Un toque de Gracia (I)
Año de nuestro Señor de 1350. Ando vagabundo entre bosques y valles cercanos al pirineo central… solitario, silencioso y amargado. Mi nombre es John Schneider, tengo la lepra y esta es mi historia.
Provengo de Flandes dónde he sido comerciante de telas. Mi vida y mi mente siempre han estado dominadas por el sentido del tacto, un sentido innato y desarrollado a lo largo de los años hasta la excelencia: sedas chinas, lanas castellanas, linos persas… Los tejidos son como la piel, los hay de distintos colores, texturas y olores. Delicados como el terciopelo, ligeros como las gasas y brillantes como el satén. Y las pieles son como las personas: ásperas, gráciles, fuertes… soy amante de las texturas, de las personas y de la vida, por eso peregrino amargado en mi soledad y mi insensibilidad. La primera vez que intuí que la lepra cabalgaba en mi cuerpo fue cuando no pude distinguir las diferentes calidades de una seda de Damasco. Observé las ronchas de mis manos y las yemas de mis dedos rojizas e insensibles y comprendí que mi vida estaba acabada. Durante unos meses pude mantener oculto mi mal, pero todo se precipitó cuando mi mujer y mis hijos tuvieron los primeros síntomas. Hasta entonces disimulaba solicitando su ayuda para detectar defectos o valorar texturas, pero en ese momento nuestro negocio y nuestra vida estaban sentenciados. Lo primero que pensé es que Dios me castigaba al haberle ofendido por mi amor al dinero y al placer y por mis constantes devaneos con mujerzuelas, pero ¿cómo podía sospechar el peligro, si hasta el mismo Papa era sabido que amaba las riquezas y tenía líos de faldas? Confesé mis pecados, hice penitencias y sacrificios pero nada me consoló. La sombra de la ruina avanzaba inexorable, cerramos el negocio e ingresamos en una leprosería a las afueras de Gante. Realizamos todo el ritual: la última misa como miembros de la sociedad, la entrega del burdo hábito parduzco, la escudilla y el bastón, y la famosa sentencia “mueres para el mundo, naces para Dios”. Y así cerraron las puertas tras nosotros, materializándose la expresión “muertos en vida”.
Por aquel entonces me preguntaba si sería posible que mis desgracias aumentaran… y obtuve rápida respuesta.
Síntomas de una nueva enfermedad aparecieron por doquier. Ganglios en las ingles y axilas, dificultades para respirar, vómitos y mareos se llevaban a las personas en apenas ocho días. La peste arrasaba el mundo conocido. Mi mujer y mis hijos fueron de los primeros en caer víctimas de la muerte negra. El sufrimiento colapsaba mi alma mientras veía arder sus cadáveres. La guerra entre ingleses y franceses, el hambre, la enfermedad… el mundo que yo había conocido y amado se derrumbaba sin remedio y yo con él. Días oscuros, tristes y malolientes se sucedían uno tras otro. Había tocado fondo y ya no podía empeorar más mi situación… ¿o sí?
Comenzó la caza de judíos a los que se hacían responsables de la epidemia de peste. Yo soy cristiano, de padres cristianos, de abuelos cristianos, pero descendiendo de judíos y mi apellido podía dar lugar a confusión. Así que decidí huir en busca de amparo hacia Avignon, en cuyas tierras, el Papa Clemente VI ofrece protección a los judíos.
Huyendo de la guerra, de la peste y de la superstición, me encuentro ahora en estas tierras solitarias, frías y llenas de grutas. En una de ellas me dispongo a pasar la noche, cerca de un río a escasas millas de una aldea que apenas diviso por la falta de luz. Refresco mi deformado rostro con agua del río y tomo un poco de pan duro mientras recuerdo el pasaje de la Biblia que dice: “Que se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza”. Con la derrota en el alma y el cuerpo roto me quedo dormido con la cabeza sobre una dura roca…
Tengo un sueño.
Veo a mi familia junto a un grupo de gente inmenso que entran cantando por unas grandes puertas de oro de un enorme palacio. La alegría es inmensa y todo el mundo irradia una gran felicidad. Los cánticos y trompetas inundan el espacio mientras mis hijos y mi esposa, me miran desde el umbral de las puertas, como si se despidieran contentos. Experimento una leve ansiedad por acercarme a ellos y entrar a su lado, pero una mano suave y calurosa sobre mi hombro me lo impide. Me giro y compruebo que es una hermosa dama resplandeciente que cogiendo mi sano rostro entre sus manos, me sonríe y sin mover los labios me dice:
—Todavía no, hijito mío.
