Un don de Dios
Cincuenta años han pasado desde que se inauguró el Vaticano II. Tenemos más arrugas, más kilos, más achaques. ¿Tenemos más santidad? ¿Más sabiduría?
Lo que sí tenemos es más experiencia. Ya no vemos el Concilio con los ojos ingenuos y entusiasmados con que lo vieron sus protagonistas. Tampoco con las gafas negras con que lo ven sus críticos. Me pregunto, ¿qué diría Martín Descalzo, el autor inolvidable de aquel imprescindible "Un periodista en el Concilio", si tuviera que hacer un juicio del mismo hoy? Posiblemente diría lo que le escuché en tantas ocasiones, lo que dijeron hace veinticinco años los obispos que analizaron su puesta en práctica: fue un episodio extraordinario en la vida de la Iglesia, cuya aplicación ha estado llena de luces y de sombras.
Pero no hablemos del postconcilio, sino del propio Concilio. ¿También hubo claroscuros en el mismo? Un Concilio que no definió ningún dogma de fe no puede pretender ser considerado él mismo como un dogma de fe. Personalmente algunos documentos me parecen más logrados que otros y, de todos es sabido, que en varias ocasiones se logró un compromiso, porque Pablo VI hizo saber que si, no se conseguía, él no firmaría esos textos. El decreto de ecumenismo, el de medios de comunicación y cuestiones de fondo como la posibiloidad de salvación fuera de la Iglesia o la reforma litúrgica, para mi gusto tendrían que haber sido más trabajados. Del mismo modo que, como pidieron en su momento los obispos españoles, hubiera dedicado un apartado especial a la Santísima Virgen.
Sin embargo, mirado en su conjunto, fue una gracia de Dios. De lo que se trata es de saber qué hemos hecho con él. ¿Se ha aplicado con criterio de ruptura o de continuidad? ¿Se quiso renovar la Iglesia o hacer otra Iglesia? Quizá ahí está la clave de todo.
.