Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Guíame, luz amable. Vida de John Henry Newman (I)

por Cerca de ti

Beato John Henry Newman (I)

Guíame, luz amable

El 19 de diciembre de 2010 Benedicto XVI beatificó al cardenal John Henry Newman, quien, según el Papa, “enseñó que la luz amable de la fe nos lleva a comprender la verdad sobre nosotros mismos, nuestra dignidad de hijos de Dios y el destino sublime que nos espera en el cielo”.

La vida de John Henry Newman, que recorre el siglo XIX casi en su totalidad (1801-1890), y el tipo de santidad que representa, nos recuerdan a san Agustín. La larga, lenta y fatigosa búsqueda de la verdad, la consagración a la reflexión y el arduo ejercicio de la inteligencia, la enseñanza, la predicación y la escritura, la profunda vida espiritual cuyo curso se orienta en todo momento hacia la verdad objetiva procurando ser iluminado por ella. Dos resonantes conversiones, pero no fulminantes, sino graduales, concebidas como un camino que muestra un nuevo tramo al caminante.

Una “formidable conversión –dijo Pablo VI-, madurada, como es sabido, después de laboriosísimas y dramáticas meditaciones”, que tuvieron un precio muy alto para el sacerdote, el prestigioso profesor de la Universidad de Oxford, el reconocido intelectual que lideraba una extraordinaria corriente de renovación al interior de la Iglesia Anglicana, a la cual pertenecía, y que tuvo un precio alto también al interior de su familia.

En efecto, John Henry Newman, cuyo renombre e influencia era superior a la de cualquier obispo de la Inglaterra victoriana, no dejó indiferente a nadie cuando ya no tuvo ninguna duda de que sus pasos lo conducían, inexorablemente, a las puertas de la fe católica, y que por tanto, debía renunciar a todos sus cargos y funciones, y abandonar la Iglesia Anglicana que tanto amaba, a la que tanto había servido, en cuyo seno cultivaba tantas amistades, pero que ahora tenía por cismática.

Sólo un paso, aquí y ahora

Ya hacía tiempo se habían popularizado y se cantaban en los templos anglicanos los versos biográficos que Newman había escrito al iniciar el regreso de un viaje a Sicilia cuando tenía 32 años, y que pertenecen a su poema “The pillar of the cloud” (= La columna de nube), versos que se han transformado en canto también en algunas versiones en español: 

Guíame, luz amable,
las tinieblas me rodean,
guíame hacia delante.

 La noche es densa,
me encuentro lejos del hogar,
guíame hacia delante.

 Protégeme al caminar.
No te pido ver claro el futuro,
sólo un paso, aquí y ahora.

Resonancias, acaso, de aquella luz que las velas encendidas reflejaron en el cristal de la ventana de su cuarto en la casa de Londres, y que el niño John de apenas 4 años veía con asombro desde su cama, y que recordó nítidamente a lo largo de su vida –era un observador implacable y minucioso-. Detrás de las luces multiplicadas en el vidrio, se perdía misteriosamente la noche. Era uno de sus primeros recuerdos, la noche en que Inglaterra celebraba la batalla de Trafalgar, una noche de 1805 en que sus padres habían colocado unos cirios en el alféizar de la ventana para sumarse a los festejos.

En los albores de su memoria John se encontraba con la pequeña luz rodeada de la oscuridad, la pequeña luz que alumbraría las sendas oscuras y que le permitiría avanzar un paso a la vez. En Sicilia fue asaltado por la oscuridad, estuvo a punto de morir, acosado por delirios, altas fiebres,  picaduras de pulgas que se hacían el festín en la posada, alucinaciones, las manos que se ponían amarillas, las uñas que se ensombrecían, el pelo que se caía en mechones…

La persona que lo cuidaba, solicitó al moribundo algunos nombres y direcciones atento a la posibilidad luctuosa de quedarse con un difunto no sólo sin futuro sino también sin historia de un momento a otro. Henry se percibía como arrasado, absolutamente vacío: “Sentía que Dios estaba luchando contra mí”. Y pudo entrever la luz, pudo entrever que no había llegado su fin aún, porque Dios tenía pensado algo para él: “Dios tiene una misión para mí”. Pudo reconocer que hasta entonces había seguido su voluntad y no la de Dios. Y le asaltó una moción ulterior: “tengo que hacer una obra en Inglaterra”. ¿Pero cuál?

