Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Cólera

por Juan Miguel Carrasquilla

Galopamos camino de Moscú. La nieve es arrastrada por el viento como un fiero manto sobre nuestras caras. Los cascos de los caballos resuenan en la fría y temible noche. Disfrutaba de un retiro de ayuno y oración en las grutas de las montañas, cuando un mensajero de palacio vino en mi busca:
—¡Obispo Afanasio! ¡Ha ocurrido una tragedia! — me informa con angustia—¡Es el Zar!
Uno de los motivos por los que busqué la paz y la soledad del retiro, fue orar por el alma de Iván IV, el Zar o como le gusta ser llamado, el Zar de todas las Rusias. Como Patriarca de Moscú es mi responsabilidad, pero ya casi no me queda esperanza ante la debacle mental y de la degeneración moral del últimamente llamado por su propio pueblo: Iván el terrible. Desde que murió su primera mujer Anastasia Romanovna, se abandonó al desenfreno, entrando definitivamente en la oscuridad del infierno que siempre le ha seducido: alcohol, orgías, asesinatos, furias y venganzas. Quizás yo no he sabido ganarme su confianza. Me he opuesto demasiado frontalmente a él y no logré aprender de mi predecesor, el metropolitano Macario, que supo calmar sus ansiedades y canalizar sus miedos. Ha sido un gran gobernante para unir, expandir y modernizar Rusia, pero es un alma ahogada en su propio odio...Y todo pecado tiene su consecuencia.
Llegamos a palacio y descabalgamos casi sin detener las monturas. El diácono Aleksei me informa aterrado mientras subimos las escaleras, rodeados de sirvientes y curiosos:
—Lleva cuatro días así. No ha salido del cuarto ni para comer. Por las noches sus gritos y llantos nos hielan la sangre. No nos atrevemos a entrar. Yo lo he intentado varias veces y me echa a gritos, golpes y amenazas de muerte—el joven y grueso diácono, descansa en el rellano y aprovecha para recuperar el aliento. Después de unos segundos continuamos la ascensión hasta la alcoba del Zar—, un demente. Ha perdido la cabeza definitivamente. La última vez que le vi tenía la cara y las manos ensangrentadas de arrancarse la barba y arañar las paredes.
Llegamos a la puerta tras la cuál me esperaba una escena sobrecogedora. Antes de entrar descubrí entre el grupo al médico personal del Zar.
—¿Sigue tomando mercurio?
—Hasta ahora, regularmente—contesta el médico orgulloso y a la defensiva. Sabe que no soy muy partidario de ese tratamiento para la sifilis. Creo que desde que lo toma se le han acentúado sus obsesiones y desequilibrios.
Me dispongo a entrar, no sin antes santiguarme y encomendarme a Jesucristo. Arriba, abajo, derecha, izquierda. Abro la puerta.
La ténue iluminación de la estancia por las antorchas medio extinguidas, apenas deja ver las riquezas de los adornos persas y las coloridas alfombras tártaras. Encima de una de ellas, empapada de sangre, se encuentra derrumbado Ivan Vasilievich meciendo entre sus brazos a su hijo que tiene la cabeza abierta y los ojos en blanco. Noto que al joven todavía le queda un hilo de vida porque mueve ligeramente el labio inferior. En uno de sus ataques de cólera, el Zar resolvió una discusión con un fuerte bastonazo rompiendo la crisma de su hijo predilecto.
A derecha e izquierda noto la presencia de unos animales. Son perros.. Pero son como espíritus, como entes incorpóreos… son irreales. No hacen caso de mi presencia y reposan ausentes. Me repongo de la impresión y del olor a muerte y me dirijo al Zar.
—Debería dejar que le viera el médico.
La mirada perdida y la boca abierta. No hay respuesta. Lo intento de nuevo por otro flanco. Suspiro:
—Nuestro Señor Jesucristo nos ampare.
Iván deja de mecer el cuerpo de su hijo y sin mirarme me pregunta con un hilo de voz:
—¿Cuántas disciplinas y penitencias debo hacer para recuperar a mi hijo?
Iván es un hombre atormentado. Su religiosidad está anclada en la culpa, el pecado y el fanatismo. Últimamente cree en hechicerías y brujerías. Vive una fe insana y pervertida.
—La vida de su hijo está casi apagada. La ira descontrolada engendra violencia y la violencia tiene consecuencias—sentencié.
Los perros han levantado la cabeza en señal de alerta.
—No pude frenarme.
—Lo sé, nunca lo hace.
—La ira pudo conmigo.
—Como siempre.
—Dios no me quiso conceder la gracia de sujetarme.
