Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Asalto al purgatorio (V): Defensa

por Juan Miguel Carrasquilla

Un jinete llega veloz desde las profundidades de los ríos de Gracia. Tomás de Aquino, Agustín de Hipona e Ignacio de Loyola se encuentran en el puesto de mando, analizando la situación y dirigiendo las operaciones. El jinete es San Alberto Magno, teólogo, astrónomo, físico, químico y profesor de Tomás. Desmonta con agilidad y anuncia:
—¡El purgatorio está convulsionado. Los santos están autoinmolándose para defender las almas en proceso de purificación!
Los improvisados comandantes estupefactos, no articulan palabra y el mensajero insiste:
—¡Se están intercambiando por ellas para que no sean arrastradas por las tentadores!
Tomás comenta con un tono apenas audible:
—En verdad que nunca pensé ver una hora tan terrible en los cielos.
—A por ti vengo, Tomás. Hay una batalla que solo puedes librar tú.
Alberto nota cómo su discípulo se dispone interiormente sin dilación para el envite que se le propone. El teólogo medieval recoge su escudo y su espada bruñida para el combate y ordena:
—¡Guíame!
Ambos suben a sus monturas y parten raudos en pos de su misión, mientras el de Loyola y el de Hipona quedan sobrecogidos ante el posible destino que espera a su amigo.
—No nos hemos despedido.
—Tomás no ha querido.
—Sí. No había tiempo que perder.
—Ni apegos que purificar.
El de Aquino, la mente más privilegiada de la cristiandad, cabalga veloz hacia su destino pero de repente, frena violentamente a su caballo, levantando una nube de polvo desértico del purgatorio. Algo pasa a sus espaldas. Alberto, su amigo y mentor ha sido derribado de su caballo por una horda de... Jacobinos.
—¡Continúa, Tomás, continúa!—Grita mientras los ciudadanos franceses le sujetan y le aplastan contra el suelo.—¡No te pares, sigue!
Tomás, obediente y decidido sabe que el momento no admite dudas y girando su montura reinicia el galope.
En el río de Gracia que purifica las almas de la envidia, un grupo de condenados importunan a un alma que se debate entre un mar de... dudas. Se trata del filósofo y matemático del siglo XVI, René Descartes. Entre los vericuetos de su mente se flitra el escepticismo, que durante su vida material, le llevó a buscar verdades inmutables a través de la duda metódica. Mientras Voltaire, Rosseau, Montesquieu, D´alambert y Diderot, los creadores del iluminismo y la enciclopedia, le intentan convencer para que vea… la luz.
—Abandona las supersticiones y las ilusiones. La religión mal entendida es una fiebre que puede terminar en delirio.
—No me quitéis mi esperanza—exclama el matemático, sin mover los labios bajo la cascada de Gracia purificadora.
—La esperanza es una virtud cristiana que consiste en despreciar todas las miserables cosas de este mundo en espera de disfrutar, en un país desconocido, deleites ignorados que los curas nos prometen a cambio de nuestro dinero.—Contesta Voltaire mientras se gira hacia el nuevo visitante, que desmonta rápidamente y se coloca entre Descartes y los filosófos asaltantes. Tomás les increpa:
—¡Dejádle en paz!
Tomás de Aquino nunca se imaginó que el cielo le invitaría a defender a un alma que comprometió todo su pensamiento teocéntrico del mundo para abrir las puertas al ateísmo, pero comprende que fue necesario para la purificación de la iglesia en la historia de la humanidad.
El filósofo y poeta, Voltaire desenvaina su florete:
—Ya llegó el teólogo. El demostrador de la existencia de Dios.—ríe irónico lanzando una estocada al pecho de Tomás, que rechaza interponiendo su pesado escudo—La razón me dice que Dios existe, pero también me dice que nunca podré saber lo que es.
—¡Para llegar a Dios no solo debemos depender de la razón, el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios!—grita Tomás rodeado por los ilustrados.
Voltaire vuelve a atacar a su rival.
—Supersticiones inútiles y peligrosas.
—¡La Gracia, el Espíritu Santo, el diálogo del alma con Dios. ¡Verdades!
—¡Fanatismos!—grita efusivo Voltaire, mientras los demás acosan con sus estocadas al teólogo medieval— ¡aplastemos al infame! ¡Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo!
La batalla es desigual. Tomás es grande en sabiduría pero también en corpulencia. Es más lento que sus oponentes que atacan con armas más ligeras y en superioridad numérica.