Trinity College

John volvió a su vida de Oxford, la célebre ciudad universitaria –articulada en los “Colleges” (= Colegios Universitarios)- ubicada a unos 80 km al noroeste de Londres. Su padre lo había enviado a cursar sus estudios universitarios al Trinity College con tan solo 16 años, un par de años más joven que la mayoría de sus compañeros. En una carta señala que llegaba a estudiar un promedio de entre 12 y 14 horas diarias, y lo cierto es que ganó una beca a la cual podía presentarse todo el que quisiera, y que lo beneficiaría durante 9 años.

Sus dotes intelectuales no pasaban inadvertidas, pero John se exigía tanto que sufría cuando llegaba el momento del examen, y la calificación que recibía no sugería el tamaño de su intelecto ni el dominio que tenía sobre la materia en cuestión. Por otra parte, Newman galvanizaba sus fuerzas y se sobreponía rápidamente a la adversidad. El intercambio de cartas con sus 5 hermanos y sus padres suplía su soledad afectiva. La actividad epistolar de John a lo largo de su vida fue incesante, y se conservan más de veinte mil cartas escritas por él.

En ciertas oportunidades la grosería de la vida estudiantil que convivía con la exigencia académica de los Colleges de Oxford puso de manifiesto la íntima personalidad de John. Se hizo respetar en varias oportunidades cuando una barra de amigotes quiso tomarle el pelo, ponerlo en ridículo porque tocaba el violín o porque no lograban doblegarlo para que se emborrachara en las fiestas. Él se mantenía sereno y firme, y tiempo después, escribió de sí mismo hablando en tercera persona: “A pesar de la suavidad de su talante, había en él ardores de fuego bajo la ceniza engañosa…”.

  
Trinity College, en la Universidad de Oxford

La primera conversión

John se tomaba muy en serio su vida de fe ya en esta época de estudiante universitario, rezando, memorizando pasajes de la Biblia, y buscando orientar su existencia de acuerdo al camino de Cristo. Precisamente el año anterior a su ingreso en el Trinity, cuando tenía 15 años, había tenido un encuentro profundo con Dios, encuentro que se había extendido a lo largo de cinco meses. Newman llamó a este episodio su “primera conversión”, conversión que no se trató de un sacudón fulminante ni emocional, sino más bien de “un gran cambio de pensamiento”.

Este encuentro con Cristo sobrevino en un momento difícil de su vida, cuando su padre, banquero, quebró económicamente y ya no pudo sobreponerse jamás de semejante golpe. A partir de ese instante, John, hermano mayor, supo que sobre él recaería el sostén familiar, tal como sucedió una vez que comenzó a recibir un sueldo como profesor. En su adolescencia John se había entregado a la lectura de autores escépticos que lo habían alejado de la fe familiar.

Influyeron en su conversión la lectura de algunos libros de impronta evangélica que le había acercado un joven sacerdote anglicano del Trinity. Fue entonces que Newman descubrió a los Padres de la Iglesia, los grandes escritores en griego y latín de los siglos IV y V, que tanto influyeron en su vida y que de un modo casi secreto lo conducirían gradualmente al seno de la Iglesia Católica. En ellos John encontró un lenguaje explosivo con el que se sintió muy cómodo, el que surgía de la combinación de la razón griega con el simbolismo hebreo.   

LA ORACIÓN

“El hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia –les digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era antes; gradualmente… se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve impregnado de principios diferentes” (J. H. Newman).

 

 NUNCA TE OLVIDA

Dios te quiere, Dios cuida de ti, te llama por tu nombre.
Te ve y te comprende tal y como te hizo.
Sabe lo que hay en ti,
todos tus sentimientos y pensamientos propios,
tus inclinaciones y preferencias,
tu fortaleza y debilidad.

 Te ve en tu hora de alegría
y en la hora de tu infortunio.

Conoce tus esperanzas
y se compadece de tus tentaciones.

 Se interesa por todas tus ansiedades y recuerdos,
por todos los momentos de tu espíritu.
Te envuelve y te sostiene con sus brazos.

 Nunca te olvida,
tanto cuando ríes como cuando lloras.
Cuida de ti con amor.

 Escucha tu voz, tu respiración,
los latidos de tu corazón.
Te quiere más de lo que tú te quieres a ti mismo.

                              John Henry Newman

 

 

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