Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Espíritu del 2 de mayo y espíritu de Cádiz

por Desde mi campanario



Una consideración sobre el sentido nacional del 2 de mayo, es decir sobre las aportaciones de dicha fecha a la identidad española previamente existente, puede partir de la siguiente afirmación: la trascendencia de dicho episodio histórico no se limita a lo ocurrido en tal ocasión. El 2 de mayo pudo haber sido una gloriosa pero estéril rebeldía contra el despotismo de Napoleón a no ser porque tuvo como efecto la puesta en marcha de un doble proceso:

Transformación política iniciada mediante la constitución de Juntas, práctica de naturaleza para nada revolucionaria que ha sido comparada con la adoptada en la España del Antiguo Régimen en otros momentos de crisis.

Guerra de la Independencia, cuya importancia a la hora de provocar el colapso del proyecto napoleónico no es necesario encarecer aquí.

Independencia nacional y legitimidad contrarrevolucionaria
La afirmación propia frente al extranjero, la independencia nacional, con ser elemento constituyente del fenómeno, no reviste el carácter de factor decisivo. 

Es cierto que una rabiosa rebeldía se apoderó de los madrileños cuando se les puso delante de los ojos de manera dramática que eran los franceses quiénes determinaban la vida política española. «Para ellos, como ha señalado acertadamente Lovett, España era el mejor país del mundo, las españolas las más guapas de las mujeres, su religión la única verdadera, y su monarca el mejor de los reyes. Un pueblo tan profundamente orgulloso y contento consigo mismo, mal podía ser dominado por una nación extranjera» (Alfonso Bullón de Mendoza, en Javier Paredes (coord.), España, siglo XIX, Madrid, Actas, 1991, pág.64).

Sin embargo, no es menos reseñable que era Francia la que venía determinando durante años la política española sin que ello despertara la menor inquietud en personas como Godoy quien valoraba así su propia política: «España, entre todas las naciones vecinas de Francia, fue la única que durante 15 años consecutivos de sacudidas violentas, mientras los imperios y los reinos, se veían trastornados, conmovidos hasta sus cimientos, mutiladas sus provincias, España, digo fue la única que se mantuvo en píe, conservando sus Príncipes legítimos, su religión, leyes, costumbres, derecho, y la completa posesión de sus vastos dominios en ambos hemisferios» (Manuel Godoy, Memorias del Príncipe de la Paz, Tomo 1, BAE, Madrid, 1956, págs.1415). Y franceses eran también los Cien mil hijos de San Luis recibidos de manera entusiasta en 1823 para hacer frente a los revolucionarios encaramados en el poder durante el llamado Trieno Liberal.


No estamos, por lo tanto, únicamente ante una guerra contra el francés sino ante una guerra contra la etapa imperial de la Revolución Francesa, al igual que la de 17931795 lo había sido contra la etapa jacobina de dicha Revolución.

El bonapartismo ―que recibe su apelativo del apellido del corso― significa en la historia de cualquier proceso revolucionario la fase de institucionalización y, en ese sentido, las guerras napoleónicas no representan una simple expansión nacionalista sino la difusión a escala europea de los principios jacobinos pasados por el tamiz napoleónico.

Así se explica que, para la inmensa mayoría de los españoles, la Guerra de la Independencia fuera guerra de religión contra las ideas heterodoxas del siglo XVIII difundidas por las tropas francesas. De ahí también la actividad de la jerarquía eclesiástica y su participación activa en el alzamiento y guerra de la independencia. Es conocidísima la enumeración de Menéndez Pelayo:
 
«La resistencia se organizó, pues, democráticamente y a la española, con ese federalismo instintivo y tradicional que surge en los grandes peligros y en los grandes reveses, y fue, como era de esperar, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso, que vivía íntegro a lo menos en los humildes y pequeños, y acaudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De ello dan testimonio la dictadura del P. Rico en Valencia, la del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Mariano de Sevilla en Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo Menéndez de Luarca en Santander. Alentó la Virgen del Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerundenses bajo la protección de San Narciso; y en la mente de todo estuvo, si se quita el escaso número de los llamados liberales, que por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse, que aquélla guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas. ¡Cuán cierto es que en aquella guerra cupo el lauro más alto a lo que su cultísimo historiador, el conde de Toreno, llama, con su aristocrático desdén de prohombre doctrinario, singular demagogia, pordiosera y afrailada supersticiosa y muy repugnante! Lástima que sin esta demagogia tan maloliente, y que tanto atacaba los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas ni Geronas!» (Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, BAC, 1978; Libro VII, Capítulo 1)

