Jueves, 21 de noviembre de 2024

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¿Democracia real?

por Angel David Martín Rubio



Como viene ocurriendo en los últimos años, la izquierda toma la iniciativa de la campaña electoral amenazando con desbordar los resultados que salgan de las urnas, previamente deslegitimadas.
 
En ese mismo sector político, hay dirigentes que se suben interesadamente al carro del alboroto promovido en buena parte por los desheredados que la España de Zapatero ha creado en siete años de debacle. Paralelamente, el Partido Popular —la organización que vampiriza el voto de los amplios sectores sociales ajenos a la visión neo-socialista del mundo— se somete dócilmente al reparto de papeles aceptado desde la transición dejando en manos de la izquierda la calle y las demandas sociales.
 
Una vez más, la suerte de las urnas se va a decidir al socaire de unos sucesos orquestados que desbordan cualquier debate político previo. Como es imprevisible el desenlace que tendrán.

Los jóvenes que se concentran en la Puerta del Sol son víctimas (como lo somos todos) de una situación orquestada por la casta política a la que el voto mayoritario de los españoles viene confiando reiteradamente la gestión de la cosa pública. Aciertan en al diagnóstico y yerran gravemente en las soluciones propuestas.
 
Más allá de unos acontecimientos que, todavía hoy, resultan difíciles de analizar, queremos recordar algunas cosas que escribimos en 2009 y que podrían servir para un verdadero debate alternativo al callejón sin salida en que la demagogia de la izquierda y el inmovilismo de la derecha lleva años secuestrando a la sociedad española.
 

¿Democracia en crisis o crisis de la democracia?
Los últimos años han visto el retroceso de España en todos los aspectos: político, económico, social, moral, nacional… Con frecuencia nos preguntamos en qué medida este panorama resulta consecuencia de una defectuosa configuración de su sistema político o procede únicamente de un mal funcionamiento del mismo que sería posible subsanar sin alteraciones sustanciales del marco constitucional.
 
A la hora de orientar la acción de quienes se sientan interpelados por este asunto, la importancia de la cuestión planteada radica en que, si se trata de la segunda explicación, bastaría con disponerse a convencer a nuestros conciudadanos de que la opción política X es mejor que la opción Z y trabajar por enderezar un resultado electoral favorable a la primera. E incluso, en caso de no conseguirlo, la simple posibilidad teórica de elegir entre X y Z se considera ―a la luz de la lógica del sistema― como un bien mucho mayor que los riesgos de una mala gestión política. Todo lo más se podría hablar de una crisis remediable refundando las bases teóricas sobre las que se sustenta la democracia.
 
Pero si la respuesta es la primera (es defectuoso el régimen en sí mismo) habrá que orientarse a la transformación sustancial del marco político; no bastaría con ganar la partida, es necesario replantear las reglas del juego para supeditarlas a principios superiores que devuelvan al orden temporal su capacidad de instrumento al servicio del bien común.

Fracasar en esta configuración ―con independencia de que se nos impute una mayor o menor responsabilidad subjetiva― sería una de nuestros mayores frustraciones como seres humanos libres y responsables. Vendríamos a ser como los esclavos que en la Antigüedad se sometían al yugo de un destino que les era dado y que les superaba sin que apenas sirva de consuelo el que palabras como democracia tengan más brillo retórico.



El impacto de las ideas equivocadas
Para dirimir la cuestión que nos ocupa podemos detenernos a comprobar el impacto negativo que tienen sobre la realidad las ideas equivocadas.

Generalmente tendemos a poner en relación los acontecimientos positivos o negativos con respectivas actuaciones que se valoran moralmente; acciones buenas darían lugar a resultados buenos y viceversa. De ahí que tendamos a culpabilizar de la situación, por poner un caso, a un peculiar envilecimiento de la clase política. Sin embargo, la experiencia demuestra que la repercusión de las ideas equivocadas es mucho mayor que la corrupción de los titulares del poder.

