólo quedan cincuenta metros!
Los enemigos los rodean salivando agresividad pero ellos siguen abriéndose paso, blandiendo las lanzas y manteniendo la unidad, hasta que, por fin, uno se atreve a arrojarse contra el grupo. En el momento del impacto la formación se abre y deja paso libre al atacante, volviendo a cerrarla inmediatamente detrás de él. El estupor petrifica a todos y el valiente desorientado se encuentra dentro del círculo con el hacha del comandante numero doce incrustrada en su craneo. Los atacantes han visto como uno de los suyos ha sido misteriosamente engullido por el pequeño grupo, como tragado por la tierra y quedan unos momentos como aturdidos, lo que el senescal y sus compañeros aprovechan para recorrer los últimos metros y llegar a la base de la torre e asalto. Rodean los pilares de la torre, y es cuando los enemigos se deciden, de una vez, a lanzarse contra el pequeño y sorprendente grupo de suicidas.
La embestida es brutal.
Aunque muchos mueren ensartados en las lanzas y quemados por el fuego, al atacar todos a la vez, no queda otra que apretar los dientes y empujar. En cuestión de segundos se produce una montonera, donde miles de atacantes son frenados por once firmes escudos, que oponen resistencia. La misma masa de hombres provocan una situación bloqueada donde nadie se puede mover por el empuje de unos contra otros. Los atacantes más retrasados empujan a los primeros y estos caen al suelo muertos por las espadas de los defensores, lo que provoca una barrera humana infranqueable. Los defensores mantienen los escudos firmes soportando la presión de los muertos que van apilándose a sus pies y protegiendo al compañero que viajaba libre, dentro del círculo. Éste, hacha en mano, golpea las vigas maestras que soportan la estructura de la torre de asalto. Mientras los enemigos escupen violencia y empujan impotentes por la cantidad de cuerpos apilados que les impiden llegar hasta los escudos, el del hacha, implacable, va consiguiendo su objetivo.
Derribar la torre de asalto.
Desde la azotea, el alcalde reconoce impresionado, la valentía y la intrepidez de los doce, que están poniendo en apuros al temible ejército que lleva semanas asediando su ciudad:
—Pero esto no puede acabar bien, aunque consigan derribar esa torre, hay treinta más y nunca podrán salir vivos de ahí.
La reina madre mira al alcalde sin hablar. No hace falta. Sus conclusiones son acertadas. Los valientes no volverán y la acción que llevan a cabo es como un grano en un pajar, pero...
La torre esta a punto de caer. Los atacantes se dan cuenta tarde y muchos gritan impotentes a sus compañeros, para que los dejen huir, pero todos andan apretados unos contra otros y nadie puede moverse en un radio de unos cien metros.
La torre cruje.
El último hachazo.
La torre cae.
El estruendo es bestial y la masa de madera aplasta en su caída a todo el que anda cerca. Unos doscientos enemigos entre heridos y muertos causan baja en el temible ejército acosador, en cuestión de unos instantes.
El grupo de doce también ha sido diezmado. Tres valientes no han podido evitar ser alcanzados por la caída de la torre y han abandonado la tierra de los vivos. El resto se reagrupa rápidamente y corre hacia el barranco que discurre al Este. El enemigo lo ve y reacciona tras ellos, saltando por encima de cadáveres y sorteando los restos de la torre caída. Cuando llegan a unos metros del barranco, el senescal se detiene y ordena:
-¡Barrera de escudos!
El grupo adquiere de nuevo la formación anterior, unos pegados a otros, sólidamente, como un solo hombre. Esperan la nueva y más rabiosa embestida de los enemigos que los persiguen y los rodean. Por los cuatro costados se abalanzan furiosos contra la formación. Como anteriormente, pronto se bloquean unos a otros, empujándose y apretandose contra los escudos. Sin embargo la oposición no es tan estática como debajo de la torre, sino que con un esfuerzo descomunal, los escudos logran avanzar en dirección al barranco. Ligeramente van arrastrando con ellos a los adversarios que ciegos por la pasión de la batalla y las ganas de arrancar sus cabezas, no se dan cuenta que, poco a poco, el terreno firme se está estrechando y comienzan a caer, despeñandose barranco a bajo.
—¡Ha llegado el momento!—grita el senescal.
El precipicio esta ante sus pies y los enemigos no dejan de caer por un lado y de empujar por el otro.
—¡Ha sido un honor luchar a vuestro lado!
El grupo de comandantes con sus escudos se precipita al vacío, arrastrando consigo a un considerable numero de enemigos. Los cuerpos aterrizan aplastándose, contra el lecho y las rocas del río.
En la azotea de la ciudad, el alcalde sin dejar de mirar al lugar de la contienda, reflexiona sobre la generosidad de unos hombres que se han inmolado por un pueblo desagradecido y por unos ciudadanos que habían decidido traicionarles. La reina madre, adivinando las disquisiciones del alcalde, le invita:
—Vayamos a descansar. Ha sido un dia muy intenso. Mañana amanecerá de nuevo.
El alcalde admite la invitación preguntándose si dormirá algo después de lo vivido hoy.
Enfrente, el lugarteniente se dirige al comandante, eufórico:
—Ya está. Acabaron con esos locos. ¿Qué esperaban conseguir?
El conquistador que ha provocado estos tiempos de muerte, le contesta con desprecio:
—¿Te parece poco? Doce de ellos han sepultado a trescientos nuestros. Como cunda el ejemplo, esta guerra puede ser... interminable.
“Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 12)
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