Se unen los Tres
por Sólo Dios basta
El Padre mira al Hijo. El Hijo mira al Padre. El Padre está en pie. El Hijo en los brazos del Padre. Los dos se miran, se tocan y se aman. Las miradas hablan por sí solas. Es un gozo contemplar esta escena en silencio. Silencio que habla del amor entre un padre y un hijo. Un momento cualquiera que ha quedado inmortalizado para siempre con una maestría absoluta. No me canso de ver ese juego de miradas entre los dos. Me uno a ellos y les amo y me dejo amar por ellos. ¡Qué amor más grande! ¡Qué regalo inesperado! ¡Qué paz en el alma!
Bajo la vista y me encuentro con una tercera mirada. La del ángel que mira al Padre y al Hijo desde abajo mientras mantiene entre sus manos el fruto del amor que brota entre ambos. Una vara florecida se apoya junto a la sandalia del Padre. La fuente de amor da fruto. El río de agua viva que da vida a la vara no deja de manar. Está a los pies del Padre y bien protegido por ese ángel que no deja de mirar a lo alto. Esa vara florecida da luz, claridad y vida a todo lo que ya de por sí se contempla. Se nota que el amor no es momentáneo, sino duradero; mejor dicho eterno. Ese amor que da vida a las flores es porque hay un Padre, un Hijo y alguien más que se aman de modo único.
Sigo en silencio y en oración. Oración de adoración ante el mismo Hijo que está presente, expuesto y elevado sobre el altar esperando a ser adorado y acompañado. Entre el altar y las escaleras que bajan hacia los bancos se encuentra esa imagen que me roba la mirada y me enciende en amor. Además el lugar también ayuda a que este momento sea todo gracia. Es la capilla de las concepcionistas franciscanas de Logroño. Allí todas las tardes el Señor está expuesto a la veneración de aquellos sedientos fieles que quieran pasar un rato de intimidad con Él además de unirse a la oración contemplativa de las hermanas. Cada uno en su lugar. Ellas en su coro y la gente en los bancos al otro lado. Y en el centro el Señor. ¡El Rey! ¡El Resucitado! ¡El que nos da su Espíritu!
Es la tarde de Pentecostés. He querido venir con calma a orar en este día tan especial para dejar que el Espíritu siga llenando mi vida y me lance a dar pasos hacia lo que está por venir. La fuerza de su presencia se nota. Lo veía en ese ángel que tiene la vara del Padre y que une a los dos, al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo es fuente de amor, de unión y de paz en el corazón. Todo eso lo vivo mientras contemplo esa imagen que parece estar viva. Todo nace del encuentro directo con el que de verdad está vivo ante los presentes: ¡El Hijo, Cristo Jesús en la custodia para darnos vida!
Sigo en oración. Llega la hora de las vísperas y se enciende el cirio. En ese momento todo cobra una fuerza sobrenatural porque ahora quedan los tres presentes de un modo tan claro y diferente que no hace falta mas que ver, mirar y contemplar: la imagen del Padre, el Señor en la custodia y el cirio pascual encendido. El cirio es Cristo resucitado que en esa tarde nos entrega su Espíritu Santo para que penetre en nuestros corazones. La llama arde, ilumina y transforma a todo aquel que se deja llevar por ese fuego que no se apaga nunca, que es también eterno, como el amor que se puede palpar al contemplar la mirada entre el Padre y el Hijo. Es sólo cuestión de dedicar tiempo, hacer silencio y crecer en confianza.
Ese Padre es San José, el que me ha tocado el corazón cuando voy a hacer una visita a su Hijo y ha querido decirme al oído que si voy a estar con su Hijo le tengo que ver a él también. No puedo ir a ver a Jesús sin estar a la vez con San José. Una vez que me encuentro con los dos me dejo llevar por el que no se ve hasta que arde una llama, el Espíritu Santo, entonces todo es diferente porque hay mucho más amor. Una corriente de gracia, fuego y agua corre a los pies de San José. De ahí nace su vara que se eleva hacia lo alto para mirar al cielo abierto y luminoso que en la tarde de Pentecostés me muestra la grandeza de un Padre que me ama y que me mira como mira a su Hijo. Me dejo tomar en brazos por San José; le miro y me mira. ¡Estoy al lado de Jesús! Los dos hijos sostenidos por el Padre y unidos por ese ángel que no deja caer la vara florecida. Experimento el amor de un Padre que me lleva hasta el amor del Padre de la gloria. San José es el Padre que me lleva a amar y a dejarme coger por ese otro Padre, el Padre celestial que también se hace presente desde lo más alto y se recrea y goza y emociona al ver cómo un hijo se deja llevar en brazos para aprender a amar y a dejarse amar por aquel que Él escoge como padre para su Hijo en la tierra. ¡Qué privilegio! ¡Qué honor! Pero también ¡qué responsabilidad!
Me quedo con San José, no me canso de mirarlo; contemplo admirado el rostro del Padre mirando a su Hijo que a su vez es mirado por el Espíritu Santo que une en sí todas las miradas de esa tarde que abre las puertas a la gran fiesta de la Santísima Trinidad. Es la fiesta que se celebra el domingo siguiente a Pentecostés, pero resulta que en el año dedicado a San José se adelanta al final de la Pascua y se unen dos grandes solemnidades en una tarde: Pentecostés y la Santísima Trinidad. Además sucede todo en un monasterio de monjas de vida contemplativa que lo hace más providente aún porque precisamente el día de la Trinidad es la fecha en que toda la Iglesia unida reza y tiene presente a aquellos que son llamados a vivir en el silencio, la oración y el trabajo en la clausura de un monasterio dando honor y gloria a la Santísima Trinidad, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Es una vida que muchos no entienden pero una vez que se conoce a fondo todos quieren tener cerca a alguien que dedica su vida a vivir feliz, en paz y plenitud de alegría entre los muros de un monasterio de vida contemplativa.
Lo vivido esa tarde es acercarse de modo vivo, directo e intenso a lo que es ese misterio de amor vivido dentro de la Trinidad y dar muchas gracias a Dios porque todo nace de la contemplación de una imagen que me hace poner la mirada en ese Padre tan especial que es San José y al rezarle me muestra cómo se unen los Tres.