Enemigos íntimos
“A su regreso, cuando volvió David de matar al filisteo, salían las mujeres de todas la ciudades de Israel al encuentro del rey Saúl para cantar danzando al son de adufes y triángulos con cantos de alegría. Las mujeres, danzando, cantaban a coro: Saúl mató sus millares y David sus miríadas. Irritóse mucho Saúl y le disgustó el suceso, pues decía: “Dan miríadas a David y a mí millares; sólo le falta ser rey” Y desde aquel día en adelante miraba Saúl a David con ojos de envidia”
(1Sm 18,6)
Estoy cansado de huir. Estoy cansado de escapar. El rey de Israel me persigue para darme muerte. Desea mi final, desea poner mi cabeza en lo alto de una lanza y exponerla delante de todo el pueblo... y yo no puedo hacer otra cosa que rezar y escapar. Me llamo David. Soy un israelita al servicio de mi pueblo y de Yaveh. He combatido en mil batallas, pero sobre todo hubo una que me encumbró a la fama: la batalla del valle del Terebinto donde acabé con Goliat el gigante filisteo... de una pedrada. Desde entonces pasé de mi tranquila e inocente vida, apacentando el rebaño de mi padre, a combatir en primera fila en el ejército de Israel. Todo estaba en su sitio. Yo salía al combate, quebrantaba al filisteo y volvía con el botín entre aclamaciones... malditas aclamaciones. La creación entera está sometida a la vanidad. La vanidad de los hombres es el principal obstáculo para la convivencia entre ellos. Todos quieren su parcela de vanagloria. Yo solo buscaba el bien para mi pueblo, mi Dios y mi rey, pero Saúl quería todo. No te puedes fiar de nadie. Cualquiera, aunque parezca el más humilde hombre sobre la tierra, te puede sorprender.
Ahora estoy cansado de huir de cueva en cueva, en el desierto... en la soledad. Me acompañan unos cuantos hombres, desesperados y excluídos del pueblo. Yo los cobijo, los cuido y los protejo y ellos a mí. Pero vivimos como perros abandonados lejos de nuestra tierra y con nuestra reputación arrancada. Soy un proscrito, un revolucionario para unos, un ladrón para otros. Soy un pecador que no respeta la ley de Dios para unos y un embaucador mentiroso para otros. Pero la verdad de mi vida y mi ser solo la sabe Yaveh. Es verdad que soy un pecador, apasionado y débil, pero en este caso mi conciencia no me acusa. Mi intención siempre ha sido amar y obedecer al rey. No hay otro sentimiento en mí. De hecho he tenido varias oportunidades de acabar con su vida, le he tenido en mis manos, pero no he atentado contra el ungido de Yaveh. Lejos de mí lesionar a un hombre de Dios. Le he perdonado la vida una y otra vez, pero Saúl no reacciona, su envidia es más fuerte que él.
Y yo no puedo hacer otra cosa que rezar y huir. Y estoy cansado. Quizás todo se resolvería aprovechando la próxima oportunidad que se me presente y acabar con él. Muerto el perro... pero no. Si Dios ha querido esto para mí, he de llevarlo hasta el final. El final que Dios quiera. Solo le pido que me fuerzas para continuar.
En la entrada de la cueva aprecio agitación en mis hombres. Alguien llega.
—Mi señor, ha venido Jonatán.
¡Mi amigo! La única persona en quién puedo confiar plenamente. El propio hijo de Saúl es mi más fiel aliado. La amistad es un bien muy preciado y difícil de encontrar.
—¡Que pase, rápido!
Nos abrazamos y saludamos. No es fácil para ninguno de los dos. Su padre es mi más encarnizado enemigo y yo solo puedo rezar y huir.
—¿Como estás?—Le pregunto alegre—¿Y tu padre, ha hablado de mí?
