Bienvenidos al Infierno
Agustín cabalga a lomos de su alado corcel por las estepas celestiales… en caso de que hubiera estepas en el cielo. El estruendo del gran Sofar llega a los confines del universo espiritual y todos acuden raudos a la cita, ya que la gran trompa solo suena en acontecimientos de suma importancia. Si existiera el tiempo en el cielo, la llamada se podría catalogar de urgente y miriadas de santos acuden como ríos de luz al lugar de la reunión: la gran Asamblea.
A sus grandiosas puertas llegan los hermanos mayores, los grandes santos, que conversan entre ellos sin necesidad de mover los labios. Todos discurren y deliberan el motivo de aquella sorprendente e inusual cita. El Padre no acostumbra a hacer las cosas así, normalmente comparte sus pensamientos con ellos y viven en perfecta visión y comunión entre ellos y él. Todos saben todo y conocen todo. Esta imprevista interrogación no ha lugar en el cielo…
Los santos van tomando asiento en el graderío, cada uno en su correspondiente lugar. Las doradas bancadas se van ocupando con las almas más desarrolladas en santidad, sin dejar de dialogar en grupos o parejas.
Agustín descabalga sin detener su corcel, provocando el vuelo de su blanco hábito al aire… si en el cielo existiera el aire. Entre la multitud de hermanos Agustín descubre la imponente figura de Tomás de Aquino.
— ¿Sabes algo de esto? —le pregunta confiando en la sabiduría del doctor medieval.
—No. —responde Tomás sin rodeos a la vez que abraza a otro recién llegado. Se trata del capitán del discernimiento, Ignacio de Loyola, que discurre mientras avanza hacia el sacro recinto:
—El hecho de que ninguno de nosotros sepa nada de esta gran reunión solo quiere decir una cosa…
Agustín y Tomás le miran sorprendidos mientras toman asiento cerca del trono real dónde se sentarían el Rey y la Reina si el asunto fuera tan grave como para requerir su presencia. Ignacio prosigue su discurrir:
—…Que ésta gran asamblea no ha sido convocada por el Padre…
Agustín observa que Miguel y los suyos van tomando posiciones discretamente en las galerías superiores del palacio. Tal despliegue de las tropas de Miguel, terminan por inquietar profundamente a Tomás que también ha reparado en la toma de posición del ejército angélico. Desde el banco superior de atrás se inclina Francisco de Asís para participar en el discurrir de sus hermanos:
—Pero si no la ha convocado el Padre, ¿entonces quién?
En ese momento un gran rumor viene del otro lado de las puertas que se abren estrepitósamente, provocando el estupor y el silencio en el palacio. Ante la expectación general de la Asamblea, hace acto de presencia un hermoso ángel, desplegando sus hermosas e interminables alas, flanqueado por otras dos hermosísimas y brillantes criaturas. Es la luz más bella...
—Es Luzbell. —susurra Tomás sobrecogido.
—¡Bienvenidos, bienvenidos…! —resuena la potente voz del príncipe de las tinieblas, mientras alza sus gráciles brazos y ríe socarronamente.
El ambiente se ha tornado incómodo y desagradable. Los santos se remueven en sus asientos mientras la bella presencia maligna se pasea por el centro de la asamblea contorneándose y mirando divertido a su obligado público.
—Sí queridos, he sido yo el que os ha convocado aquí hoy. He presentado una solicitud a vuestro Padre que os incumbe a todos… ¡Incumbe a los cielos y la tierra entera!
Miguel da órdenes a los suyos para que tomen posiciones defensivas y estén en máxima alerta ante cualquier movimiento extraño de Lucifer. Los santos, por su parte, se miran unos a otros buscando apoyo y fortaleza. Nunca se acostumbrarán a la insidiosa presencia del príncipe del mundo en las moradas celestiales, cada vez que el Padre se lo permite.
Una potente voz truena desafiante desde el fondo de la sala:
—¿Qué es lo que deseas? —el pequeño gran cura de Ars se ha levantado y reclama la atención del Leviatán y éste se dirige a él con cierta molestia, quizás recordando viejos tiempos en los que nada pudo contra el pequeño santo:
—He solicitado a vuestro Padre que me conceda la posibilidad de una gran tentación a nivel mundial, una grande y potente que aplaste al hombre definitivamente, una espada que atraviese el alma de los elegidos, una fuerte ola que arrase la resistencia humana. Y vuestro Padre admitirá el fracaso con sus hijos de una vez por todas. No le quedará más remedio que acabar con esta farsa.
—¿Pero de qué hablas? El único farsante eres tú.
—Durante tantos milenios he esperado una oportunidad como ésta... He esperado y esperado una ocasión para poder poner las cosas en su sitio por fin: el hombre debería ponerse a nuestro servicio y no al revés. La debilidad y el engreimiento humanos han tocado a su fin. Al Padre no le quedará más remedio que afrontar el fracaso de... su plan.
Un viento helado recorre la sala y entre los santos se impone un silencio conmovedor, todos saben de la potencia del maligno si tuviera vía libre para hacer o más bien... para deshacer. Miguel mantiene su elevado puesto de mando desde dónde vigila cada movimiento del enemigo y ordena a varios de los suyos que tomen posiciones detrás del graderío para guardar las espaldas de los santos. La tensión sigue subiendo.
—¿Qué tienes preparado? ¿Vicios, inmoralidad?— pregunta Benito sin levantarse de su asiento con aire despectivo.
Belcebú notando ese desdén de su adversario responde con superioridad:
—¿Más? ... los tengo en mis manos, tengo esclavizado a medio mundo con el amor al dinero, los placeres y el pansexualismo.—sonríe satisfecho mientras adopta una apariencia más femenina y acaricia turbadoramente con el dorso de su mano el hombro de una de las criaturas que le acompaña—no, no. Estoy hablando de tentar de una forma más sutil a los elegidos, a los comprometidos, a los que responden a la llamada.