El piar de un ave me despierta y me quedo inmóvil mirando el techo de la gruta. Los primeros rayos de sol iluminan la roca húmeda. Me siento bien. Tengo una vívida sensación de estar en presencia de los cielos. Sé que he soñado, pero no ha sido un sueño cualquiera. Algo ha cambiado en mí. Me siento descansado y ligero, como si hubiera volado un peso de mi espalda. No me duele nada a pesar de mi enfermedad. Me incorporo y salgo al exterior a lavarme la cara en el río. Tomo unas migas de pan para desayunar y me doy cuenta de que comprendo muchas cosas. Sin duda he soñado con lo sagrado y hay en mi interior una certeza de la existencia del reino de los cielos.
Y comprendo.
Comprendo que toda está bien, que he vivido toda mi vida en una religión de superstición y miedo. Comprendo que la fe es un Don del cielo y no se compra ni se vende como estoy acostumbrado en mi negocio. Solo se puede pedir y desear.
Comprendo que se trata de amar… de saber amar aquello que se debe amar. Resuena en mi mente aquel pasaje del evangelio: ”Donde está corazón está tu tesoro”, y comprendo que mi interés, mi atención, ha estado siempre en mí mismo y todo cuanto he poseído lo he tratado de una forma egoísta y vanidosa.
Comprendo que he vivido apegado y apoyado en mil cosas y personas y que mi frustración y mi pena nacen de haberlas perdido, mientras que debería dar gracias al cielo por haber disfrutado de ellas. Comprendo que debo decir adiós, debo despedirme y dejarlas ir. Quiero mirar hacia delante, porque reconozco que los cielos me contemplan, me perdonan y me consuelan. Necesito decir adiós a la culpa, a la tristeza y a la soledad que provocan mis afanes. Y completo el pasaje bíblico que anoche me venía a la cabeza: “Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor”
Tengo una nueva oportunidad. Se abre ante mí una nueva etapa fiado y apoyado en solo Dios… sin más seguridades.
Debo proseguir mi camino hacia el este, hacia la corte papal de Avignon, mi viaje no ha acabado y debo desentrañar lo que Dios tiene dispuesto para mí. Rezo una oración pidiendo fortaleza para cumplir con mi destino y doy gracias por comprender que tengo uno, que mi vida no es un drama absurdo sin sentido. Entro en la aldea que apenas advertí anoche a la vuelta de la gruta, pediré algo de comer, me confesaré y comulgaré sin miedo a lo que pueda ocurrir.
Y doy gracias al cielo por ser un poco más libre que ayer, por haber sido tocado por la divinidad, mientras leo el nombre de la aldea en un desvencijado cartel: “Village de Lourdes”
“Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5)
Continuará...
Provengo de Flandes dónde he sido comerciante de telas. Mi vida y mi mente siempre han estado dominadas por el sentido del tacto, un sentido innato y desarrollado a lo largo de los años hasta la excelencia: sedas chinas, lanas castellanas, linos persas… Los tejidos son como la piel, los hay de distintos colores, texturas y olores. Delicados como el terciopelo, ligeros como las gasas y brillantes como el satén. Y las pieles son como las personas: ásperas, gráciles, fuertes… soy amante de las texturas, de las personas y de la vida, por eso peregrino amargado en mi soledad y mi insensibilidad. La primera vez que intuí que la lepra cabalgaba en mi cuerpo fue cuando no pude distinguir las diferentes calidades de una seda de Damasco. Observé las ronchas de mis manos y las yemas de mis dedos rojizas e insensibles y comprendí que mi vida estaba acabada. Durante unos meses pude mantener oculto mi mal, pero todo se precipitó cuando mi mujer y mis hijos tuvieron los primeros síntomas. Hasta entonces disimulaba solicitando su ayuda para detectar defectos o valorar texturas, pero en ese momento nuestro negocio y nuestra vida estaban sentenciados. Lo primero que pensé es que Dios me castigaba al haberle ofendido por mi amor al dinero y al placer y por mis constantes devaneos con mujerzuelas, pero ¿cómo podía sospechar el peligro, si hasta el mismo Papa era sabido que amaba las riquezas y tenía líos de faldas? Confesé mis pecados, hice penitencias y sacrificios pero nada me consoló. La sombra de la ruina avanzaba inexorable, cerramos el negocio e ingresamos en una leprosería a las afueras de Gante. Realizamos todo el ritual: la última misa como miembros de la sociedad, la entrega del burdo hábito parduzco, la escudilla y el bastón, y la famosa sentencia “mueres para el mundo, naces para Dios”. Y así cerraron las puertas tras nosotros, materializándose la expresión “muertos en vida”.
Por aquel entonces me preguntaba si sería posible que mis desgracias aumentaran… y obtuve rápida respuesta.