—No. Todo sigue igual—contesta Jonatan apesadumbrado—...ya sabes. Hay días que se levanta arrepentido de odiarte, que reconoce que nunca le has hecho ningún mal, pero por la tarde acaba abrumado por sus pensamientos y clavando una lanza en la pared con tu rostro en sus ojos. Temo por él. Creo que esto va acabar mal.
Tomamos un cuenco de agua y callamos. El dolor en nuestro interior por vivir estos momentos no se puede expresar. El futuro es sombrío. Ambos tenemos la certeza de que mientras Saúl viva, mi vida estará en peligro y mientras yo exista, el alma de mi rey está en peligro.
—¿Porqué, amigo? ¿Porqué permite Yaveh ésta enemistad si yo no la he buscado?
Mi amigo suspira en su interior por encontrarse entre la espada y la pared.
—Nuestros enemigos hablan de nosotros. Eres alguien especial para Yaveh porque tu enemigo es el hombre más importante de su pueblo. Tienes fuerza, valentía y sabiduría para llegar donde quieras y dónde Yaveh quiera... y mi padre lo sabe. Sabe que Yaveh está contigo y eso le irrita, es superior a sus fuerzas. La mayoría de nosotros no estamos hechos para estas batallas. El señor te está preparando para algo importante.
—Pero yo no deseo nada importante, solo quiero servir a mi pueblo.
—Y eso harás.
Estoy en una cueva, huyendo como un perro de mi pueblo y expulsado de mi vida como un delincuente. No acabo de entender a mi amigo cuyo padre es el que ha provocado mi ruina.
—El señor te está preparando. Está creando en tí un corazón obediente a sus inspiraciones y misericordioso con tus enemigos. Está templando tu carácter y fortaleciendo tu espíritu. Está domando tus pasiones y sofocando tu ímpetu. Estas madurando y aprendiendo a confiar, para crear un hombre... según el corazón de Dios.
Quedamos en silencio sopesando sus últimas palabras. Es verdad que las almas fuertes se forjan en el desierto y en la soledad, pero...siento que no llego, que el camino es superior a mis fuerzas.
Mi amigo parece adivinar mis pensamientos:
—Debes aprender a confiar solo en Dios. Que él sea tu único apoyo y consuelo y él te responderá. Pero eso solo se puede probar en la práctica. Todo a tu alrededor debe fallar para que logres apoyarte solo en él.
Salimos afuera. La luz del atardecer baña el desierto con tonos color fuego. Fuego como el que me acrisola y purifica. Fuego como el que me quema y me forja.
Jonatán sentencia a manera de conclusión:
—Sobre todo no albergues en tu corazón odios y rencores. Eso sería la ruina de tu alma. La grandeza del hombre reside en padecer sin odiar. Ver la mano de Dios en todo, aceptar sus designios y mantener la esperanza.
A lo lejos aparece uno de mis hombres corriendo. Bajamos a la llanura para encontrarnos con él y nos cuente las nuevas.
—¡Mi señor, el rey Saúl y su ejército llega por la ladera Norte!
Me vuelvo hacia mi amigo y le ruego:
—¡Vete por el camino del Sur, aprisa! No nos puede encontrar aquí. Nosotros nos iremos por la ladera Oeste, dando un rodeo para despistarle.
Nos damos un abrazo de despedida y nos miramos sin decir nada.
Todo está dicho.
Cada uno debe seguir su camino, aceptar los designios de Yaveh y confiar en él.
Mi enemigo me acosa nuevamente y yo solo puedo rezar y huir.
Quizás algún día Yaveh querrá hacerme justicia y restaurar mi nombre y mi posición.
Mientras tanto, solo puedo rezar, huir y… perdonar.
