Una carta abierta a mis hermanos de Comunidad
por Josue Fonseca
Queridos hermanos. El otro día estaba orando por la noche y pensé en escribiros esta carta. Como esta semana comenzamos el Adviento, me pareció una buena ocasión.
Lo primero que quiero deciros es, precisamente, que os quiero. Sé que “obras son amores” y que muchas veces no muestro suficiente cariño, pero de verdad que quiero conseguirlo. Sin vosotros en conjunto, independientemente del nivel de relación que tengo con cada cual y de mi variable estado de ánimo, mi realidad sería mucho más fría, más pobre y más vacía. Seguramente sería peor persona. Hace 30 años la Comunidad cambió mi vida: por primera vez hubo una gente que me acogió, me aguantó, y me enseñó a encontrarme con Dios. Eso ha sido lo más importante que me ha pasado, y sigue sucediendo todos los días.
Tenemos el tesoro de tenernos, en las buenas y en las malas.
Nuestro “pegamento” es el Señor ¡Somos tan distintos, y sin embargo en Él encontramos siempre el puente que nos acerca al otro! Por eso quiero animaros, antes que nada, a que busquéis a Jesús. ¡No tengáis miedo, porque estamos aquí para eso! Ya sé que no es fácil para todos: el mundo en que vivimos hace que recogerse y mirar a las cosas eternas sea una cosa complicada, o, peor aún, una memez, con todo lo que hay que hacer. Pero no es así: de verdad que es la fuente de nuestra vida. Esos minutos robados, o esas horas, son la raíz que nos mantiene vivos. Hay un Amor Extraño que nos busca, aunque parezca esquivo y escondido. Nuestra casa está en Él.
Vivimos en medio de preocupaciones. Unas son mayores que otras, pero a cada uno le toca lo suyo. Sé que hay problemas económicos; los hay con los hijos y en el matrimonio, los hay de soledad. Tal vez estamos perdidos en la vida, y los deseos del corazón no se cumplen. Eso se llama la Cruz. No voy a decir palabras bonitas, porque yo mismo sé lo que es estar cansado de pasarlo mal, y las teorías no ayudan. Pero a mí llorar delante de Dios sí me ayuda. Me transforma. Y es verdad que con Él lo podemos todo.
Cada vez veo más gente que sufre. Esta crisis está trayendo mucho dolor a las casas. Y esta sociedad cada vez fabrica más muertos en vida: tenemos que ayudarles. La gente necesita que la quieran con un Amor que es mayor que el nuestro, que la escuchen y la consuelen, que atiendan sus necesidades; aunque sea una persona sola; ya sabes lo que dice la famosa halakot 12 del Talmud: “el que salva una vida, salva a toda la Humanidad”. No tenemos que olvidar que nuestra alegría es Cristo: hay que hablar de Él, enseñarle y predicarle porque es lo mejor que tenemos para dar. No tenemos grandes medios, pero tenemos nuestras casas y nuestro tiempo, sea poco o mucho.
Y tenemos hacerlo junto con todos, en la Iglesia. Ya sabéis que esto no es fácil. ¡hay tantas opiniones de “hermanos en la fe” que resultan tan extrañas! ¡hay que explicar tanto tantas cosas que parecen tan evidentes para nosotros, que la tentación es cerrarse y “pasar”. Pero no podemos. Nuestra vocación es la del “perdón y el abrazo”. La de tender la mano a todos y procurar comprenderlos; incluso aquellas cosas que ponen a prueba nuestra razón y nuestra paciencia: la unidad se construye así.
Eso sí: las cosas claras. La fe es la que es. Y, por otro lado: nadie tiene derecho a pedirnos que colaboremos en aquello en lo que no podemos creer.
Así que si nos amamos, si nos abrimos a todos, si no pensamos solo en nosotros y si tenemos una experiencia auténtica de Dios, podemos dar mucho. Vamos a ser como esa “ciudad sobre un monte que no se puede esconder”.
Tenemos que aprender a celebrar el regalo que Dios nos ha hecho a unos con los otros. ¡E invitar al baile a los que pasan por delante!
Este es del programa de fiestas para el Adviento.
Un abrazo muy muy fuerte. En Jesús y María:
Josué.