¡Tócame, por favor!
por Josue Fonseca
DÉJAME TOCARTE
Jean Vanier es la persona viva a la que más admiro. Como saben, fundó la Comunidad de L’Arche en Trosly sur Oeil, un pueblecito de Picardía a comienzos de los 60. Esta institución se encarga de acoger a personas discapacitadas, y a cuidarlas de forma personalizada en un ambiente familiar y cristiano. El movimiento se ha extendido por todo el mundo, y, por encima de su enorme función asistencial, lo que ha creado l’Arche ha sido una mística. Yo he aprendido mucho de ella.
En estas casas se acoge con frecuencia a gente con severas minusvalías sensoriales. Estas son tan grandes a veces que la única manera de comunicarse con ellas es el tacto. Recuerdo la historia de una muchachita, con una historia tan terrible detrás, que ni siquiera podía sonreír y a la que llamaremos Mía. Su cuidadora era Yoko, una chica japonesa. Yoko la bañaba, le daba de comer, le hablaba suavemente, pero era como hacerlo con un autómata: ni una respuesta. Jean la animaba a no desanimarse, a tener paciencia y esperar. Al cabo de bastantes meses, por fin, Mía, un día, esbozó una sonrisa. Fue una especie de preludio. Muy poco después murió.
El cristianismo se ha convertido en la religión de las palabras. Ni de lejos, ninguna otra tradición religiosa en el mundo ha producido tal cantidad de ideas, e ideas sobre ideas. La palabra es sustancial a nuestra fe, y por consiguiente el concepto, y, por consiguiente la teoría. Yo no puedo ponerme al margen (¿qué si no estoy haciendo ahora?). Soy un teórico: me enseñaron a tratar con respeto las ideas y los conceptos. Vale.
Pero en la vida he aprendido que hay palabras vivas y muertas. Estas últimas solo expresan ideas abstractas, las primeras, sin embargo acarician el alma. ¿Saben por qué? Pues porque van acompañadas de actitudes. Jesús, no debió hablar mucho. Y, desde luego, no escribió nada. Pero los cuatro Evangelios, Los Hechos, el resto de los libros del NT están cuajados de actos, de gestos y de contacto corporal.
El Señor es acariciado, besado, apretado. Él también toca, también acaricia. Sus discípulos debían hacerlo: hasta se recuestan, como el “amado”, sobre Él, como más tarde harán los cristianos que “abrazan y besan” a Pablo, antes de subir a Jerusalén. ¿Suena un poco extraño, verdad? En la Iglesia y la sociedad, sobre todo cuanto más se asciende en la jerarquía, más extrañas y fuera de lugar parecen encontrarse estas formas de afecto.
La Historia de los sentimientos y las sensibilidades colectivas nos enseña que las cosas no fueron siempre así: hay algo en la prehistoria de nuestra mente y de nuestro cuerpo que anhela el contacto físico con los demás, como forma primaria de comunicación y de confort, igual que hacen los niños (esos a los que Jesús decía que debíamos parecernos), que mueren cuando se les alimenta pero no se les acaricia.
¿Qué fue lo que pasó? ¿Son los sustratos gnósticos o platónicos que quedan en el cristianismo? ¿O es la moral burguesa del siglo XIX la que nos hace encerrarnos físicamente en nosotros y sufrir? ¿De dónde ese miedo al cuerpo propio, y al de los demás? ¿De dónde esos hombros rígidos, esas manos frías que nos encontramos tantas y tantas veces al entrar en contacto con nuestros hermanos?
Hablo por experiencia. Sé que no es lo mismo un “¡hola!” en un pasillo del trabajo, que la misma palabra con un ligero toque en el brazo. ¿Verdad que no? No es lo mismo decirle a alguien: “¡Tú vales!” o “¡hay esperanza!” a 1,50 metros de distancia, que al lado, con la mano puesta en el hombro, o la palma deslizándose sobre la mejilla. Como soy un tipo con suerte llevo encima un tesoro de abrazos, de cuerpos a mi lado, de besos en mis mejillas. Los tengo de todas clases: blancos, negros, americanos, rusos, de Oriente y Occidente… Dios me ha permitido estrechar manos honradas, manos de santos, de arzobispos y yonkis, de chicas virginales y de prostitutas. De asesinos (por lo menos una vez)… Todos ellos me dieron algo.
Hace unos años estuve compartiendo con una religiosa clarisa (¡no era de Lerma!) un poco más joven que yo. Hablamos de Dios. Por horas. Al final me dijo: “Dejame darte un beso…” Me acerqué y me besó en la frente. Yo le dije: “¡te lo devuelvo!”, e hice lo mismo. Fue una especie de broche a nuestra conversación. Limpio como un cristal.
No crean que soy un ingenuo. De sobra sé de qué materia estoy hecho. Y los demás. Bastantes historias de dolor y carne he tenido que escuchar, y bastantes pecados me he visto obligado a confesar por abrazar, por tocar, mal. Gracias a Dios, y a su Gracia, uno va aprendiendo, como dice mi director espiritual, a “hacerlo como Jesús”… o a no hacerlo en absoluto.
Pero, de verdad, merece la pena. Estas Navidades no paro de pensar en esos hombres abatidos, en esas mujeres despreciadas, y sobre todo en los niños que ayunan de caricias. Los cristianos somos hoy las manos de Cristo, somos rostro, pies y manos. ¿Cuánto hace que no lloraron en tu hombro? ¿Qué no secaste lágrimas, o no hablaste con un viejo? ¿Qué no jugaste con un niño pequeño o te pusiste tu mano sobre un tío tirado en una acera? ¿Y si tú no lo haces, quién lo hará? El Señor nos ha dado un increíble poder a los hombres: con nuestro cuerpo y nuestras palabras podemos dignificar a alguien, reconocerlo persona e hijo de Dios.
Yo anhelo hacerlo. Anhelo salvar, como cuando se acercaron a mí, me tocaron y me salvaron la vida, cuando me dijeron que era hijo de Dios y que valía…
¡Feliz Navidad!