Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Estoy cansado

por Juan Miguel Carrasquilla

Hago un alto en el camino de la serie de los pecados capitales, dejando para más tarde los dos pecados maestros: envidia y soberbia.

Quiero escribir algo para preparar la venida de Benedicto XVI a España.
...Con su permiso.


Hace calor. Uno de esos días de calor aplastante, sofocante y asfixiante. Como todos los días mis parientes me ponen a la sombra de la puerta Hermosa. Jerusalén está ardiendo por el calor, por la gran cantidad de gentes y por los acontecimientos de los últimos días. Se comenta que el aquel profeta que resultó ser un impostor y murió en la cruz, se les aparece en sueños a sus seguidores y les da consignas y órdenes para difundir su doctrina. Para colmo dicen que hace unos días se les presentó con cuerpo, que no eran sueños y más tarde le insufló una especie de poder, de don, y se pusieron a predicar y hacer milagros. Dicen que se trata de  su espíritu vivo, actuando en ellos.

Yo estoy enfermo desde siempre. Nací con las piernas retorcidas. Dicen que el mal está en mí. Que pago pecados de mis padres y que no debo interrogar a la justicia de Dios sino resignarme y morder el polvo. He oído en alguna ocasión a estos nuevos predicadores y hablan cosas hermosas, hablan de aceptar la verdad en nuestros corazones, pero...¿Cómo aceptar aquello que no comprendes?. Sí, no tengo otra opción, no comprendo mi realidad. No comprendo el porqué de mis horrendas piernas. No comprendo el porqué de mi indigencia, siempre pidiendo con la mano en alto, extendida, arrugada, vacía, humillada. Como no comprendo, me resigno.

Hay un murmullo. Suben personas alborotadas por la cuesta. Alguno casi me pisa. Nadie repara en mí. Soy peor que una rata, soy invisible. Lo peor de mi vida no son mis limitaciones que me obligan a depender de los demás y a humillarme. Lo peor de mi vida es la soledad. La incomprensión me amarga el alma. La falta de consideración, la mirada de asco o lo que es peor, de lástima, me enfurece. Me siento viviendo una vida encarcelado en mi cuerpo, pero sobre todo en mi alma. No puedo respirar, me ahogo y no es por el calor. Es por la soledad. Todos me parecen falsos. Todos me parecen engreídos y soberbios ante mi presencia. Me gustaría volar, desaparecer de este mundo.

Entre el barullo de gente descubro a los protagonistas del alboroto. Son ellos. Los predicadores del otro día. Se les ve apurados, incómodos ante tanta expectación. Con la mitad de atención que ellos reciben me conformaba yo. Alguien que se fije en mí. Alguien que vea más allá de mis defectos, alguien que me consuele en mi amargura y mi rabia. Alguien que me acepte y me quiera.

Extiendo la mano una vez más. Alzo la palma de mi mano vacía una vez más. Espero algo, no sé el qué. Ya no sé lo que quiero, es tanta mi necesidad, mi indigencia. Quizás estos que predican el amor y el poder de Dios me den algo, una moneda, una caricia. El mayor posa suavemente su mano sobre el brazo del otro y ambos se paran ante mí.
—¡Míranos!
El mayor me ruega. Sí. Me lo ruega con autoridad, pero me lo ruega, me lo suplica. Yo ya los miraba, pero ese míranos es diferente. Me invita a mirarlos de otra forma. Me invita a mirar dentro, a mirar más allá, a romper mis esquemas, a mirar dentro de mí. Y veo. Comprendo el horror, no de mi cuerpo sino de mi alma. Un alma pobre, pequeña y ensuciada por mi amargura. Comprendo que la gente no repara en mí no por el horror de mis piernas, sino por el horror de mi gesto. Un gesto de odio, de humillado pero no de humilde. Un gesto feo, odioso, despreciativo. Un gesto amargo como mi interior. Comprendo que la enfermedad no es lo peor de mi vida. Lo peor de mi vida es la amargura, la tristeza y la envidia que me afean el alma.

Les miro. Les miro como nunca había mirado a nadie antes. Les miro porqué en décimas de segundo comprendo el peso de mi alma. Un peso que no puedo llevar más, un peso que me ata, que me encadena a mí mismo. Estoy cansado, estoy abatido. Y les miro. Les miro porque siento que es una oportunidad de cambiar, de evolucionar, de comprender...
El mayor me dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar”

Y tomándome de la mano derecha me levanta. Al instante cobran fuerza mis pies y tobillos,y de un salto me pongo en pie. Todo se ordena. Todo se pone en su sitio. En mi cuerpo y en mi alma. Ya no volveré a dar paso a la tristeza, a la amargura. Perdonaré y disculparé a todo aquel que no me quiera. No porque me he vuelto bueno de repente o porque estoy sanado de mis piernas. Sino porque he encontrado dónde está la vida. Nadie puede dar lo que no tiene y yo daré, porque he encontrado la fuente de la vida. Es él. Es Jesucristo. Está vivo y se ha fijado en mí. Me ha mirado y me ha curado...y ellos me lo han presentado. En el nombre de Jesús, habían dicho. Una palabra, un nombre, lo cambió todo. No unas monedas, no un poder terrenal, no un poder cualquiera. Un nombre. JESUCRISTO. Ellos me lo presentaron. Si estaré siempre agradecido a estos hombres. Pedro y Juan se llaman. Sí. Los seguiré a dónde vayan y escucharé sus palabras para conocer a Jesús. Para descansar, para vivir, para respirar.
Y Entro con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios.

“Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban cansados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc 9, 35)

 
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