Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Un final lógico

por Santiago Martín

La aprobación por el Papa de un ordinariato para los episcopalianos norteamericanos que quieren ser católicos ha sido un paso más en la política llevada a cabo por Benedicto XVI para dar salida a situaciones personales mientras el diálogo ecuménico sigue su camino aparentemente eterno.

Este ordinariato es el segundo que se aprueba para los fieles pertenecientes a la comunión anglicana. El primero fue para aquellos que viven en Inglaterra, mientras éste es para los que viven en Estados Unidos. De momento, en torno a 1.500 fieles y unos cien sacerdotes han anunciado ya su paso a la Iglesia católica. Y esto, según parece, es sólo el principio.

Debemos preguntarnos por qué está sucediendo esto y qué repercusiones va a tener para el ecumenismo.

Ante todo, estas conversiones son la consecuencia de un proceso degenerativo de las Iglesias protestantes, en este caso de la anglicana –en Estados Unidos son conocidos como episcopalianos-. Desde hace años viven inmersos en una deriva progresista que ha hecho de su dogma y de su moral algo totalmente cambiante y subjetivo, y de su culto algo totalmente personal y al gusto del consumidor; mientras hay iglesias anglicanas que celebran la misa de un manera muy parecida a la católica, en otras se ha convertido en una patética caricatura con bandas de música en lugar de altares. La tesis muy británica del “vive y deja vivir” hizo de esa religión un cajón de sastre donde todo cabía; así los anglocatólicos estaban muy próximos a los católicos y los liberales negaban todo, desde la resurrección a la misma divinidad de Cristo; pero todos se sentían anglicanos, porque todos partían del principio de que nada era verdad y cada uno podía creer en lo que quisiera siempre que no se lo impusiera a los demás. Esto ha funcionado por siglos, hasta que la deriva de los últimos años –con pastoras y obispas, con clérigos homosexuales practicantes y lesbianas al frente de las comunidades- ha sido demasiado para algunos, que han comprendido que estas exageraciones eran señal de que no eran una auténtica Iglesia y que la causa de todo es que cometieron un gravísimo error cuando en tiempos de Enrique VIII se separaron de la única Iglesia de Cristo. Se puede decir, por lo tanto, que de aquellos polvos –los de la separación en el siglo XVI- vinieron estos lodos –los de la degeneración en que han convertido a esa Iglesia, hasta el punto de no ser más que una parodia patética de aquella de la que se separaron-. Pero se puede decir también otra cosa: si no hubiera sido por la firme actitud de Juan Pablo II, continuada por Benedicto XVI, la Iglesia católica hubiera entrado en una deriva semejante a la que ha terminado por destruir a los anglicanos; lo que se pretendía era precisamente eso: construir una Iglesia relativista, donde todo fuera subjetivo y donde lo que se ofrecía era siempre lo que reclamaba el consumidor, fuera lo que fuera; los pasos que muchos dieron en ese sentido son lo suficientemente claros como para afirmar que la Iglesia católica estuvo en la segunda mitad del siglo XX al borde de la autodestrucción, por abandonar el mensaje de Jesús y su misión de ser la transmisora fiel de ese mensaje. El Espíritu Santo, que no deja de velar por la Iglesia, lo evitó y ahora vemos volver a ella a hombres y mujeres coherentes que se han dado cuenta de que si los frutos son tan malos en la Iglesia en la que estaban, es porque las raíces no podían ser buenas. En esas instituciones autodenominadas Iglesias seguro que quedan muchos que creen de verdad en la bondad de lo que practican, incluso cuando lo que hacen es aberrante; algunos se darán cuenta, como ahora están haciendo los nuevos integrantes del ordinariato, y pedirán su ingreso en el catolicismo. Otros no y será Dios quien les juzgue. Lo que sí podemos decir es que el resultado a que han llegado es la consecuencia lógica e inevitable del punto del que partieron: sólo si se está unido a la vid, que es Cristo, se pueden dar frutos buenos; los sarmientos que se separan del tronco quizá durante algún tiempo conservan su verdor, pero luego se marchitan y mueren.

¿Qué futuro le espera al ecumenismo? Deberá seguir transitando pacíficamente por la vía del eterno diálogo, esperando quizá al fin de los tiempos para que haya algún avance concreto. Mientras tanto, la Iglesia ha dicho ¡basta! y ha abierto las puertas a los que ya no aguantaban más las desviaciones patológicas de instituciones que se siguen llamando Iglesias, porque quizá no encuentran otra forma de denominarse sin perder el poco crédito que les queda ante el mundo.

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