Envidia
Continuamos con la serie experimental de los pecados capitales, después del paréntesis que han supuesto las dos anteriores glosas: “Estoy cansado” dedicado a los que estamos cansados de mirarnos el ombligo y ser víctimas de nuestra vida y somos sanados por Jesucristo en su iglesia. Y “La última tentación de Judas” dedicado a todos aquellos utópicos humanistas demagogos que les ha molestado la visita de Benedicto XVI por razones económicas. Mientras el primer mundo arregla la crisis económica mundial en la que le ha metido su avaricia, avisamos de que lo peor que le puede pasar a la humanidad es tener una iglesia pobre y sin recursos, que no pueda llegar con su mensaje y su caridad a los lugares más alejados de la tierra…y hoy España, es un lugar lleno de pobres alejados.
Continuamos como digo, con los pecados capitales, raíz de todo mal colectivo y personal que acampa sobre la tierra. Por mucho que demos vueltas por el mundo y por la historia, detrás de todo conflicto humano, problemas económicos, políticos, educativos, morales, matrimoniales, familiares, sexuales… existe una raíz de pecado. Y lo malo no es el pecado, sino la ceguera. El médico puede hacer poco con enfermos que no admiten su maldad y no compran los medicamentos recetados.
Con su permiso…
17 de Agosto de 1661. Me llamo Jean Baptista Colbert y soy un maestro de las finanzas. Tengo grandes ideas económicas para Francia. Estoy a un paso de conseguir el puesto que merezco: superintendente de finanzas del estado. Sanearé las arcas del país, modernizaré la infraestructuras, fomentaré el comercio, sobre todo marítimo, embelleceré París y favoreceré las artes y las letras para mayor gloria de Francia.
Pero tengo un problema y ese problema tiene nombre: Nicolás Fouquet. Este advenedizo, comprador de fama y vendedor de humo, ocupa ese puesto que no le corresponde. Estamos en Vaux-Le-Vicomte, su esplendoroso palacete construido a base de dineros de dudosa procedencia, que está dejando asombrados a todos los invitados a la fiesta en honor de Luís XIV. Fuegos artificiales, teatro del joven Moliére, refinada cocina del prestigioso Vatel. Música, risas, y parabienes entre jardines de ensueño, paseos en el edén y bellas esculturas clásicas.
Ahí viene, rodeado de aduladores de baba, con ese aire de inocencia y superioridad insufribles. Saludando a unos y a otros con falsedad e interés, en la cúspide, en lo alto de la fama. Su fiesta está siendo un éxito arrollador que se recordará en todo París durante mucho tiempo. Pero su estrella está apunto de descender, esta noche será la primera y única grandeza que el destino le proporcionará. Llevo un tiempo detrás de demostrar que desvía dinero de las arcas del estado para su provecho, de ahí su fortuna y extravagancias como este palacio y la fiesta de esta noche. Es cuestión de cuadrar algunos números, sellar algún documento con su firma, y hacer desparecer algunos recibos. Son cosas que me veo obligado ha hacer por el porvenir de Francia, que si sigue en manos de Fouquet no tiene futuro. Este bufón solo piensa en su gloria personal, es un derrochador y un superficial. Yo, sin embargo, austero y cabal, solo busco el bien de mi país y de mi rey.
—¡Oh, querido Coulbert! ¿Está disfrutando de la fiesta? ¿Ha probado la crema Chantilly? Es la última creación de Vatel...deliciosa.
—¡Excelente, todo excelente! No tengo palabras. Estoy en el paraíso. Felicite de mi parte a monsieur Vatel, se ha superado una vez más.
—¡Oh, ahí va monsieur La Fontaine, mi escritor favorito!, disculpe querido.
¡Si desaparece de mi vista, petulante sabandija! Me deja allí de pie, despreciado como una rata invisible, poco importante para él y su mundo. Pues ese mundo está a punto de abrirse debajo de sus pies.
Me dirijo hacia el rey. Se encuentra en un lugar de honor desde dónde puede contemplar todo el jardín principal y las fuentes iluminadas de colores. Está rodeado de su corte de consejeros más allegados y pelotas. Pero en cuánto me acerco les hace un ligero gesto con la mano para que se marchen y me dejen sitio a su lado.
—¿Majestad? —me inclino ante su realeza hasta que casi se me cae la incomoda y calurosa peluca.
—Ven, siéntate a mi lado, querido Coulbert. Estoy furioso. Este mequetefre de Fouquet, parece el rey esta noche. Mira cuánta magnificencia, que grandiosidad, cuánto lujo. Habría que recordar a toda esta piara de bobalicones que el rey soy yo. ¿Qué tal van tus gestiones para acabar con este petulante engreído?