“Congregóse todo Israel en torno a David, en Hebrón, y dijeron: «Mira: hueso tuyo y carne tuya somos nosotros. Ya de antes, cuando Saúl era nuestro rey, eras tú el que dirigías las entradas y salidas de Israel; Yahveh, tu Dios, te ha dicho: "Tú apacentarás a mi pueblo Israel."». Vinieron todos los ancianos de Israel adonde el rey, a Hebrón; David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahveh; y ellos ungieron a David como rey sobre Israel, según la palabra que Yahveh había pronunciado por boca de Samuel” (1Cro 11,1)
(1Sm 18,6)
Estoy cansado de huir. Estoy cansado de escapar. El rey de Israel me persigue para darme muerte. Desea mi final, desea poner mi cabeza en lo alto de una lanza y exponerla delante de todo el pueblo... y yo no puedo hacer otra cosa que rezar y escapar. Me llamo David. Soy un israelita al servicio de mi pueblo y de Yaveh. He combatido en mil batallas, pero sobre todo hubo una que me encumbró a la fama: la batalla del valle del Terebinto donde acabé con Goliat el gigante filisteo... de una pedrada. Desde entonces pasé de mi tranquila e inocente vida, apacentando el rebaño de mi padre, a combatir en primera fila en el ejército de Israel. Todo estaba en su sitio. Yo salía al combate, quebrantaba al filisteo y volvía con el botín entre aclamaciones... malditas aclamaciones. La creación entera está sometida a la vanidad. La vanidad de los hombres es el principal obstáculo para la convivencia entre ellos. Todos quieren su parcela de vanagloria. Yo solo buscaba el bien para mi pueblo, mi Dios y mi rey, pero Saúl quería todo. No te puedes fiar de nadie. Cualquiera, aunque parezca el más humilde hombre sobre la tierra, te puede sorprender.
Ahora estoy cansado de huir de cueva en cueva, en el desierto... en la soledad. Me acompañan unos cuantos hombres, desesperados y excluídos del pueblo. Yo los cobijo, los cuido y los protejo y ellos a mí. Pero vivimos como perros abandonados lejos de nuestra tierra y con nuestra reputación arrancada. Soy un proscrito, un revolucionario para unos, un ladrón para otros. Soy un pecador que no respeta la ley de Dios para unos y un embaucador mentiroso para otros. Pero la verdad de mi vida y mi ser solo la sabe Yaveh. Es verdad que soy un pecador, apasionado y débil, pero en este caso mi conciencia no me acusa. Mi intención siempre ha sido amar y obedecer al rey. No hay otro sentimiento en mí. De hecho he tenido varias oportunidades de acabar con su vida, le he tenido en mis manos, pero no he atentado contra el ungido de Yaveh. Lejos de mí lesionar a un hombre de Dios. Le he perdonado la vida una y otra vez, pero Saúl no reacciona, su envidia es más fuerte que él.
Y yo no puedo hacer otra cosa que rezar y huir. Y estoy cansado. Quizás todo se resolvería aprovechando la próxima oportunidad que se me presente y acabar con él. Muerto el perro... pero no. Si Dios ha querido esto para mí, he de llevarlo hasta el final. El final que Dios quiera. Solo le pido que me fuerzas para continuar.
En la entrada de la cueva aprecio agitación en mis hombres. Alguien llega.
—Mi señor, ha venido Jonatán.
¡Mi amigo! La única persona en quién puedo confiar plenamente. El propio hijo de Saúl es mi más fiel aliado. La amistad es un bien muy preciado y difícil de encontrar.
—¡Que pase, rápido!
Nos abrazamos y saludamos. No es fácil para ninguno de los dos. Su padre es mi más encarnizado enemigo y yo solo puedo rezar y huir.
—¿Como estás?—Le pregunto alegre—¿Y tu padre, ha hablado de mí?
—No. Todo sigue igual—contesta Jonatan apesadumbrado—...ya sabes. Hay días que se levanta arrepentido de odiarte, que reconoce que nunca le has hecho ningún mal, pero por la tarde acaba abrumado por sus pensamientos y clavando una lanza en la pared con tu rostro en sus ojos. Temo por él. Creo que esto va acabar mal.
