Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Un matrimonio diferente

por Cerca de ti

Santa Catalina de Siena (I)

Un matrimonio diferente

Catalina Benincasa (1347-1380) vivió apenas 33 años. Pío II la canonizó en 1461, Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia en 1970, Juan Pablo II la proclamó patrona de Europa en 1999. La Iglesia celebra su fiesta el día 29 de abril.

El matrimonio Benincasa -el tintorero Jacobo y Lapa-, disponían de una amplia y espaciosa vivienda situada a los pies de la colina de Camporegio, en Siena, Italia. La cima de la colina estaba dominada por el convento amurallado y la iglesia de la orden dominica. A la edad de tan solo seis años, de regreso a su casa y acompañada por su hermano Esteban, la pequeña Catalina miró hacia arriba, miró hacia el campanario, miró aun un poco más allá, y entonces contempló una hermosa escena en el cielo dichoso: Jesucristo, y a su lado san Pedro, san Juan y san Pablo. Esa fue la primera visión entre tantos favores y gracias que recibiría de parte de Dios, e inspiró el anhelo de una felicidad total en el corazón de aquella niña, que en adelante sentiría incontenibles deseos de recogimiento, búsqueda e intimidad de Dios.

El hogar de los Benincasa, la “Fulónica”, estaba lleno de vida y alegría. Jacobo y Lapa habían tenido 25 hijos. A Catalina le había tocado el puesto número 24. La penúltima. Su hermana gemela había muerto, pero luego llegó otra hermanita más. Sin embargo, por entonces sólo sobrevivían trece hermanos, y los mayores estaban ya casados. Entre tanto alboroto, bullicio, conversaciones y novedades, la pequeña Catalina se sentía en tierra extraña. Puede resultarnos muy difícil comprender que ya entonces aquella niña se había decidido radicalmente por Dios, que ya lo había elegido para siempre, y que no deseaba otra cosa más que Él. Puede resultarnos increíble que Catalina, con sólo 7 años, para sellar su voluntad de darse exclusivamente a Jesús, hizo votos de castidad, se entregó definitivamente al Señor, y meditó profundamente en el paso que había dado. Ese carácter resuelto e impetuoso fue el distintivo de su persona y su santidad.  

La familia quería reconducir a la normalidad a aquella oveja díscola del rebaño, que manifestaba una espiritualidad y determinación infrecuentes en los niños, que llegó incluso a traspasar las puertas de la ciudad en busca de alguna gruta que le ofreciese el lugar retirado que ella necesitaba. Al pisar la adolescencia, la madre se pone en campaña para casar a su hija, como corresponde. Pero para ello es menester enmarcar más adecuadamente ese rostro, arreglar el pelo indócil que se rebela agreste y caprichoso, embellecer y acicalar como conviene a una muchacha para que se vea más y más atractiva. Pero los ojos grandes, oscuros y luminosos de Catalina no miran más que un rostro desde hace mucho tiempo, y no desean mirar ningún otro. Y eso ya está decidido. Es necesario dar un signo a la familia y echar mano a la tijera. Catalina se rapa la cabeza y la cubre con un paño. Y entonces Lapa ya no puede más, y la familia ya no puede más. La situación se resuelve del siguiente modo: Catalina sustituirá a la sirvienta así se deja de pavadas, de ensimismamientos y plegarias, devociones y piedades, y así se ciñe a las rutinas y exigencias de esta vida. “Quien no tiene combate, no tendrá victoria, y quien no vence queda confundido”, dirá años más tarde Catalina. Arrojada al estrépito de la cocina, los platos, la limpieza, la algarabía hogareña, concibe su celda del alma, su espacio secreto de encuentro con el Señor, un lugar inviolable a resguardo de todo asalto, burla y peligro, donde cultiva su amistad con Jesús. Concibe también un juego de representaciones, un teatro espiritual, podríamos decir, en que sus padres pasan a ser Jesucristo y la Virgen María, y sus hermanos, los apóstoles, con lo cual el servicio doméstico al que se encuentra entregada día y noche se transforma en realidad en un estar en las cosas de Dios las veinticuatro horas del día. Además, su familia está encantada por el trato que les brinda la nueva doméstica, y a la vez sorprendida por la alegría y entusiasmo con que cumple su condena. Catalina, entre tanto, sueña que santo Domingo le entrega el hábito blanco y negro característico de los dominicos. Era lo que siempre había querido. Anunció a su familia que se había resuelto a tener a Jesucristo por esposo. Y a estas alturas… la familia ya no quería disputar con ella.

