Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Carta a Juan Pablo II

por Juan Miguel Carrasquilla

Hay personas inquietantes, que con su sola presencia incomodan.Hay personas absorbentes, que parecen que aspiran la energía de los demás. Hay personas egoístas que solo se ven y se escuchan a sí mismas. Hay personas inexistentes, atadas en sus vendas de timidez, incapaces de salir de sus complejos. Hay personas taimadas y frías que van detrás de un interés y generan desconfianza. Hay personas bravuconas que parece que les debes algo. Hay personas...muchas personas, “falsas humildes”, que van por la vida con ojos de gatito asustado, pero con un fondo soberbio que florece con pasmosa facilidad si no les bailas el agua, apelando a su victimismo tiránico en el que te envuelven. Hay personas que aman la libertad y la paz y no producen nada más que guerra y rencor a su alrededor. Hay personas muy inteligentes incapaces de un poquito de empatía. Hay gente en la iglesia que parecen que están fuera y gente fuera que parece que está dentro.
Esto no es una crítica destructiva sino una pequeña descripción de la naturaleza humana, en la que yo participo en diferentes medidas, como cualquier ser humano. Tendemos a pensar que cada persona es un mundo indescifrable, pero existen unas pautas muy comunes a toda la raza, donde reconocernos en algún detalle o momento. Las debilidades humanas, pecados, errores y engaños de nuestra mente es un común denominador de nuestra especie y las repetimos una y otra vez a lo largo de nuestra vida personal y a lo largo de la historia de las naciones.
Pero de vez en cuando aparecen personas diferentes, cuyos gestos, presencia y luz, bastan para llamar la atención, para generar bondad, paz y espiritualidad. Personas que no incomodan, que no quitan nada, que te elevan, que te mejoran, que te ayudan. Personas que dan, que hacen crecer, que aportan. De vez en cuando aparecen personas que irradian un algo, una luz, una humanidad. Con una sonrisa, una mirada, un silencio o una palabra. Personas diferentes, señaladas, elegidas.
Gracias Juan Pablo II, por aparecer en mi vida, por aparecer en mi juventud para hablarme, para guiarme, para darme seguridad, para enseñarme el camino del rostro de Dios. Esa es la verdadera misión de la iglesia, mostrar el rostro de Jesucristo. Y tu me lo enseñaste. Tu fuiste un gran pastor. Desde el primer momento que escuché una palabra tuya, refrendada por la resonancia celestial, en aquel día lluvioso en el gallego Monte do Gozo: “No tengáis miedo de ser Santos”, no tengáis miedo de fiaros de Jesucristo. Un miedo que me ha perseguido siempre. Un miedo que me ha paralizado y ha entristecido mi vida en demasiados momentos. Un miedo que estoy dispuesto a sacarme de encima una y otra vez como una piel que muda, gracias a la Gracia. Gracias por que me invitaste a crecer.
Gracias Juan Pablo II por aquel otro encuentro de la juventud en el desierto de Denver en el 93, donde acudí enfermo pero confiado en tu llamada. Una llamada que me guió a la sabiduría. Uno de los miedos más grandes que existen en el ser humano, es ver su realidad, admitir sus limitaciones errores y pecados. Y yo los descubrí al otro lado del charco, descubrí mi realidad de imperfección, mi soberbia naturaleza que no admite la derrota y el fracaso. Y esto fue mi gran lección. El fracaso es el principio de la conversión.
Gracias Juan Pablo II por que me presentaste a la Virgen, mi Madre. En Loreto 95, en mi querida, bella y cercana Italia. Allí fuí a dar gracias a la Virgen por mi recuperación, por mi sanación, no ya tanto física sino del alma. Desde entonces me abandono en los brazos de mi madre para contarle mis pesadillas y mis éxitos. Desde entonces sé donde está mi refugio y mi consuelo. Gracias por llevarme hasta ella, por que yo no la conocía y no sabía lo que me perdía.
Gracias Juan Pablo II por estar presente para animarme y empujarme a mirar hacia arriba, en esos momentos tan inquietantes de la juventud, donde parece que nada importa y es todo tan confuso, pero se van trazando los ángulos y perspectivas del resto de la vida. Esta generación deberá rendir cuentas de la confusión sexual, material y pagana en la que estamos metiendo a nuestros jóvenes.
La grandeza de tu personalidad de tu figura radica en tu interior. Nos afanamos por disimular, por convencer, por ser, pero al final lo que reflejamos es nuestro interior. Nuestra vida interior se escapa por los poros de la piel y terminan transmitiendo mensajes inequívocos a los demás. Tu vida en Jesucristo fue lo que nos diste. Con él, en él y para él.
Ahora sigo a tu amigo Ratzinger, el que decían "gran inquisidor", que desde que se colocó la tiara papal no ha hecho otra cosa que dialogar, dialogar y rezar. Un Papa íntimo, pausado y sereno. Muy diferente a tí, pero con un Don descomunal, una Gracia celestial apabullante...un Papa quizá, no tanto para ser visto sino leído. Un Papa para la madurez.
Me da igual que la nuevas normas de ortografía señalen como falta, escribir Papa con la inicial en mayúscula por tratarse de un nombre común, porque ser Papa, no es común y ser un Papa como tú, merece solemnidad y respeto, en esta sociedad dónde se ha secuestrado al padre y se ha encerrado bajo sospecha a la autoridad.
Gracias Juan Pablo II. Me da igual las críticas por tu rápida beatificación y demás sandeces.
Gracias por enseñarme la Verdad que estaba dentro de mi mismo sin yo saberlo: Jesucristo.

No te echo en falta porque sigues cerca de mi.

Ayúdame a confiar en Jesús.

 
Pues, si bien estoy corporalmente ausente, en espíritu me hallo con vosotros, alegrándome de ver vuestra armonía y la firmeza de vuestra fe en Cristo. Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias”. (Col 2, 5-7)

 

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