Veamos tres de estas ideas equivocadas que fueron incorporadas al actual modelo de Estado español y que son, en muy buena parte, responsables de la situación actual:

1. Una antropología inmanente que ignora la verdadera naturaleza humana.

2. Un concepto de nación puramente accidentalista.

3. La Constitución entendida como instrumento para la imposición de una determinada ideología.

Expongamos en primer lugar estos principios rectamente considerados:

1. La concepción política aristotélica, luego retomada por el Angélico, se fundamenta sobre una afirmación: “el hombre es social por naturaleza”, de ahí su definición como ser animado político-cívico-social (zoon politikon). Su más profunda naturaleza le lleva a vivir en una sociedad que no es algo ajeno al individuo, fruto de un acuerdo o convención con sus semejantes (como pretende el pactismo ilustrado) o algo subsistente por sí que determina el ser de los individuos (al modo de los estados totalitarios). La sociedad brota del hombre concreto al cual perfecciona y depara un medio vital necesario.
 
La Revelación añade dos datos trascendentes a este básico hallazgo de la razón humana:
 
a) Ese perfeccionamiento no puede excluir el orden sobrenatural y nunca será completo si carece de esta referencia. Es la consideración del hombre como portador de valores eternos (en expresión de José Antonio) o de “los valores personales del hombre como imagen de Dios” (Pío XII).

b) El hombre es por naturaleza sociable pero ello no impide que lleve en sí mismo fuertes impulsos antisociales. La naturaleza del hombre, buena al salir de las manos del Creador pero corrompida por el pecado y susceptible de reparación por la Redención, ganada objetivamente para todos los hombres pero no a todos ellos aplicada. Ya San Agustín subrayó el carácter dual y contradictorio del hombre: “No hay animal alguno tan discordioso por vicio y tan social por naturaleza como el hombre”.

La sociabilidad espontánea no asegura por sí sola la permanencia de la sociedad. Ésta ha de ser asegurada por una estructura impuesta desde el poder contra los impulsos egoístas o antisociales. Se trata del Estado y del Derecho que a la luz de la doctrina católica puede definirse como “ordenación social imperada que estructura según justicia las relaciones humanas intersubjetivas en vías al bien común de la sociedad”.
 
2. En cada ser humano y en su conjunto, distinguimos una esencia que permanece idéntica a sí misma con independencia de los cambios o accidentes.

Ahora bien, de acuerdo con la concepción aristotélico-tomista, es posible una analogía que distingue en la sociedad-Nación los mismos elementos que existen en el hombre, fundamento de la sociabilidad; algunos de ellos están vinculados a la identidad y otros son accidentales. En esta concepción se reconoce que los primeros tienen una larga pervivencia en el tiempo y no son fácilmente reemplazables sin alterar la esencia del sujeto. En este sentido hay que entender afirmaciones como “la nación es una unidad histórica” (José Antonio Primo de Rivera, Obras Completas. I, Plataforma 2003, Madrid, 2007, p.363).

Así, frente a las dos (y hasta tres) Españas, concebimos que difícilmente puede llamarse y ser España una nación despojada de aquellos elementos que históricamente la han constituido. Es ésta la tesis de Menéndez Pelayo en cuanto al catolicismo: “España, evangelizadora de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas” (Historia de los heterodoxos españoles, II. Epílogo, Editora Nacional, Madrid, 1956, p.1194).

Los elementos accidentales tienen todo su valor en cuanto soporte de la identidad pero no pueden convertirse en referencia para la configuración definitiva del Estado como pretende la tesis romántica de nación:

El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se olvida que una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más primitivo de espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos: que una Patria es una misión en la historia, una misión en lo universal. La vida de todos los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo saben percibir casi vegetalmente las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características terrenas, sino la misión que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la época de decadencia de ese sentido de la misión universal, empiezan a florecer otra vez los separatismos, empieza otra vez la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la España de los grandes tiempos” (José Antonio Primo de Rivera, ob.cit., p.509).

3. La tercera idea que estamos considerando viene a actualizar la vieja cuestión que los clásicos denominaron de las formas rectas de gobierno. No puede olvidarse que Aristóteles propugna una coexistencia natural de instituciones y clases que representan las facultades del hombre y sus necesidades sociales aglutinadas por un poder rector. Así, sugiere un régimen mixto que sea democrático en las instituciones inferiores, aristocrático en la minoría directora y monárquico en el poder supremo.

En nuestros días esta cuestión plantea la necesidad de buscar estructuras políticas que garanticen la necesaria comunicación que debe existir entre el Estado (como poder superior e independiente que se constituye en árbitro y obliga a los grupos e individuos a vivir en concordia y paz) y las condiciones espirituales y sociales del pueblo constituido como Nación.