Síntomas de una nueva enfermedad aparecieron por doquier. Ganglios en las ingles y axilas, dificultades para respirar, vómitos y mareos se llevaban a las personas en apenas ocho días. La peste arrasaba el mundo conocido. Mi mujer y mis hijos fueron de los primeros en caer víctimas de la muerte negra. El sufrimiento colapsaba mi alma mientras veía arder sus cadáveres. La guerra entre ingleses y franceses, el hambre, la enfermedad… el mundo que yo había conocido y amado se derrumbaba sin remedio y yo con él. Días oscuros, tristes y malolientes se sucedían uno tras otro. Había tocado fondo y ya no podía empeorar más mi situación… ¿o sí?
Comenzó la caza de judíos a los que se hacían responsables de la epidemia de peste. Yo soy cristiano, de padres cristianos, de abuelos cristianos, pero descendiendo de judíos y mi apellido podía dar lugar a confusión. Así que decidí huir en busca de amparo hacia Avignon, en cuyas tierras, el Papa Clemente VI ofrece protección a los judíos.
Huyendo de la guerra, de la peste y de la superstición, me encuentro ahora en estas tierras solitarias, frías y llenas de grutas. En una de ellas me dispongo a pasar la noche, cerca de un río a escasas millas de una aldea que apenas diviso por la falta de luz. Refresco mi deformado rostro con agua del río y tomo un poco de pan duro mientras recuerdo el pasaje de la Biblia que dice: “Que se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza”. Con la derrota en el alma y el cuerpo roto me quedo dormido con la cabeza sobre una dura roca…
Tengo un sueño.
Veo a mi familia junto a un grupo de gente inmenso que entran cantando por unas grandes puertas de oro de un enorme palacio. La alegría es inmensa y todo el mundo irradia una gran felicidad. Los cánticos y trompetas inundan el espacio mientras mis hijos y mi esposa, me miran desde el umbral de las puertas, como si se despidieran contentos. Experimento una leve ansiedad por acercarme a ellos y entrar a su lado, pero una mano suave y calurosa sobre mi hombro me lo impide. Me giro y compruebo que es una hermosa dama resplandeciente que cogiendo mi sano rostro entre sus manos, me sonríe y sin mover los labios me dice:
—Todavía no, hijito mío.
El piar de un ave me despierta y me quedo inmóvil mirando el techo de la gruta. Los primeros rayos de sol iluminan la roca húmeda. Me siento bien. Tengo una vívida sensación de estar en presencia de los cielos. Sé que he soñado, pero no ha sido un sueño cualquiera. Algo ha cambiado en mí. Me siento descansado y ligero, como si hubiera volado un peso de mi espalda. No me duele nada a pesar de mi enfermedad. Me incorporo y salgo al exterior a lavarme la cara en el río. Tomo unas migas de pan para desayunar y me doy cuenta de que comprendo muchas cosas. Sin duda he soñado con lo sagrado y hay en mi interior una certeza de la existencia del reino de los cielos.
Y comprendo.
Comprendo que toda está bien, que he vivido toda mi vida en una religión de superstición y miedo. Comprendo que la fe es un Don del cielo y no se compra ni se vende como estoy acostumbrado en mi negocio. Solo se puede pedir y desear.
Comprendo que se trata de amar… de saber amar aquello que se debe amar. Resuena en mi mente aquel pasaje del evangelio: ”Donde está corazón está tu tesoro”, y comprendo que mi interés, mi atención, ha estado siempre en mí mismo y todo cuanto he poseído lo he tratado de una forma egoísta y vanidosa.
Comprendo que he vivido apegado y apoyado en mil cosas y personas y que mi frustración y mi pena nacen de haberlas perdido, mientras que debería dar gracias al cielo por haber disfrutado de ellas. Comprendo que debo decir adiós, debo despedirme y dejarlas ir. Quiero mirar hacia delante, porque reconozco que los cielos me contemplan, me perdonan y me consuelan. Necesito decir adiós a la culpa, a la tristeza y a la soledad que provocan mis afanes. Y completo el pasaje bíblico que anoche me venía a la cabeza: “Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor”
Tengo una nueva oportunidad. Se abre ante mí una nueva etapa fiado y apoyado en solo Dios… sin más seguridades.
Debo proseguir mi camino hacia el este, hacia la corte papal de Avignon, mi viaje no ha acabado y debo desentrañar lo que Dios tiene dispuesto para mí. Rezo una oración pidiendo fortaleza para cumplir con mi destino y doy gracias por comprender que tengo uno, que mi vida no es un drama absurdo sin sentido. Entro en la aldea que apenas advertí anoche a la vuelta de la gruta, pediré algo de comer, me confesaré y comulgaré sin miedo a lo que pueda ocurrir.
Y doy gracias al cielo por ser un poco más libre que ayer, por haber sido tocado por la divinidad, mientras leo el nombre de la aldea en un desvencijado cartel: “Village de Lourdes”
“Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5)
Continuará...
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