Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Sr. Obrador, ¿quién mató a los indios apaches?  

Sr. Obrador, ¿quién mató a los indios apaches?   
Campamento apache del Indio Jerónimo en 1886

por En cuerpo y alma

 

            En un perverso y premeditado ejercicio de falseamiento de la Historia, se le llena la boca al Sr. Obrador con el trato, supuestamente abyecto, que las autoridades virreinales españolas daban a los indios no sólo mejicanos, sino, ya de paso, de toda América. Hoy vamos a hablar de un tema que seguramente le incomode un poquito más: el que, una vez que España había perdido ya toda autoridad en la zona, le darán a esos indios las autoridades mejicanas.

             Con la desaparición en 1821 de las autoridades virreinales españolas de Nueva España, -el gigantesco virreinato español de toda la parte centro y norteamericana-, como resultado de las guerras de independencia americanas, las nuevas autoridades mejicanas tendrán que gestionar muchos problemas inesperados, entre los cuales uno muy concreto: el de las tribus de la parte más septentrional del viejo virreinato, menos asimiladas a las costumbres occidentales de lo que lo estaban las etnias meridionales, éstas sí, muy mestizadas ya con los españoles, después de tres enteros siglos de fructífera convivencia, perfectamente asimiladas a las costumbres, instituciones y técnicas provenientes del Viejo Mundo, por mor de la labor impagable realizada por los maestros y misioneros españoles.

             La principal de esas tribus, y la que más problemas dará a las nuevas autoridades mejicanas, no es otra que la de los apaches, bien conocidos a través de la extensísima cinematografía hollywodense que compone el famoso género del “western” o, en español, “películas del oeste”, los cuales acosarán los estados mejicanos de Sonora y Chihuahua. Unas tribus con las que, por cierto, las autoridades virreinales habían llegado a una más que aceptable convivencia, a través de las misiones y de la labor evangelizadora española de los franciscanos.

             A lo largo del siglo XIX, la política del gobierno mejicano dejará de ser la de la asimilación, para pasar a ser, al más puro estilo anglosajón, la del exterminio. Para Ignacio de Bustamante, vicegobernador de Sonora en el periodo 1832-1836, “siendo los apaches enemigos comunes del Estado, todos los pueblos quedan facultados para perseguirlos como a fieras sanguinarias”.

             En el ámbito de esa política, una vez consumada la independencia de Méjico, los mejicanos importan de su vecino yankee la práctica de gratificar por cada indio eliminado, y como medio para certificar dicha "eliminación", la presentación de su cuero cabelludo. La política empieza a implementarse en 1832, es decir, cuando el territorio mejicano aún abarca todo el legado español, el entero Virreinato Novohispano, cinco millones de kilómetros cuadrados, y el vecino yankee sigue siendo “el vecino oriental”, no “el vecino septentrional” que será después, cuando tras la Guerra Mejico-estadounidense, terminada en 1848, los yankees arrebaten a los otrora novohispanos hasta dos millones y medio de kilómetros cuadrados, el 60% del que tienen entonces.

             Ante el cambio de política y la falta de un ejército profesional por parte de los mejicanos, irrumpen en el escenario verdaderos profesionales del escalpelamiento, auténticos “scalp hunters” (“cazadores de cabelleras”), no por casualidad, yankees casi todos, como v.gr., James “Don Santiago” Kirker, Michael H. Chevallié, John Joel Glanton, Michael James Box o John Dusenberry. Todos ellos mercenarios fronterizos que conocían bien a los apaches por haber comerciado con ellos anteriormente, y que ahora, seducidos por las recompensas ofrecidas por las autoridades mejicanas, se volvían sus enemigos. Según los cazadores de cabelleras, sorprender un campamento apache antes del amanecer era “como encontrar una mina de oro”. (Ralph Smith. Mexican and Anglo-Saxon Traffic in Scalps, Slaves, and Livestock, 1835-1841). La ciudad de Chihuahua se convierte en la capital de “la vil industria de la cabellera”.

             Estas bandas de “profesionales del escalpelamiento” evitaban las confrontaciones frontales, y preferían sorprender a los indios mientras dormían, o atraparlos con engaños y argucias. Así, en 1837, James Johnson, que había firmado un contrato con el gobierno de Sonora para la captura de indios, invita a un festín al jefe mimbreño –tribu apache originaria de la región del río Mimbre- Juan José Compá –obsérvese su nombre español- y su tribu, en la Sierra de las Ánimas, y cuando se hallan en la resaca del mortífero festín, los masacra.