—¡Amarás a Dios sobre todas las cosas!
—Y al prójimo como a ti mismo. Tenemos suficiente religión para odiar y perseguir y no la tenemos en cambio para amar y socorrer a los demás.
Rosseau interviene con una estocada certera en el centro del pecho de su oponente, produciendo una herida de la que brota materia espiritual:
—¡Ha nacido el hombre!
—El ateísmo es el vicio de unas cuantas personas inteligentes—apoya Voltaire divertido.
Alberto aparece sujetado por sus captores y grita a su hijo, al que ve flaquear:
—¡Contesta Tomás!
—No quieren escuchar. No quieren conocer la verdad. Sin Dios no se puede amar al prójimo. La razón sin fe lleva al relativismo, al materialismo y al individualismo—gime Tomás mientras suelta la espada y deja caer el escudo.
—Y la fe sin razón lleva al fanatismo —sentencia rotundo el filósofo francés, mientras aprovecha la rendición de su adversario y le inflinge una estocada en el cuello.
—¡La iglesia nunca a negado la razón! — responde Alberto, mientras forcejea preso por los ciudadanos revolucionarios.
—Todos esos falsos milagros con los que quebrantáis la fe. Todas esas leyendas absurdas que añadís a las verdades del Evangelio apagan la religión en los corazones.
—La razón completa a la fe y la fe no niega la razón, la supera.
Voltaire parece hastiado de la refriega:
—Las discusiones metafísicas se parecen a los globos llenos de aire; cuando revientan las vejigas, se observa cómo sale el aire y no queda nada.
Alberto grita a Tomás:
—¡Defiendete, Tomás, hijo mío!¡Diles que el cristianismo no es una filosofía, ni una ideología.
—Solo existe el amor a Dios o el amor propio, y éste último nace y desemboca y en el amor al dinero—susurra Tomás completamente agotado.
—Cuando se trata de dinero todos somos de la misma religión. —Ironiza Voltaire, que disfrutó en  su vida material de una inmensa fortuna, mientras asesta una última estocada al doctor de la iglesia, que se tambalea— Pensad por cuenta propia y dejad que los demás disfruten del derecho a hacer lo mismo.
La mirada apagada de Tomás se posa en Alberto, que ha dejado de forcejear, previendo lo que va ha suceder a continuación.
—Si el hombre ocupa el lugar de Dios, la humanidad se pierde en su egoísmo.
Tomás de Aquino pronuncia su última frase mientras cae de espaldas al fondo del río, provocando el intercambio. René Descartes subirá a la Frontera directamente dónde mirará cara acar a la Verdad, que buscó durante toda su vida. Alberto el Magno ora interiormente por su discípulo y maestro, mientras una mano le arranca de sus captores y lo iza a la grupa de su caballo. Es el dominico San Buenaventura, el otro gran teólogo contemporáneo de Tomás. Se apartan a unos metros prudentemente, mientras los filósofos observan a Tomás de Aquino, abrasado por la purificación divina.
—En fin, olvidemos a estos fanáticos. Nosotros a lo nuestro.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Una vez que hemos derribado la tiranía mental, debemos decidir quién manda.
Los filósofos se empiezan a mirar con temor y sospechas. Rosseau propone:
—No hacen falta líderes ni autoridades.
—Toda sociedad necesita jerarquía. Es imposible sobrevivir sin organización.
De repente los jacobinos se apartan dejando paso a tres personajes que irrumpen decididos a imponerse.
—¡Aquí mandamos nosotros! —aclara Robespierre, flanqueado por Danton y Marat, armados con mosquetones. —¡Libertad, fraternidad y libertad! ¡Proclamamos los derechos del ciudadano!
San Alberto Magno interviene, desde lejos, repuesto del sacrificio de Tomás:
—Valores cristianos que os habéis apropiado vosotros los humanistas, racionalistas, bienintencionados y masones, para confundirlo todo. Sin la Gracia el hombre no tiene capacidad para llevar a cabo estos valores. Sin fe, los derechos humanos caen en la sinrazón inhumana.
Pero sin tiempo para reaccionar un tumulto se crea detrás del grupo de Jacobinos, que de nuevo se apartan apara dejar paso a la figura de un jinete a lomos de un imponente caballo.
—¡Señores, aquí mando yo!
Vocifera un orgulloso Napoleón Bonaparte seguido de un inmenso ejército…


“Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hc 20, 22)

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