Sábado, 02 de noviembre de 2024

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¿Quién escribió la Biblia?

por Cerca de ti

 ¿Quién escribió la Biblia?

La palabra de Dios no es algo ajeno ni extrínseco a la vida del pueblo de Dios, no es un discurso caído improvisamente de lo alto, no es una carta que se deslizó repentinamente por debajo de la puerta, sino que más bien debemos entender como el fruto de una palabra que se ha hecho diálogo, que se ha ofrecido, que se ha dejado asir, escuchar, proponer, responder, que ha vivido de generación en generación, oralmente, transmitida de padres a hijos –“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”-, una palabra que fue moldeando la misma vida social, cultural, de Israel primero, de la Iglesia después.

Es una palabra que fue creciendo en profundidad, en cercanía, en el corazón de aquellos que desearon recibirla. Una palabra que, viniendo de los cielos, se hacía misteriosamente tierra y cercanía, y que iría descubriendo, de modo progresivo, la realidad personal de un Dios que invitaba al encuentro, que se dejaba nombrar, invocar, buscar y encontrar. Una palabra que era percibida en acontecimientos decisivos, felices o aciagos de aquel remoto y pequeño pueblo de Israel, que exigía ser comprendida en el tiempo, aguardada en la espera, sondeada en los silencios y las ausencias. Un Dios que se entreveraba en el quehacer y las preocupaciones de cada día, un Dios viajero que acompañaba al pueblo, y que, siendo tan grande, gustaba de lo pequeño, del encuentro aquí y en este lugar. Un Dios que entraba en el tiempo, el espacio y la circunstancia de lo concreto, y que, sin embargo, era simultáneamente inasible, majestuoso y escondido.

Pero un Dios cuya existencia no remite a una energía impersonal que vaga por la naturaleza habitándola caóticamente, sino una presencia que es Palabra real y personal, que imprime sentido y orientación siempre, que muestra a ese Dios como Alguien trascendente y santo, más allá de los horizontes humanos y del mundo conocido, el totalmente Otro, único, íntegro, inteligente, simple y sin dobleces, distinto a todo y a todos los demás: “Yo soy el que soy”. Un Dios que habla, que se manifiesta, que se deja conocer “para que el hombre pueda entrar en su intimidad” (Catecismo, nº 35). Es la humildad de Dios que se hace pequeño para ir al encuentro y darse a conocer.  

 

“En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres les habla en palabras humanas: ‘La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres’ (Dei Verbum 13).”

Catecismo, nº 101

Su condescendencia, su inclinarse hacia nosotros, su actitud de abajarse y avenirse a nuestros límites, anuncia una condescendencia más radical y jamás imaginada por persona alguna: hacerse hombre y venir personalmente a nosotros, para asumir todo lo nuestro. “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros”.  

“A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud”.

 

Catecismo de la Iglesia Católica, nº 102

Cuando decimos que las Sagradas Escrituras son palabra de Dios… ¿estamos afirmando que esas palabras fueron directamente pronunciadas por Dios, y entonces, los escritores sagrados, como buenos taquígrafos, se habrían limitado a tomar nota sobre el pergamino? Sabemos que no, sabemos que antes de llegar al papel y a la letra, la palabra de Dios ha recorrido un largo viaje. En realidad, en palabras del gran biblista Gianfranco Ravasi, “los textos bíblicos tienen por detrás una compleja historia ‘editorial’”. Dios ha querido que su palabra fuera silabeada con las palabras pobres y torpes y frágiles de su pueblo, palabras situadas por múltiples y diferentes contextos históricos, sociales,  culturales y lingüísticos, palabras mediadas por personalidades literarias y temperamentos diversos, por la libertad de aquéllos que pusieron en juego su talento y experiencia, su cultura y creatividad, su estilo e inteligencia para plasmar en la palabra escrita, la misma palabra que hablaba desde lo Alto en el interior de sus corazones y de su pueblo. 

 

“La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas su partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería.”