—Un alma ejercitada en la virtud consigue poco a poco el dominio de sí. Un alma abandonada a sus deseos y en guerra interior continua, es presa de sus instintos y no ejerce control sobre ellos.
Los perros se han levantado sobre sus cuatro patas. Yo sigo pegado a la puerta, vigilante.
—Afanasio, soy un alma sin remedio, ayúdame. Mira lo que he hecho. Desde los tiempos de Adán hasta este día, he sobrepasado a todos los pecadores. Bestial y corrompido he ensuciado mi alma.
—Debe encontrar la paz.
—¿Cómo?
—Perdonando. A los demás y así mismo.
—Lo que he hecho no tiene perdón.
—Lo que ha hecho es el resultado de no haber perdonado nunca. Es el resultado de una vida de desconfianza, odio, venganza y furia.
Desde muy pequeño ha vivido entre las tramas y las ambiciones de los Boyardos, los nobles que han pretendido manipular su vida y ostentar el poder. Ellos envenenaron a su madre y le humillaron y vejaron durante su juventud. Desde que es Zar, los ha perseguido y masacrado. Esta motivación de venganza ha creado en él una personalidad cruel y sanguinaria.
Los perros han empezado a gruñir. No les gusto.
—¿Perdonar? —Iván el terrible me mira fijamente, parece haber salido definitivamente de su postración—, en mi vida no he recibido más que odio, falsedad y desprecio.
Me taladra con su mirada apretando las mandíbulas y elevando el mentón. Me temo que está gestando un nuevo acceso de cólera.
Los perros empiezan a moverse en su sitio, inquietos, gruñendo cada vez más agresivamente.
—Nuestro Señor Jesucristo fue maltratado, despreciado y odiado. Pero no se dejó llevar por la ira, no respondió al mal con el mal. Se puso en manos del Padre—contesto con seguridad.
Los perros ladran y echan espuma por las fauces.
—¿Pero que debía hacer yo? ¿Dejar que acabaran conmigo? —Iván Vasileivich ha estallado. Ha soltado el cuerpo de su hijo que ha rodado hasta la alfombra donde ha caído con un muñeco de trapo. Me increpa furiosamente, mientras se incorpora lentamente—, ¿Perdonar?¿Comprender?¿Superar?¿Aceptar? Tu no has vivido una infancia sin padre, viendo cómo asesinaban a tu madre, sin poder confiar en nadie, rodeado de gente vil y despiadada. Respeto, amor, fidelidad, honor…no sé nada de esas cosas. Me las negaron.
Los perros aullan.
Su vida es una tragedia desde el día en que nació, pero el camino para salvar su alma no es la venganza.
—La autocompasión no es el recurso adecuado para la salud, si no un aderezo para agriar el alma.
—¿Y qué propones?¿Que les preste la espada a mis enemigos para que me rematen?
Está de pie con los puños cerrados y la cara desencajada. Los perros aullan y ladran enloquecidos de un lado para otro. Reconozco que mi vida depende de la respuesta que dé en estos momentos.
—Dejar el poder, retirarse a un monasterio e iniciar la expiación de sus pecados, con una vida de oración y penitencia. Y perdonar en su corazón con ayuda de Dios a todo aquel que le haya hecho daño en su vida.
He respondido con honestidad buscando el bien de lo que queda del hombre que tengo enfrente.
—¡Tú, perro insaciable, también quieres quitarme de en medio para aumentar tu poder!¡Todos queréis lo mismo, perros ansiosos!
Pero los verdaderos perros están corriendo, no hacia mí sino hacia él. Saltan y se introducen en su alma. La furia de los animales rabiosos se han mezclado con su naturaleza y el Zar, en un ágil movimiento ha recogido del suelo, el bastón del que nunca se separa y que ha sido el arma homicida de su primogénito. Con el temible bastón alzado se abalanza sobre mí con un grito de cólera espantoso. Pero con la misma agilidad logro girar el pomo que tenía ya sujeto desde hace rato y salgo al pasillo cerrando la puerta tras de mí. Todos se abalanzan para impedir que el animal salga de su guarida. Los gritos y golpes nos sobrecogen.
Mientras recupero el resuello, me felicito por haberme salvado de momento y pienso en el futuro. Quizás ya es demasiado tarde y si no se puede salvar su alma, lo mejor sería salvar a los demás de él. Muerto el perro se acabó la rabia.

Iván el terrible murió de una aplopegía, cuatro años más tarde, en 1584 a los 53 años.

“Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al Diablo. (…). Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 26)

“Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5, 19)

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