—Bien, Señor. Espero que unos días lo podáis arrestar y acabar con su fama.
—No quiero difamarle, quiero hacer desaparecer su recuerdo de París, del mundo y de la historia. Quiero encerrarle en el calabozo más profundo de Francia y echar la llave al Sena.
Me regocijo ante mi rey. Con mentes tan claras y determinantes como la suya, que saben ver la verdad, Francia tiene futuro.
Hay viene de nuevo el tonto ajeno a su destino. Entre risas vacías y ojos ambiciosos, rodeado de seguidores e interesados, se posiciona ante su monarca y habla con su estridente voz:
—Mi rey, todo esto es en su honor. ¿Está contento mi Señor?
Luís XIV, con evidente esfuerzo, contesta:
—¡Querido Foquet! Estoy entusiasmado con el palacio, con la comida, con el arte… con todo. He de reconocer que estamos ante un inigualable anfitrión. Ha demostrado una talla organizativa y un gusto exquisito. Su rey y su nación pueden descansar en sus manos. Se ha convertido esta noche en la personalidad más importante de París… después de su rey, claro está.
Entre las risas del personal y movimientos puritanos de abanicos y faldas, el ridículo bobo contesta:
—¡Por favor, mi Señor! Soy un humilde siervo de su majestad y todo es para mayor gloria de Francia y su rey.
Un mes después Nicolás Fouquet fue apresado por el jefe de la policía, D´artagnan, y conducido al calabozo. Ante los documentos incriminatorios expuestos por la acusación el veredicto no podía ser otro: el exilio. Pero el rey intervino para que la condena no fuera tan benévola. Fue la primera y única vez en la historia de Francia, que un tribunal fue corregido por un rey para agravar la pena, no para reducirla. El desdichado acabó sus días en la fortaleza alpina del Pignerol, tras veinte años encerrado.
“El 17 de Agosto a las 6 de la tarde, Fouquet era el rey de Francia. A las 2 dela mañana ya no era nada...” (Voltaire).
El nuevo intendente de finanzas Coulbert, saneó las arcas francesas y el rey Sol iluminó desde entonces el horizonte de su país sin oposición. Creó Versalles como copia mejorada y ampliada del palacio de Fouquet, aunque finalmente no pudo enterrar del todo su memoria. No hay nada escondido que no salga a la luz... tarde o temprano.
La envidia es el pecado más peligroso porque es el más difícil de reconocer y admitir, ya que implica complejos y debilidad de carácter.
El envidioso no conoce la satisfacción ni la disculpa.
Líbreme Dios de sentir envidia que de los envidiosos no hay quién me libre.
Continuamos como digo, con los pecados capitales, raíz de todo mal colectivo y personal que acampa sobre la tierra. Por mucho que demos vueltas por el mundo y por la historia, detrás de todo conflicto humano, problemas económicos, políticos, educativos, morales, matrimoniales, familiares, sexuales… existe una raíz de pecado. Y lo malo no es el pecado, sino la ceguera. El médico puede hacer poco con enfermos que no admiten su maldad y no compran los medicamentos recetados.
Con su permiso…
17 de Agosto de 1661. Me llamo Jean Baptista Colbert y soy un maestro de las finanzas. Tengo grandes ideas económicas para Francia. Estoy a un paso de conseguir el puesto que merezco: superintendente de finanzas del estado. Sanearé las arcas del país, modernizaré la infraestructuras, fomentaré el comercio, sobre todo marítimo, embelleceré París y favoreceré las artes y las letras para mayor gloria de Francia.
Pero tengo un problema y ese problema tiene nombre: Nicolás Fouquet. Este advenedizo, comprador de fama y vendedor de humo, ocupa ese puesto que no le corresponde. Estamos en Vaux-Le-Vicomte, su esplendoroso palacete construido a base de dineros de dudosa procedencia, que está dejando asombrados a todos los invitados a la fiesta en honor de Luís XIV. Fuegos artificiales, teatro del joven Moliére, refinada cocina del prestigioso Vatel. Música, risas, y parabienes entre jardines de ensueño, paseos en el edén y bellas esculturas clásicas.