Tomamos un cuenco de agua y callamos. El dolor en nuestro interior por vivir estos momentos no se puede expresar. El futuro es sombrío. Ambos tenemos la certeza de que mientras Saúl viva, mi vida estará en peligro y mientras yo exista, el alma de mi rey está en peligro.
—¿Porqué, amigo? ¿Porqué permite Yaveh ésta enemistad si yo no la he buscado?
Mi amigo suspira en su interior por encontrarse entre la espada y la pared.
—Nuestros enemigos hablan de nosotros. Eres alguien especial para Yaveh porque tu enemigo es el hombre más importante de su pueblo. Tienes fuerza, valentía y sabiduría para llegar donde quieras y dónde Yaveh quiera... y mi padre lo sabe. Sabe que Yaveh está contigo y eso le irrita, es superior a sus fuerzas. La mayoría de nosotros no estamos hechos para estas batallas. El señor te está preparando para algo importante.
—Pero yo no deseo nada importante, solo quiero servir a mi pueblo.
—Y eso harás.
Estoy en una cueva, huyendo como un perro de mi pueblo y expulsado de mi vida como un delincuente. No acabo de entender a mi amigo cuyo padre es el que ha provocado mi ruina.
—El señor te está preparando. Está creando en tí un corazón obediente a sus inspiraciones y misericordioso con tus enemigos. Está templando tu carácter y fortaleciendo tu espíritu. Está domando tus pasiones y sofocando tu ímpetu. Estas madurando y aprendiendo a confiar, para crear un hombre... según el corazón de Dios.
Quedamos en silencio sopesando sus últimas palabras. Es verdad que las almas fuertes se forjan en el desierto y en la soledad, pero...siento que no llego, que el camino es superior a mis fuerzas.
Mi amigo parece adivinar mis pensamientos:
—Debes aprender a confiar solo en Dios. Que él sea tu único apoyo y consuelo y él te responderá. Pero eso solo se puede probar en la práctica. Todo a tu alrededor debe fallar para que logres apoyarte solo en él.
Salimos afuera. La luz del atardecer baña el desierto con tonos color fuego. Fuego como el que me acrisola y purifica. Fuego como el que me quema y me forja.
Jonatán sentencia a manera de conclusión:
—Sobre todo no albergues en tu corazón odios y rencores. Eso sería la ruina de tu alma. La grandeza del hombre reside en padecer sin odiar. Ver la mano de Dios en todo, aceptar sus designios y mantener la esperanza.
A lo lejos aparece uno de mis hombres corriendo. Bajamos a la llanura para encontrarnos con él y nos cuente las nuevas.
—¡Mi señor, el rey Saúl y su ejército llega por la ladera Norte!
Me vuelvo hacia mi amigo y le ruego:
—¡Vete por el camino del Sur, aprisa! No nos puede encontrar aquí. Nosotros nos iremos por la ladera Oeste, dando un rodeo para despistarle.
Nos damos un abrazo de despedida y nos miramos sin decir nada.
Todo está dicho.
Cada uno debe seguir su camino, aceptar los designios de Yaveh y confiar en él.
Mi enemigo me acosa nuevamente y yo solo puedo rezar y huir.
Quizás algún día Yaveh querrá hacerme justicia y restaurar mi nombre y mi posición.
Mientras tanto, solo puedo rezar, huir y… perdonar.
“Congregóse todo Israel en torno a David, en Hebrón, y dijeron: «Mira: hueso tuyo y carne tuya somos nosotros. Ya de antes, cuando Saúl era nuestro rey, eras tú el que dirigías las entradas y salidas de Israel; Yahveh, tu Dios, te ha dicho: "Tú apacentarás a mi pueblo Israel."». Vinieron todos los ancianos de Israel adonde el rey, a Hebrón; David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahveh; y ellos ungieron a David como rey sobre Israel, según la palabra que Yahveh había pronunciado por boca de Samuel” (1Cro 11,1)
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