Entre la desaprobación general destaca la voz de Bernardo de Clavaral:
—¿Herejías, relativismos,... confusión?
El Demonio se encuentra encantado siendo el centro de atención y se pasea contorneándose por el gran salón. Su aspecto cambia constantemente, a veces más femenino, otras veces adopta formas animales, otras queda completamente ambiguo, pero siempre con una sonrisa burlona y autosuficiente en los labios y en el alma... Si en el cielo se pudieran distinguir los labios y al demonio le quedara algo que se pudiera llamar alma.
—La verdad es que me divierto bastante con vuestras luchas internas. Me sigo sorprendiendo de la facilidad con que mis agentes crean confusión en vuestras filas por cuestiones de poca importancia. Vuestra parte militante la mayoría de las veces no sabe contra quién lucha... esa es mi ventaja,—repentinamente su aspecto cambia, su piel se vuelve oscura y sus ojos respiran fuego, sus extremidades se convierten en patas con pezuñas y su voz suena negra y profunda. Miguel da orden de rodearle protegiendo a los santos inquietos en sus bancadas y de un salto se coloca frente a la bestia que prosigue sus argumentos— ¡No!. Yo hablo de tentar poderosamente a las almas tontas y débiles que confían plenamente, a esas que responden al mal con el bien, a esas que mantienen el testimonio, a esas que no se cansan de amar y perdonar a sus hermanos, al enemigo y a Dios, a esas que no desafallecen... ¡me repugnan!
Después de escupir como una llamarada de fuego por sus fauces, Miguel y los suyos le cercan apuntándole con sus lanzas doradas. La situación es turbadora e inquietante. El mal siempre trastoca el equilibrio y produce tensión, pero ésta se diluye repentinamente y se serena el ambiente cuando en ese momento, aparecen el rey y la reina. Jesucristo en persona y María hacen acto de presencia en la Asamblea. Se sientan en el trono produciendo una ola de amor y calor a su alrededor que los santos agradecen sobremanera después de los últimos momentos vividos. La presencia del rey no deja ya lugar a dudas de la importancia del momento, la reclamación del tentador es sumamente grave y está en juego algo de importancia cósmica. La bestia retoma la palabra mientras su aspecto retorna a la apariencia femenina y delicada del principio y señalando al rey continúa su argumentación:
—imaginaos que dejan de mirarle por un instante, que no sienten su amor, no son consolados ni animados. Imaginaos al hombre sin él, imaginaos al hombre sin Dios.—los santos se miran entre sí e intentan comprender a dónde quiere ir a parar— imaginaos al predicador sin amor, al maestro sin criterio, al pastor despreocupado de sus ovejas. Imaginaos al generoso pidiendo cuentas, al amante desesperanzado, al servidor cansado de sostener a los demás... ésta es la gran tentación de la que me he servido a lo largo de la historia de la humanidad para apartar al hombre del camino de la santidad: el desaliento. La pérdida de la esperanza, la desconfianza en el éxito final, la ineficacia del amor y el sacrificio,... es la gran tentación de las almas elegidas. Mi solicitud no es nueva,—los santos saben bien de lo que habla— … lo que pido es que el hombre sufra la especial tentación de un potente desaliento, para ver de lo que es capaz sin tantos... mimos.
Los santos hablan entre sí discutiendo el alcance de todo esto. Agustín, el doctor de la Gracia mira hacia atrás y se dirige a Francisco, el pobre enamorado de Dios:
—Si el Padre le concediera esto, una ola de desamor invadiría el universo. El individualismo, la contienda y la tiranía arrasaría con fuerza todo espíritu consolador.
Y Francisco termina la frase:
—...la caridad de la mayoría se enfriaría...
Y Tomás, el doctor angélico, finaliza:
—...pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días,... o no se salvaría nadie.
Ignacio mira al rey escrutando su faz para interpretar sus intenciones pero la impasibilidad y la serenidad imperan en el trono, mientras los santos discuten en un gran bullicio:
—No se lo concederá.
—No permitirá tal debilidad.
—No pondrá al hombre en tal tesitura.
—No...
De repente una voz potente como el trueno sacude todos los cimientos del universo:
—¡Que así sea!
El Padre ha hablado.
La estupefacción recorre la gran sala. El Padre ha concedido permiso al Diablo para tentar a los elegidos de una forma terrible.
Miguel y los suyos bajan las armas derrotados, mientras el tentador y sus acompañantes gozosos explotan hacia arriba como una luz fulgurante y su susurro llega hasta el confín del mundo:
—Queridos y muy amados hombrecillos, por fin...¡Bienvenidos al infierno!
Y como un rayo cae a la tierra arrastrando a miles de secuaces y subalternos preparados para la misión.
La gran tribulación ha comenzado.
En el trono, el rey y su madre se levantan sin perder su majestuosa serenidad, mientras la consternación impera en la Asamblea. El golpe ha sido fuerte e inesperado, los santos han quedado abatidos e inmóviles en sus asientos y esperan alguna explicación o indicación. María se dirige a ellos con amor y confianza, señalando a su hijo:
—Haced lo que él os diga.
Jesucristo posa su mirada en las almas como si solo cada una de ellas existieran y pronuncia con solemnidad:
—¡En pie. Preparaos para la gran intercesión!
Momentos inciertos aquejan a la humanidad como no han habido otros.
La ocasión es única y determinante.
Ha llegado el momento de la gran prueba.
“Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: "Mi señor tarda", y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 24, 48)