La voluntad del Estado concretada en las leyes debe ser expresión de esta última realidad y esto solamente se consigue mediante un adecuado sistema de representación en el que se pueda conciliar el principio de legitimidad monárquica con el principio de legitimidad democrática alcanzando la convergencia entre autoridad y libertad.


No será necesario mucho esfuerzo para demostrar que el texto constitucional vigente desde 1978 y, por tanto, el modelo de Estado formulado en él, lejos de haberse edificado de acuerdo con estos principios, resulta expresión completa de las ideas equivocadas que exponíamos con anterioridad.

1. La de 1978 no es una Constitución personalista: ha eliminado cualquier referencia a la existencia sobrenatural del hombre; no jerarquiza correctamente los distintos ámbitos en que se reconocen derechos, los cuales no reciben ninguna fundamentación extrínseca; no valora el bien moral como elemento que dignifica a la persona sino que permite la agresión al primero de los derechos de la persona y su presupuesto inexcusable, el derecho a la vida y a la incolumidad (cfr. Miguel Ayuso, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Criterio Libros, Madrid, 2000, p.130ss).

2. Carece de cualquier referencia para la identidad española y apoya toda la estructura sobre un radical sistema de descentralización que repite a escala regional los graves errores del planteamiento global. Apenas se ha reparado en que la expresión Estado de las Autonomías encubre el sinsentido de un Estado incapaz de unificar a elementos que se presuponen dotados de capacidad de autodeterminación intrínseca. El sistema —tal como fue concebido y luego ha sido desarrollado en leyes como la controvertida LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico)— favorece la irreversible destrucción de España como entidad histórica, moral y jurídica.

3. Ignorando otras posibles soluciones, la Constitución de 1978 ha privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos, y esto a todos los niveles: estatal, autonómico y municipal. Por otro lado, el proceso legislativo agrava aún más la situación al poner instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional bajo el capricho de las oligarquías partitocráticas. Lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la práctica política de los partidos ha generalizado el abstencionismo práctico (recuérdese la escasa participación en torno a consultas tan importantes como la del nuevo Estatuto de Cataluña, un ejemplo práctico de la aludida capacidad auto-normativa de las comunidades autónomas).

Al mismo tiempo las corrientes ideológicas más radicales (como el Partido Socialista y los regionalistas) utilizan el aparato del Estado y los numerosos mecanismos de corrupción generados, sobre todo, en el entorno de Autonomías y Ayuntamientos para adoctrinar a la sociedad y provocar la inversión de los valores hasta hace poco unánimemente profesados por los españoles.

La educación para la ciudadanía, el laicismo, la memoria histórica, el llamado matrimonio de homosexuales, el aborto, las campañas pro-eutanasia, el fomento de la inmigración indiscriminada de elementos ajenos a nuestros referentes culturales, la violencia de las bandas ultraizquierdistas y del entorno de ETA… son otros tantos pasos que favorecen la segunda etapa de un proceso que Alfonso Guerra definió con la finura intelectual que le caracteriza (“A España no la va a conocer ni la madre que la parió”). El mismo dirigente socialista señalaba el poder como instrumento para llevar a cabo una transformación del Estado y de la sociedad.


 
En defensa de la sociedad bárbaramente atacada
La situación actual de España no procede únicamente de un mal funcionamiento de su sistema político sino que resulta consecuencia de una defectuosa configuración del mismo que no parece posible subsanar sin alteraciones sustanciales del marco constitucional.
 
Podemos preguntarnos para terminar si, una vez diagnosticado el mal, es posible acertar con el remedio.

De entrada, diremos que modificar la estructura del Estado español parece empresa ardua; término que se refiere a un bien posible, cuyo logro supone esfuerzo pero que el poseerlo supera con creces las dificultades de la tarea.

Parece posible porque, aunque es cierto que hay mucho terreno perdido, la situación actual no es el resultado fatal de un viento de la historia que nos arrastra necesariamente hacia la desaparición o neutralización de España como marco de convivencia capaz de conservar su identidad manteniendo al tiempo un proyecto sugestivo de vida en común (en conocida expresión de Ortega y Gasset). No olvidemos, tampoco:

1. Que todas las posiciones que ahora nos proponemos recuperar han sido previamente abandonadas, empezando por quienes más obligados estaban a defenderlas por su condición o por los compromisos libremente asumidos.