Habiendo alcanzado sus 15 años Catalina cae seriamente enferma, con fiebres altas y ampollas en el cuello y brazos, y Lapa no sabe ya qué hacer. Pero la enferma le dice que sólo se sanará si entra finalmente a las Hermanas de la Penitencia, conocidas como las Hermanas del Manto, debido al manto negro dominico. Se trata de la Tercera Orden de la familia religiosa de santo Domingo, la cual, vinculada por una regla, por una superiora y por la espiritualidad dominica, no obliga a vivir en comunidad, sino que sus integrantes pueden continuar en sus hogares particulares. Algunas hermanas fueron con ánimo más bien negativo a visitar a la enferma, en razón de su corta edad, pero fue tal la impresión al escucharla hablar del amor de Dios, que resolvieron permitirle el ingreso. Desde entonces, Catalina no dejó de llevar el hábito blanco y negro, símbolo de pureza y humildad. Una habitación de su casa se convirtió en su celda de religiosa. 

En las primeras épocas, Catalina fue favorecida con gracias especiales de parte de Dios, como son las visiones, y las locuciones. Ella escucha la voz de Jesús que le habla. 

Jesús le enseñó a discernir entre verdaderas y falsas visiones. Si son auténticas, conducen a la humildad; si son falsas, a la soberbia. Y luego puso en Catalina el fundamento de su vida espiritual y su felicidad, consistente en conocer quién es Dios, y quién es ella: “Tú eres la que no es, y Yo, el que soy”. Recordemos que en Éx 3,14 Dios revela su nombre: YHWH, “Yo soy”. Entonces Catalina descubre que, siendo ella nada, no puede apoyarse en sí misma, sino sólo en el que es, en Dios. Su posibilidad de ser es dejarse recrear en su nada por el Creador, dejarse llenar en su vacío, en su no ser por Aquél que es. Su posibilidad de ser es dejarse llenar de amor por el Amor. Catalina reconoce su nada, y da el adiós al amor propio: “Tenemos, pues, razón suficiente para humillarnos y desprendernos de nosotros, porque nada hay que esperar de lo que nada es”. Una vez más su ímpetu decidido, su talante imperioso para consigo misma la apremia, y Catalina se lanza a las profundidades del amor de Dios: 

“¡Oh, amor propio y temor servil!, tú ciegas el entendimiento y no le dejas ver la verdad; privas de la vida de la gracia, del dominio sobre el alma; haces al hombre insoportable a sí mismo porque desea lo que no puede obtener, y lo que puede conseguir lo posee sufriendo y siempre temiendo, sufre por no quedar cumplida su voluntad. Por lo cual, hablando con propiedad, experimenta el infierno en esta vida”. 

A tan temprana edad, Catalina entra con decisión en la libertad de los hijos de Dios, emprendiendo un viaje desasida de sí misma, con la mirada puesta sólo en quien puede darle la vida verdadera, en quien la invita a desapegarse de toda posesión, en quien tiene el poder de infundir el espíritu de las nuevas realidades, la luz irradiada desde un lugar que no es el propio, que simplemente llega de lo alto, y cuando lo hace, se difunde en el corazón, entibia la existencia, abre el deseo de la felicidad que ya no depende de frágiles esfuerzos o de impulsos repentinos, despierta la esperanza en Aquél que puede colmar el anhelo profundo de ser amada, de ser acogida sin condiciones, de ser aceptada sin tener que dar nada a cambio…  