Y tampoco faltará la justificación teológica del esfuerzo. Como escribía el padre Vélez en 1813:
 
«La misma religión es la que ha armado ahora nuestro brazo para vengar los insultos que ha sufrido del francés en nuestro suelo. Ella ha reanimado nuestra debilidad al ver que se trataba de privarnos de sus cultos: ella nos puso las armas en la mano, para resistir la agresión francesa, que a un tiempo mismo atacaba el trono y destruía el altar. La religión nos condujo a sus templos, bendijo nuestras armas, publicó solemnemente la guerra, santificó a nuestros soldados y nos hizo jurar al pie de las santas aras, a la presencia de Jesucristo en el Sacramento, y de su Santísima Madre en sus iglesias, no dejar las armas de las manos hasta destruir del todo los planes de la filosofía de la Francia y de Napoleón contra el trono de nuestros reyes y contra la fe de nuestra religión» (Fray Rafael de Vélez, Preservativo contra la irreligión o contra los planes de la falsa filosofía contra la Religión y el Estado, reimpr. en México, 1813, pág.100)

«Toda la España se llegó a persuadir, que dominando la Francia perdíamos nuestra fe. Desde el principio se llamó a esta guerra, guerra de religión: los mismos sacerdotes tomaron las espadas, y aun los obispos se llegaron a poner al frente de las tropas para animarlos a pelear» (ibid. pág.110).
 


Madrid: 2 de mayo de 1808, por Justo Jimeno Bazaga

Crisis política y convocatoria de las Cortes
Si bien es cierto que en 1808 se produce el desmantelamiento de una estructura política que en sus formas existentes había sido incapaz de hacer frente a la crisis que va del Motín de Aranjuez a las abdicaciones de Bayona y a la invasión francesa, no parece que deba buscarse en ello una causa política sino eminentemente bélica.

La crisis política del Antiguo Régimen en España no es consecuencia natural del 2 de mayo sino del proceso bélico y como mecanismo desencadenante del proceso actuarán las Cortes de Cádiz

La paulatina pérdida de prestigio de la Junta Central como consecuencia de los reveses de las tropas españolas hizo más débil su postura, y en mayo de 1809 se decretó la convocatoria de Cortes para 1810, nombrándose una comisión presidida por Jovellanos a fin de que estudiase la forma en que éstas debían verificarse.

Tras diversas vicisitudes, y a pesar de que estaba previsto que se tratara de unas Cortes estamentales -si bien con la novedad de reunirse en dos cámaras, triunfo de la influencia sobre Jovellanos del sistema político inglés- lo cierto es que sólo se cursó la convocatoria del tercer estado: parece ser que Quintana, destacado liberal y oficial mayor de la Junta, extravió conscientemente el decreto en que se llamaba a la nobleza y al clero. Se lograba así, por maquinaciones administrativas, lo que en Francia había costado una primera revolución.

Refugiada en Cádiz como consecuencia de la ofensiva francesa sobre Andalucía, y fuertemente presionada por la Junta local, la Regencia (que había sustituido a la Junta Central) convocó la sesión de apertura de Cortes para el 24 de septiembr de 1810. Este mismo día, y a instancias del diputado Muñoz Torrero, las Cortes aprobaron un decreto en el que se afirmaba la soberanía nacional y se señalaba la nulidad de las abdicaciones de Bayona, reconociendo a Fernando VII como rey de España.

La negativa del Obispo de Orense (presidente del Consejo de Regencia) a jurar un decreto que cambiaba la constitución política de la monarquía española dio lugar a un fuerte enfrentamiento con las Cortes que le mantuvieron varios meses confinado en Cádiz. En meses sucesivos, y hasta que las Cortes crearon una Regencia a su imagen y semejanza, fueron frecuentes los roces entre ambas corporaciones.
 