2. Que hay miles de personas en nómina, cuya ocupación profesional es tomar iniciativas inspiradas en las ideas equivocadas de las que hablábamos y no lo hacen por ningún meritorio idealismo sino que su trabajo en esta dirección está respaldado organizativa y económicamente.

3. Por eso, la Constitución de 1978 convierte al Estado en el principal intendente del enemigo con medios materiales que en buena medida proceden de los esquilmados bolsillos de la población sometida. El Estado es también el principal agente de esa ofensiva para el cambio de las mentalidades y además cuenta con una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección.

4. Que buena parte de quienes profesan principios y valores opuestos a los de aquellos que se mueven más activamente contra la identidad histórica de España, comparten en buena medida las ideas equivocadas que hemos expuesto al principio. Esto impide o retrasa cualquier acción o esteriliza las que se emprenden con buena voluntad pero en dirección errónea. Pensemos, por ejemplo, en quienes se limitan a apoyar a una opción política que (en el mejor de los casos) después de unos años volverá a dejar paso a la vanguardia izquierdista sin haber tomado ninguna medida que altere sustancialmente el marco previamente establecido en la anterior oleada revolucionaria (Pensemos en el paso del Partido Popular por el Gobierno entre 1996 y 2004). Otras veces se produce una limitación en los propios objetivos recurriendo a falaces argumentos del tipo la verdad se propone pero no se impone.

Convencidos como estamos de que el cambio de modelo de Estado es necesario y posible, ser conscientes de esta situación nos lleva a concluir concretando algunos principios que podrían orientar esta acción:

1. La motivación más eficaz es de carácter sobrenatural. Nos mueven a actuar así, la Fe, la Esperanza y la Caridad. Esto no quiere decir que alguien no pueda hacer su aportación movido por otras palancas, sino que éstas son las que sostienen durante más tiempo en un combate largo y con muy escasas victorias parciales, y permiten dibujar en el horizonte soluciones radicales que van a la entraña del problema.

2. Dando por supuesto que nosotros mismos rechazamos las ideas equivocadas, no apoyar a ninguna persona o grupo que inspire su actuación en ellas. Lo ocurrido en España en los últimos años es suficientemente aleccionador de lo estériles que resultan las tácticas del tipo mal menor.

3. Combatimos al estilo de una guerra de guerrillas, por lo que la proliferación de iniciativas no siempre debe considerarse con sospecha. Por otro lado, no debe causar un efecto demoledor no recibir aliento e incluso ser atacados por aquellas personas e instituciones de las que más se podía esperar apoyo pero que ya comparten las ideas y valores del enemigo. Actuaciones como la de la Monarquía o la de determinados representantes oficiales de la Iglesia en nuestros días recuerdan a lo ocurrido en la España de 1808, cuando el pueblo español se levanta porque otras personas e instituciones han fallado o aspiraban únicamente a llegar a un entendimiento con el enemigo cuyas ideas compartían a veces (pensemos en los afrancesados o en los liberales que, en expresión de Menéndez Pelayo, “por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse”).

4. Dando por sentado que hay tarea para todos y que todas las actuaciones pueden alcanzar eficacia, teniendo en cuenta lo cerrado del espacio político que impide la germinación de muchos esfuerzos, proponemos privilegiar las acciones en el terreno cultural, entendiendo como tal lo que el comunista Gramsci llamaba la sociedad civil, es decir, el terreno en el que se determinan las ideas hegemónicas en una sociedad que luego influyen de manera decisiva en el comportamiento de sus miembros. De poco serviría, pongamos por caso, un cambio circunstancial de escenario político si la educación, la prensa, el pensamiento… actúan en dirección contraria. Ahora bien, no caigamos en la ingenuidad de esperarlo todo del libre movimiento de opinión y seamos conscientes de la enorme capacidad que el propio Estado tiene para influir, de manera positiva en nuestro caso, en la formación íntegra de las personas.

Terminemos evocando una frase del Discurso sobre la dictadura pronunciado el 4 de enero de 1849 por el insigne pensador católico y contrarrevolucionario extremeño Juan Donoso Cortés y que resulta la mejor expresión de una actuación pública inspirada en los principios que aquí hemos recogido:

Cuando mis días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo, y para mí insoportable dolor, de haber hecho mal a un hombre”.

Imagenes procedentes de Libertad Digital
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