Catalina roza el límite del no ser, toca las fronteras de aquello que sabe es sólo aparente y efímero, y en ese perderse, en ese morir, su existencia es alcanzada por “Yo soy”, por la palabra que recrea y llama a la vida plena, al gozo del encuentro con Dios. Catalina conoce ese amor que suscita en ella el amor por los otros, crece el deseo de servirlos, para encontrarse allí con el que es, con el Dios que ha deseado desde niña, que ha amado desde siempre, que iluminó sus ojos cuando pudo entrever tanta belleza al alzar su mirada, siendo pequeña, a lo alto de la colina, más allá del campanario… Quiere entregarlo todo. “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará… Pues ¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo, si pierde su vida? ¿Qué puede dar uno a cambio de su vida?”. Sí. Catalina ha preparado su tierra, la ha limpiado, la ha  dejado pronta para plantar en ella la cruz. Ha dejado todo dispuesto para morir a todo lo que tiene que morir, para entrar en la Vida de Dios.  

Cristo se le aparece nuevamente: “Hija, piensa en Mí; si lo hicieres, Yo pensaré en ti”. Ella, en su nada, sólo desea hundirse en su Creador, estar vacía para unirse a él, no por interés, sino por amor. Estas palabras le infunden mucho ánimo, sabe que el Señor la acompañará en todo momento. 

Seguirá, sin embargo, en este proceso espiritual, la sucesión de grandes tentaciones para Catalina, tentaciones que la impulsan a vivir como las demás mujeres, a amoldarse a la vida común, a conseguir un marido, a tener hijos, a formar una familia. Simultáneamente, siente la ausencia de Dios, el dolor de su abandono, la falta de auxilio, la noche oscura del alma. La joven que no tenía aun 20 años se ve sin seguridad alguna, pero persevera en la oración, refugiándose en el Señor. No quiere desandar los pasos, sino continuar con su camino, a pesar de todo. Pero lo que más la atormenta no es el combate con las tentaciones, sino su sentido. Y no encuentra ninguna explicación. 

Entonces comprende el porqué de las tentaciones. Recuerda que ella había pedido a Dios el don de la fortaleza. ¡Y Dios se lo había enseñado! Las tentaciones y las penas le habían enseñado a confiar solamente en Dios, a apoyarse en él. Siguieron tiempos de intimidad extraordinaria. Un día el Señor le comunicó algo que para ella resultó incomprensible: “Yo te desposaré conmigo en la fe”. Entonces Catalina vio cómo se abrían las puertas de su celda y aparecían la Virgen, san Juan, san Pablo, santo Domingo y el rey David, cítara en mano. La Virgen le tomó la mano, y Jesucristo puso en su dedo un anillo con cuatro perlas y un diamante de luz deslumbradora en el centro. Al desaparecer la visión, aunque invisible para el resto, el anillo permaneció allí presente y sensible, para siempre, en la mano de Catalina. 


Frases de santa Catalina de Siena 

Ordenad y regulad dulcemente vuestra vida, sin demora, pues el tiempo no espera por vosotros. 

Debemos amar aunque no tuviéramos provecho alguno. Aunque nos perjudicara el amor, a pesar de todo debemos amar. Eso hizo Él, que nos amó sin ser amado por nosotros, no por utilidad, ni por perjuicio que le pudiera venir por no amar. 

Es humano el pecar, pero la perseverancia en el pecado es cosa del demonio. 

Aunque te lleguen las tentaciones, no dejes la oración ni te turbes, porque ninguna tentación es pecado sino en cuanto la voluntad la consiente. 

¡Oh, misericordia! El corazón se sofoca pensando en ti, pues dondequiera que intente fijar mi pensamiento no encuentro más que misericordia. 

No queráis elegir ni el tiempo ni el lugar a vuestro modo, sino estad contento con el que Dios os ha proporcionado. 

Dios no exige más de lo que podemos hacer. 

Si el corazón se desprende del mundo, se llenará de Dios y si se desprende de Dios, se llenará del mundo. 

La humildad es la virtud pequeña que engrandece ante la presencia de Dios.

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