Dei Verbum 11 

Este importante texto del Concilio Vaticano II, podemos observar, habla por una parte de Dios como autor, y por otra, de hombres elegidos por él que escribieron como verdaderos autores, actuando bajo la inspiración del Espíritu Santo. La Palabra, una vez más, es fruto de la comunión, es decir, Dios ha querido escribirla en colaboración, o, al decir nuevamente del cardenal Ravasi, los textos bíblicos son “inspiración, pero a varias manos”.

 

EL SOPLO DE DIOS

 

“Toda la escritura está inspirada (en griego “theopneustos”) por Dios”, leemos en 2Tim 3,16. La  palabra theopneustos significa “soplo de Dios”.

En esta “compleja historia editorial” interviene el soplo de Dios. Esta discreta acción del Espíritu Santo, no sólo obra en el hagiógrafo (el escritor sagrado). Actualmente “se comprende que la inspiración divina es un concepto mucho más amplio; que define al profeta o al apóstol, pero también al escrito a él atribuido y a todos aquellos que han guiado a Israel y a la Iglesia en nombre de Dios y que han cumplido alguna función en la comunicación de la revelación divina” (G. Ravasi).

 

“Por tanto, para interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras. Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los ‘géneros literarios’ usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo” (Catecismo, nº 109-110).

Pero esto no es suficiente. “La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita” (Dei Verbum 12,3), hay que leerla desde el mismo soplo de Dios, desde el corazón de Dios, porque de él brota. “Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión” (Santo Tomás de Aquino), a partir de la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Es este acontecimiento que permite ver la unidad de toda la Escritura. Es desde aquí, desde esta experiencia eclesial y personal de la fe que se puede comprender la Biblia, que se puede entender “la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación” (Catecismo, nº 114). La Palabra sólo puede ser penetrada si nos acercamos a ella en “la Tradición viva de toda la Iglesia” (Catecismo, nº 113), en ese “río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad”, “la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes” (Benedicto XVI).    

 

 

“Tu palabra es antorcha para mis pasos, y luz para mis caminos”

Sal 119, 105

 

 

“Así como el apetito es buena señal de la salud para el cuerpo, así también el gusto y amor a la Palabra de Dios es señal grande de la salud de nuestra alma”

San Juan Crisóstomo

 

“Recuerden que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo.

San Agustín

“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre roca.”

 

Mt 7, 24s



 

Y LA PALABRA SE HIZO CARNE

 

Al principio ya existía la Palabra.
La Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Ya al principio ella estaba junto a Dios.

 Todo fue hecho por ella
y sin ella no se hizo nada
de cuanto llegó a existir.

 En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres;
la luz resplandece en la oscuridad,
y la oscuridad no pudo sofocarla

 
Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
a fin de que todos creyeran por él.
No era él la luz, sino testigo de la luz.

 
La Palabra era la luz verdadera,
que con su venida al mundo
ilumina a todo hombre.

 
Estaba en el mundo, pero el mundo,
aunque fue hecho por ella, no la reconoció.
Vino a los suyos,
pero los suyos no la recibieron.


A cuantos la recibieron,
a todos aquellos que creen en su nombre,
les dio capacidad para ser hijos de Dios.

Éstos son los que no nacen por vía de generación humana,
ni porque el hombre lo desee,
sino que nacen de Dios.

 
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros;
y hemos visto su gloria,
la gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.

 
Juan dio testimonio de él, proclamando:
_Éste es aquél- de quien yo dije:

“El que viene detrás de mí es superior a mí,
porque existía antes que yo”.

 
En efecto, de su plenitud todos nosotros
hemos recibido gracia en abundancia.

Porque la ley fue dada por medio de Moisés,
pero la gracia y la verdad
nos llegaron por medio de Cristo Jesús.


A Dios nadie lo ha visto jamás;
el Hijo único, que es Dios
y que está en el seno del Padre,
nos lo ha dado a conocer.


Jn 1, 1-18

 

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