Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Cómo la resurrección nos afecta a los creyentes

por Cardenal Ricardo María Carles

Todos sabemos perfectamente lo que celebramos en este tiempo de Pascua, que son seis semanas. Hace millones de años comenzó la creación. El día de la Resurrección tuvo lugar el coronamiento total de la creación, porque la coronación material de la creación fué la creación de la persona humana, pero el perfecto acabado de la obra de Dios era el hombre creado en Cristo a su imagen, llamado a resucitar con él.

Estamos alegres porque la resurrección nos afecta a todos. El Cristo resucitado pensaba en nosotros en el momento de la resurrección. Lo comprendemos, porque cuantos hemos pasado momentos de felicidad a lo largo de la vida, hemos tenido siempre el deseo de compartir ese momento de felicidad intensa con las personas que amamos. Jesús pensaba en nosotros en aquel momento de plena felicidad de su resurrección, porque lo hizo por amor a nosotros, para que siguiéramos sus pisadas.

Dios ha puesto en el hombre una cierta connaturalidad con la eternidad. Las personas, porque estamos lanzadas hacia la eternidad, aspiramos a una situación definitiva, en la que el amor, la luz, la verdad poseída, la bondad y la belleza obtengan un carácter definitivo. 

Y queremos esa situación definitiva, de amor, de bondad, de felicidad, totalmente, en la forma corporal y concreta. Conseguir esto es el fin de nuestra vida y el propósito de la historia de la salvación de Dios.

¿Por qué resurrección? Porque la persona integral ha sido hecha por Dios con un cuerpo animado por el espíritu. Y esa persona integral es la que quiere tener Dios presente ante él por toda la eternidad. No sólo nuestro espíritu inmortal, sino también nuestros cuerpos, de los cuales, en la primera página de la Biblia, se dice que están hechos "a imagen y semejanza de Dios".

Cristo ha nacido, a través de la muerte, a esta situación definitiva. Y nosotros lo hemos experimentado. Me preguntaréis: ¿Cómo? Y os digo: lo experimentáis siempre que tenéis presencia de Dios, siempre que tenéis amor a Dios, siempre que tenéis experiencias de Dios en la oración, en la lectura del Evangelio, en el sentiros perdonados por Dios, en la capacidad de hacer el bien, de perdonar, en la capacidad de ayudar a quienes os necesitan... Siempre que vivís todo esto, sentís que la mano de Dios que se ha posado en vuestro corazón. 

Mi último pensamiento es que, en este tiempo de tanto gozo, en este tiempo de la gran Pascua cristiana, no podemos olvidarnos del prójimo. Para subrayar las palabras de Jesús -"Aquello que hagáis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hacéis"-, resulta que a Jesús, después de la resurrección, le gusta confundirse con cualquiera. Y en las orillas del lago es confundido por los discípulos con un ribereño. Y la Magdalena, en aquel amanecer de Pascua, lo confunde con un hortelano del huerto que rodeaba el sepulcro de Jesús. Y camino de Emaús, los dos discípulos lo confunden con un viajero solitario. Todo ello sirve para subrayar las palabras de Jesús: "Cualquier cosa que hagáis a mis hermanos, a mí me lo hacéis". 

En cualquier situación, en cualquier persona, tanto si descubrimos al Señor como si no, Cristo está presente. Y lo hizo desde el primer momento de su resurrección.
 
Pidamos que nosotros y que todos aquellos a quienes parezca demasiado hermosa o irrealizable la idea de la resurrección o la de poder ser transformados o santificados en Cristo y que temen que no podrán superar la medianía, la rutina o sus debilidades, creamos más en la fuerza de Jesús que en nuestras propias debilidades.
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