La obra reformadora de las Cortes
En la actuación de las Cortes de Cádiz constatamos:

- El carácter netamente innovador de sus decisiones, con muy pocas concesiones a la corriente tradicional.

Federico Suárez definió a los innovadores como el grupo que pretende adoptar el modelo revolucionario francés, más o menos moderado y más o menos traducido al español, pero del que resultaría necesariamente un régimen ex novo. Son los liberales (cfr. Federico Suárez, La crisis política del Antiguo Régimen en España (18081840), Rialp, Madrid, 1988, passim). En su obra de teatro de 1934, Cuando las Cortes de Cádiz, Pemán pone en boca del filósofo Rancio esa convicción de que los diputados liberales estaban afrancesando a esa España por cuya independencia luchaban otros al mismo tiempo:

"Y que aprenda España entera
de la pobre Piconera,
cómo van el mismo centro
royendo de su madera
los enemigos de dentro,
cuando se van los de fuera. 
Mientras que el pueblo se engaña
con ese engaño marcial
de la guerra y de la hazaña,
le está royendo la entraña
una traición criminal...
¡La Lola murió del mal
de que está muriendo España!"

- La perfecta homogeneidad de su programa, impuesto con absoluta consecuencia de principio a fin.

Este hecho resulta relativamente fácil de comprender. En los comienzos, no consta que existiese ante las primeras medidas una oposición definida dentro de las Cortes, ni es inverosímil suponer que la vaguedad de las fórmulas empleadas no permitiera a muchos calibrar qué camino se llevaba exactamente. Además para los llamados renovadores eran importantes una serie de reformas que coartasen los peligros del despotismo a estilo dieciochesco. Estas circunstancias pueden explicar no sólo la falta de una oposición realista en el seno de las Cortes sino la inexistencia de grupos políticos definidos y la colaboración inicial, hasta bien entrado 1811, de renovadores e innovadores contra los conservadores. Conforme las reformas aprobadas van mostrando su parentesco con las del modelo francés, los renovadores se apartan de la vanguardia, pero no saben unirse para proponer otro camino de reformas.

En el terreno religioso los liberales se muestran continuadores de la corriente jansenista-regalista y mientras el pueblo combate por la fe y la Constitución proclama la confesionalidad del Estado y la unidad católica (artículo 12: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el exercicio de qualquiera otra») los diputados favorecen un ambiente en el que ―al amparo de la libertad de prensa y con lenguaje desvergonzado y pretendidamente chistoso― se desprestigiaba a los clérigos y a la religión desde las publicaciones periódicas.

Nadie, sin embargo, llegó a superar la fama de Bartolomé J. Gallardo que, a partir de abril de 1812, produjo un formidable escándalo con su Diccionario crítico burlesco lleno de irreverencias volterianas que estaban al borde de la blasfemia. Basta citar, la consideración que le merecen los frailes contra quienes el liberalismo descargará toda su artillería en los años venideros:
"[…] Siempre han sido la peste de la república (V. Capilla.) tanto en los
pasados como en el presente siglo; si bien, por evitar quebraderos de cabeza,
nunca se han tenido por del siglo hasta el presente, como ciertas castas de
gente que claman y reclaman por la españolía en cuanto á los derechos, sin
hablar jamás de obligaciones. Son animales inmundos que, no sé si por estar de
ordinario encenagados en vicios, despiden de sí una hedentina ó tufo que tiene
un nombre particular, tomado de ellos mismos: llámase fraíluno. Sin embargo,
este olor que tan inaguantable nos es á los hombres, diz que á las veces es muy
apetecido del otro sexo, especialmente de las beatas, porque hace maravillas
contra el mal de madre.
Un doctor conozco yo, hombre de singular talento, que tenía escrita en romance una obra clásica en su línea sobre el instinto,
industria, inclinaciones y costumbres de todos los animales buenos y malos del
género frailesco que se crían en nuestro suelo. Si este libro apreciable,
distinto de la Monacología latina, se hubiera publicado años ha en España,
podría haber sido de suma utilidad para la religión y buenas costumbres; mas ya
cuando salga a luz, si de salir tiene, le considero inútil é impertinente, en no
saliendo luego luego; porque al paso que llevan, todas estas castas de alimañas
van a perecer, sin que quede piante ni mamante; por la razón sin réplica de que
les van quitando el cebo, y todo animal, sea el que fuere, vive de lo que come.
Item: les van también quitando las guaridas, de suerte que se van quedando como
gazapos en soto quemado. ¡Animalitos de Dios! es cosa de quebrar corazones el
verlos andar arrastrando, soltando la camisa como la culebra, atortolados y sin
saber donde abrigarse. -¡Oh tempora!».
¿Sorprenderán las matanzas de frailes en la España liberal con una ideología mecida al arrullo de tan dulces conceptos como los vertidos desde el Cádiz de las Cortes?


