Un Dios pobre
por Canta y camina
Hace unos días me invitaron a una adoración eucarística. Me puse muy contenta, me apetecía muchísimo, era algo que deseaba pero no encontraba el momento ni el lugar, así que acepté, claro.
Estuve anticipándolo durante días, disfrutando de antemano, gozando, ¡iba a estar delante de Jesús de Nazaret, cara a cara!, a la misma distancia que cuando hablo con cualquier persona. ¿Te imaginas?
Yo iba llena de ilusión y entusiasmo, como cuando te dicen que tal o cual actor, actriz, cantante, escritor o futbolista va a estar tal día a tal hora en tal sitio… y tú vas allí con todas las ganas del mundo de verlo, tocarlo, pedirle un autógrafo, hacerte una foto con él, aunque no tengas ni media garantía de que te vas a poder acercar. Solo que yo sí tenía todas las garantías de que iba a poder verle desde primera fila, estar frente a Él cara a cara, en intimidad, hablando durante 1 hora sin que nadie nos molestara ni nos interrumpiera.
Bueno, yo iba allí con esta idea ya hecha, relamiéndome de gusto e ilusión, doliéndome el corazón de puro amor y nostalgia y deseo. Y con muy buena disposición, abierta a lo que quisiera decirme, casi casi esperando que pasara algo grande en mi alma. Pero no sólo no pasó nada sino que llega el sacerdote que iba a predicar… ¡y me descoloca todo el tenderete!
Un sacerdote genial, como Dios manda, del S. XXI, vestido de cura, eso sí con vaqueros negros y melenita, respetuoso con la liturgia, tratando a Dios en el sagrario como es debido y con mimo, leyendo sus notas de una Tablet, todo genial… pero me descolocó por completo, me rompió los esquemas, yo que iba tan tranquilita a mi rollo, con mi plan… ¡y hala!
Porque dio en el clavo, puso el dedo en la llaga, me hizo caer en la cuenta de cosas que yo daba por sentadas y que no señor, no son así.
Leyó un texto de Cicerón -político, orador, jurista y filósofo romano que vivió entre el 106 y el 43 a.C.- en el que distingue entre supersticiosos y creyentes. Define como supersticiosos a aquellos que “rezan u ofrecen sacrificios a los dioses todos los días para que sus hijos les sobrevivan”, es decir, aquellos para quienes los dioses -ya que aún no existía el cristianismo no podía referirse a Dios- no son un fin sino un medio para obtener aquello que les interesa. “Yo te ofrezco un becerro o un cabrito o lo que sea para que tú me des largos años de vida o prosperidad o buena salud. Yo te doy para que tú me des.”
Me hizo caer en la cuenta de que con Dios no se negocia, sino que hay que entrar en comunión con Él, hacernos uno con Él porque eso es lo que Él hace con nosotros.
Me sacudió como si me hubiera dado un calambrazo: ¿a qué había ido yo allí? A estar con Jesús de Nazaret a solas para hablarle de mis cosas, de mis necesidades, de mis agobios… ¡a pedir! ¡Había ido a pedir! Como siempre. Pedir, pedir, pedir.
Pero ¿me había parado a pensar siquiera un segundo en Jesús, en si Él tenía ganas de quedar conmigo esa noche, en qué le apetecía a Él? Pues no. No había pensado en Él para nada, sino en mí y sólo en mí: en qué gustazo me iba a dar, en qué le iba a contar, en qué le iba a pedir.
Este sacerdote dijo también Jesús de Nazaret, Dios hecho carne, Dios hecho pan, es un Dios pobre. ¡Un Dios pobre! ¡Amos anda, si es el Todopoderoso, no me fastidies!
Pues sí, un Dios pobre que mendiga mi amor verdadero. Porque cuando Jesús le pregunta a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” no le está haciendo una pregunta trampa, no hay que buscarle 3 pies al gato. Le está preguntando a su amigo si le quiere. Igual que hacemos nosotros miles de veces a lo largo de nuestra vida. Porque para nosotros es muy importante sabernos y sentirnos amados, sabernos y sentirnos correspondidos por las personas a las que amamos.
Pero claro, nunca me había parado a pensar en Dios como en una persona normal y corriente, con sentimientos y necesidades afectivas, con ratos buenos y malos como todo el mundo. Porque nunca me lo han enseñado así.
Lo que me enseñaron fue un Jesús héroe que siendo inocente y súper bueno con todo el mundo, se dejó apresar, condenar injustamente, insultar, torturar y ajusticiar porque sí, porque era lo que se esperaba de él, por obediencia a Dios Padre, porque era lo que tenía que ser. Y punto pelota.
Y claro, las creencias limitantes limitan mucho, sí. Por eso hay que seguir formándose toda la vida, leyendo, preguntando. Sobre todo preguntándole a Él. Así se conoce la gente: quedando. Quedar y hablar. Quedar y no hablar. Quedar y escuchar. Y sobre todo, insisto, escucharle a Él. Porque resulta que Jesús de Nazaret, Dios Hijo, es una persona real. Divina, sí. Y humana. Que me pregunta: “Guadalupe, ¿tú me quieres?”
Y yo ¿qué le digo? ¿Qué sí, que le quiero, que me interesa por sí mismo? ¿O que me interesa que me vea por allí cerca, en su órbita, para cuando yo necesite algo?
¿Le amo, le quiero, deseo su bienestar, me intereso por él, por sus cosas? ¿Estoy con él porque sí, porque quiero acompañarle, porque a él le gusta? ¿Estoy con él con una paciencia que espera, o le estoy diciendo todo el rato “¡hazme caso, hazme caso, hazme caso!”?
Si Jesús de Nazaret te preguntara hoy: “Fulanito, Fulanita, ¿me amas?”, ¿qué le dirías?