             En 1835 se establecen por decreto las primeras recompensas “oficiales” por las cabelleras apaches: cien pesos por las pertenecientes a un guerrero mayor de catorce años, mientras mujeres y niños eran colocados como sirvientes en las familias mejicanas. Los “scalp hunters” o “cazacabelleras” incluso podían conservar el botín que hicieran entre sus víctimas. La llamada “saca”, consistente en repartir entre los perseguidores una parte del ganado requisado a los apaches, se convierte en práctica habitual. El gobierno central mejicano, por descontado, mira para otro lado, dejando actuar a sus autoridades locales más directamente afectadas por el “problema”.

             El Tratado de Guadalupe Hidalgo que pone fin a las hostilidades entre México y Estados Unidos en 1848 con la entrega del 60% del territorio mejicano a los yankees después de una penosa guerra de dos años, tendrá, por lo que hace a las relaciones de los sonorenses mejicanos con los apaches, un efecto terrible, pues a partir de ese momento, la permeable frontera yankee-mejicana se convierte en el mejor aliado de los indios.

             En 1850 el congreso de Sonora aumenta la recompensa a 150 pesos por cada indio muerto o prisionero, y 100 por cada mujer; los menores de catorce años se entregan a los “empresarios” para que los eduquen en los principios sociales.

             En 1851 el coronel mejicano Carrasco, enterado de que Janos, en Chihuahua, es un santuario comercial donde se intercambia todo lo robado en Sonora, toma el lugar, mata a los jefes Arvizo e Irigollen –una vez más, nombres españoles, vascos para ser más precisos-, y declara la guerra a muerte a todos los pueblos apaches, dictando que todo aquél, incluso mejicano, que tuviere trato con los indios, sería juzgado como traidor y pasado por las armas.

             Para 1870 se registra un aumento de los ataques apaches: el diario oficial “La Estrella de Occidente” aumenta las gratificaciones a nada menos que 300 pesos. Los fondos para los suculentos pagos se obtienen de diversas fuentes, que incluyen descuentos a los empleados gubernamentales, contribuciones de particulares, y hasta un subsidio otorgado al estado de Sonora por el gobierno federal mejicano.

             En 1871, acompañados por algunos integrantes de la Guardia Nacional, cerca de Arivaipa en territorio estadounidense, los pápagos se enfrentan a los apaches a quienes derrotan, tomando una veintena de prisioneros y matando a más de un centenar. Los pápagos presentarán las cabelleras de sus víctimas para el cobro de las gratificaciones. En 1883, aún se presentaban cabelleras “al cobro”.

             La resistencia apache terminará poco después, cuando finalmente, se implique con decisión el Amable Vecino Yankee, tan cercano ahora que la frontera ha avanzado hacia Méjico en algún millar de kilómetros. Lo hará en 1886, con la captura del gran jefe Jerónimo, -por cierto, católico e hispanoparlante-, contra el que los yankees envían un ejército de tres mil soldados, para que nos hagamos una idea, la tercera parte del completo ejército norteamericano de la época (el que sólo tres décadas después, será el más importante del mundo). Encontrado en la Sierra Madre, su tribu será confinada en la reserva creada al efecto en Florida, al otro extremo del gigantesco país, a cuatro mil kilómetros de distancia, donde vegetará en penosas condiciones. En cuanto a él, Jerónimo, será recluido en la prisión de Fronteras, en Sonora, Méjico, (donde hoy existe un museo alusivo a su persona), y de ahí, tres años después, enviado a una reserva india en Oklahoma, donde pasará los últimos años de su vida, asumiendo el rol de lo que entonces se llamaba “un indio ejemplar”. En calidad de lo cual, participará en un desfile presidencial; en la Exposición Panamericana de Búfalo de 1901, donde se recrea una villa india, con cerca de setecientos indígenas de cuarenta y dos tribus diferentes; y en la Exposición Universal de San Luis de 1904, donde vendía arcos y flechas junto con fotografías autógrafas.

             Sí, Sr. Obrador, esto es lo que los mejicanos hicieron con los indios cuando ya no estaban en Méjico las autoridades virreinales de las que Vd. tanto se queja.

             Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos.

 

            Si le interesa el tema, mucho más en “Historia desconocida del Descubrimiento de América”, que puede Vd. adquirir pinchando aquí, o poniéndose en contacto con el autor.

 

 

            Luis Antequera.

 

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