La promulgación de la Constitución de 1812, de Salvador (Museo Histórico Municipal, Cádiz)

Al tiempo, la asamblea gaditana se dedicaba a promover iniciativas como la expulsión del Obispo de Orense D.Pedro Quevedo, la supresión del llamado Voto de Santiago (una contribución pagada por los campesinos de algunas regiones al cabildo compostelano), la abolición de la Inquisición, la reforma de conventos, la desamortización eclesiástica, la expulsión del Nuncio Gravina…

La reacción doctrinal alcanzará especial relieve en la Pastoral del 12 de diciembre de 1812, una instrucción conjunta para orientación doctrinal de sus respectivos fieles, emitida por seis obispos que −para evitar los desmanes de los ejércitos napoleónicos y las presiones de la legalidad impuesta por José I en los territorios diocesanos sometidos a su jurisdicción− se habían refugiado en Mallorca. El texto lleva como fecha de impresión la de 1813 y sus cuatro capítulos tratan de La Iglesia ultrajada en sus ministros, La Iglesia combatida en su disciplina y su gobierno, La Iglesia atropellada en su inmunidad y La Iglesia atacada en su doctrina. En su análisis de este documento concluye Román Piña que:
«sin lugar a dudas es la primera muestra de un enfrentamiento abierto entre un
Parlamento considerado depositario de la soberanía nacional, y un sector
importante de la jerarquía eclesiástica del país, que ve en peligro tanto los
derechos y prerrogativas de la Iglesia, como la influencia o peso social de los
valores religiosos que defiende» (Román Piña Homs, "Parlamentarismo y poder
eclesiástico frente a frente: la Instrucción Pastoral conjunta de 12 de diciembre de 1812", en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Rialp, Madrid, 1991, págs.404-405).

Algunas conclusiones

1. El secular conflicto que atraviesa la historia contemporánea española encuentra arraigo en el pasado, precisamente en el momento en que se produce el inicio del ciclo revolucionario en España. Lejos de ser algo coyuntural o resultado de problemas más o menos intrascendentes (como lo hubiera sido una simple querella dinástica), dicho conflicto tiene su origen en las divergencias acerca de la propia esencia  del ser de España.

2. Desde las Cortes de Cádiz, la incapacidad del liberalismo español para articular un proceso de modernización económica y participación política deja paso a un modelo basado en los propios intereses y no en las reivindicaciones más auténticas de la nación. La tantas veces repetida libertad e igualdad, ausente como en pocos sistemas políticos de la España del siglo XIX y comienzos del XX, apenas hace necesario recurrir a la crítica filosófico-teórica para la demolición polémica del liberalismo español.

3, La estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa, permite afirmar la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Entendemos por “heterodoxia política” la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social.

4. En estrecha relación con lo anterior, es significativo el retroceso que el respaldo social hacia las posiciones de ortodoxia política y religiosa ha experimentado, en contraste con su carácter mayoritario en la España del 1808. Sin olvidar deficiencias propias, en ello han sido determinantes los procesos históricos experimentados en este tiempo, con la alternancia de períodos revolucionarios y moderados pero quedando como fruto de todos ellos un balance descristianizador y diluyente de lo español.

5. La existencia ―aunque todavía minoritaria en 1812― de un episcopado y un clero afrancesado y colaboracionista; la actividad de los regalistas en las Cortes de Cádiz y, más tarde, los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con la Iglesia, invitan a recordar la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
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