Este fin de semana estuve en el Cielo
La voz monótona del navegador iba dándonos instrucciones mientras el Citroën C8 recorría lentamente las calles estrechas y blancas. En un edificio público alcancé a leer los primeros versos del Romance sonámbulo, de Lorca: Verde, que te quiero verde/ verde viento, verdes ramas…. Me gusta oír esa palabra: el verde es uno de mis colores favoritos y su presencia me sugiere siempre esperanza y vida… Poco después nos deteníamos ante una gran casa blanca ensortijada de jardines y nos golpeaba con fuerza el aire, muy denso y caliente. Estábamos en Granada.
Esto era el jueves por la tarde. Allí llegábamos, desde Santander tres hermanos, tres hermanas a “dar un retiro” (como solemos decir por aquí) ¿a quién? Pues un grupo grande; hombres y mujeres casados y en la treintena de media. Muchos niños. Un par de sacerdotes. En total alrededor de 50 personas o más.
Cuando uno se dirige a un evento así, en medio de las vacaciones de agosto, ese tiempo en que toda España arde al sur de la Cordillera Cantábrica, y se dirige a encontrarse a gente que ha permanecido en la ciudad con sus hijos, dispuesta a encerrarse tres preciosos días en un edificio, sin salir ni un momento, a escuchar cosas relacionadas con el Reino de Dios, uno sabe inevitablemente que está pisando tierra sagrada. En cierta medida dan ganas de descalzarse como Moisés frente a la zarza. Así que algo así sentía yo mientras me esforzaba por aprender nombres y captar en las caras, los gestos y las palabras de la gente, para saber qué era mejor compartir, qué cosas convenía evitar, y como ser digno y fiel a la vez, a la confianza de ellos y a Dios.
Predicar tiene que ser cosa de humildes. Hay algo sagrado y peligroso en hablar a los hombres de lo Santo, sabiendo que la realidad del Señor es por naturaleza inefable y que contrasta tanto con nuestra pequeñez, que nuestros intentos serían de verdad patéticos si no habláramos de Él porque no nos queda más remedio, porque hay algo en nuestro corazón que nos impulsa a hacerlo inevitablemente, como cuando amamos o queremos amar. El caso es que sentí en algún momento (de esos tan escasos que se dan a veces) que mis palabras se hundían en los corazones de la gente y que el lazo establecido iba mucho más allá de retórica y palabras: el Nuevo Testamento lo llama “koinonía”, y es el concepto de las voluntades unidas en el nombre del Altísimo, igual que en el contrapunto se logra la perfección armónica a partir de melodías distintas.
Pero hablar es lo de menos. Lo importante es estar juntos. En el comedor, la piscina, en las cortas o largas conversaciones con unos y otros entre acto y acto… Yo, no pude parar de observar; es parte fundamental de mi carácter: las personas me fascinan. Y, créanme, allí había de todo: mayores, pequeños, adolescentes, gente de mediana edad. Era un gusto contemplar a las mámás dando el pecho a sus bébés mientras discutíamos acerca de la comunidad cristiana, de cómo tiene que ser, de cómo podemos hacer de ella un testimonio para el mundo que nos rodea, etc., Realmente eso es unir la “fe” y la “vida” pensaba yo, mientras sentía que aquel pequeño acto que allí tenía lugar era, en realidad, algo de importancia crucial para el futuro de la Iglesia y hasta de la sociedad misma. Bueno, para ser justos, era algo revolucionario, lo único capaz de traer verdor a estos tiempos resecos: gente, normal y corriente, distinta a rabiar y unida en el nombre de Dios, buscando su voluntad, queriendo seguir sus caminos…
No sé cuantos abrazos di, cuantas mejillas acaricié. Fíjense, el sábado por la noche tuvimos una oración con el grupo de jóvenes. Y me sentí feliz viendo arrodillados a aquellos chavales pidiendo los unos por los otros, abrazándose de forma inmaculada y llorando de emoción y gozo mientras colocaban las palmas de sus manos sobre la cabeza o los hombros de los demás (como manda la tradición carismática). ¡Hasta me tocó a mí, cuando terminaron entre ellos! “Bueno, ¿y tú qué quieres pedirle al Señor?”, me dijeron. Así que me incliné mientras las manos adolescentes se posaban sobre mí: en ese momento ellos eran mis hermanos, y su oración era tan digna o más que la mía. Y sentí que los quería con toda mi alma solo a un par de días de haberlos conocido.
No sé cuantas veces hablaron de su obispo, D. Javier. Se nota que le quieren y que desean estar en comunión total con él. Eso me alegró sobremanera (ya saben ustedes lo que pienso sobre esas cosas). Pero lo que me hizo saltar las lágrimas fue la actitud de los dos sacerdotes, Alberto y Alfonso. Allí permanecieron, pero no reclamaron protagonismo alguno. Como los demás, escucharon y preguntaron. Presidieron dignísimamente la eucaristía y estuvieron siempre a disposición del que quiso confesarse o simplemente hablar. Yo notaba como su figura se engrandecía a medida que pasaba el tiempo y a través de aquel magnífico saber estar. Que Dios les bendiga, y pidámosle que llame a muchos otros así.
Cuando me despedí de Alberto las lágrimas nos impidieron hablar a ambos.
No puedo olvidar las palabras de Jesús: “Id y decidle a Juan lo que estáis viendo y oyendo…”(Mt 11,4). Por eso yo aquí no puedo decir otra cosa. Proclamo que el Señor me dio hermanos, cuyos nombres no repito, pero están en mi mente y corazón. Allí está ya mi casa, y mi Pueblo.
Ahora sé que este fin de semana estuve en el Cielo, o en lo más parecido a él que me será dado a gustar en esta vida, pues sé que allí: ¿qué otra cosa podrá haber mejor que el encuentro, la apertura total de la intimidad a los otros, y el saberme amado por ellos si repliegues ni reservas, en medio del amor y gozo de la Trinidad?
La comunidad de hermanos es quizá el mejor anticipo de lo que nos aguarda por la Redención de Cristo. Y no piensen que me pongo solemne ni poético.
Ni lo piensen tampoco si les digo que, de haber terminado mis días en Granada, no habría muerto en tierra extraña.
Un abrazo y que Dios les bendiga.
josuefons@gmail.com