Ahí viene, rodeado de aduladores de baba, con ese aire de inocencia y superioridad insufribles. Saludando a unos y a otros con falsedad e interés, en la cúspide, en lo alto de la fama. Su fiesta está siendo un éxito arrollador que se recordará en todo París durante mucho tiempo. Pero su estrella está apunto de descender, esta noche será la primera y única grandeza que el destino le proporcionará. Llevo un tiempo detrás de demostrar que desvía dinero de las arcas del estado para su provecho, de ahí su fortuna y extravagancias como este palacio y la fiesta de esta noche. Es cuestión de cuadrar algunos números, sellar algún documento con su firma, y hacer desparecer algunos recibos. Son cosas que me veo obligado ha hacer por el porvenir de Francia, que si sigue en manos de Fouquet no tiene futuro. Este bufón solo piensa en su gloria personal, es un derrochador y un superficial. Yo, sin embargo, austero y cabal, solo busco el bien de mi país y de mi rey.
—¡Oh, querido Coulbert! ¿Está disfrutando de la fiesta? ¿Ha probado la crema Chantilly? Es la última creación de Vatel...deliciosa.
—¡Excelente, todo excelente! No tengo palabras. Estoy en el paraíso. Felicite de mi parte a monsieur Vatel, se ha superado una vez más.
—¡Oh, ahí va monsieur La Fontaine, mi escritor favorito!, disculpe querido.
¡Si desaparece de mi vista, petulante sabandija! Me deja allí de pie, despreciado como una rata invisible, poco importante para él y su mundo. Pues ese mundo está a punto de abrirse debajo de sus pies.
Me dirijo hacia el rey. Se encuentra en un lugar de honor desde dónde puede contemplar todo el jardín principal y las fuentes iluminadas de colores. Está rodeado de su corte de consejeros más allegados y pelotas. Pero en cuánto me acerco les hace un ligero gesto con la mano para que se marchen y me dejen sitio a su lado.
—¿Majestad? —me inclino ante su realeza hasta que casi se me cae la incomoda y calurosa peluca.
—Ven, siéntate a mi lado, querido Coulbert. Estoy furioso. Este mequetefre de Fouquet, parece el rey esta noche. Mira cuánta magnificencia, que grandiosidad, cuánto lujo. Habría que recordar a toda esta piara de bobalicones que el rey soy yo. ¿Qué tal van tus gestiones para acabar con este petulante engreído?
—Bien, Señor. Espero que unos días lo podáis arrestar y acabar con su fama.
—No quiero difamarle, quiero hacer desaparecer su recuerdo de París, del mundo y de la historia. Quiero encerrarle en el calabozo más profundo de Francia y echar la llave al Sena.
Me regocijo ante mi rey. Con mentes tan claras y determinantes como la suya, que saben ver la verdad, Francia tiene futuro.
Hay viene de nuevo el tonto ajeno a su destino. Entre risas vacías y ojos ambiciosos, rodeado de seguidores e interesados, se posiciona ante su monarca y habla con su estridente voz:
—Mi rey, todo esto es en su honor. ¿Está contento mi Señor?
Luís XIV, con evidente esfuerzo, contesta:
—¡Querido Foquet! Estoy entusiasmado con el palacio, con la comida, con el arte… con todo. He de reconocer que estamos ante un inigualable anfitrión. Ha demostrado una talla organizativa y un gusto exquisito. Su rey y su nación pueden descansar en sus manos. Se ha convertido esta noche en la personalidad más importante de París… después de su rey, claro está.
Entre las risas del personal y movimientos puritanos de abanicos y faldas, el ridículo bobo contesta:
—¡Por favor, mi Señor! Soy un humilde siervo de su majestad y todo es para mayor gloria de Francia y su rey.
Un mes después Nicolás Fouquet fue apresado por el jefe de la policía, D´artagnan, y conducido al calabozo. Ante los documentos incriminatorios expuestos por la acusación el veredicto no podía ser otro: el exilio. Pero el rey intervino para que la condena no fuera tan benévola. Fue la primera y única vez en la historia de Francia, que un tribunal fue corregido por un rey para agravar la pena, no para reducirla. El desdichado acabó sus días en la fortaleza alpina del Pignerol, tras veinte años encerrado.
“El 17 de Agosto a las 6 de la tarde, Fouquet era el rey de Francia. A las 2 dela mañana ya no era nada...” (Voltaire).
El nuevo intendente de finanzas Coulbert, saneó las arcas francesas y el rey Sol iluminó desde entonces el horizonte de su país sin oposición. Creó Versalles como copia mejorada y ampliada del palacio de Fouquet, aunque finalmente no pudo enterrar del todo su memoria. No hay nada escondido que no salga a la luz... tarde o temprano.
La envidia es el pecado más peligroso porque es el más difícil de reconocer y admitir, ya que implica complejos y debilidad de carácter.
El envidioso no conoce la satisfacción ni la disculpa.
Líbreme Dios de sentir envidia que de los envidiosos no hay quién me libre.
“Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sb 2, 24)
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