16 de febrero de 1936
por Rubén Tejedor
Pocas son las muestras de entusiasmo que, a tenor de lo que publicaban ayer los medios de comunicación, ha levantado el 75 aniversario de la celebración de las elecciones a Cortes con las que el (nefasto) Frente Popular alcanzaba el poder ejecutivo (irónico usar esta palabra para los que ejecutaron no sólo leyes) en la España de 1936.
Esperaba más alborozo en los partidos políticos de izquierda, en los sindicatos sufragáneos de los mismos y en algunas organizaciones -antisistema, por lo general- que hacen bandera de aquel fatídico día del año 1936 y que reconocen en esa fecha el inicio de la (truncada, según ellos) salvación de la madre patria.
No digo yo que la efeméride merezca ser recordada, más bien al contrario, salvo que sirva para que no se vuelvan a cometer los fratricidas errores del pasado. Desde un punto de vista, digamos, político no es posible hacer gala de aquel día de 1936, en el que las izquierdas españolas ni esperaron a conocer los resultados oficiales de las Juntas Provinciales del Censo para proclamarse vencedoras de los comicios, y tras el cual se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa y se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos; gracias al cual se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías; etc. En este sentido, el Frente Popular, dominado por una ciega pasión sectaria, quiso hacer en la Cámara una Convención y aplastar a la oposición.
Julián Besteiro, representante del ala democrática del PSOE, realizó una dura autocrítica contra la política desarrollada por el Frente Popular. “La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas, por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos. La política internacional rusa, en manos de Stalin y tal vez como reacción contra un estado de fracaso interior, se ha convertido en un crimen monstruoso, que supera en mucho las más macabras concepciones de Dostoievski y de Tolstoi”.
Desde el punto de vista social, tras la victoria de las izquierdas en las elecciones de febrero de 1936 la violencia, acompañada de numerosas huelgas obreras, se adueñó del país. Así, por ejemplo, entre el 16 de junio y el 13 de julio de 1936 se sucedieron en España, con gravísimos episodios violentos, 15 huelgas generales y 129 parciales. El Heraldo de Madrid describía la situación por entonces así: “Huelgas por todas partes, todos los días y sin orden ni concierto”. Y Ángel Pestaña, líder del Partido Sindicalista (PS), reconocía: “No hay seguridad alguna en la vida económica y social de España”.
Y qué decir del sectarismo religioso, sancionado como política de Estado, llevado al culmen en España con la victoria del Frente Popular. Éste mantuvo una atroz política represiva contra el clero católico mediante la disolución de órdenes religiosas, la incautación de bienes eclesiásticos, la prohibición de ejercer la enseñanza y el desarrollo de un beligerante laicismo. Además, la Iglesia sufrió ataques violentos contra sus templos y clérigos por parte de las masas revolucionarias (liberadas de cualquier acción policial o judicial en su contra): así, en los meses siguientes se mataron a 282 monjas, a 13 obispos, a 4172 sacerdotes diocesanos, a 2364 monjes y frailes, entre ellos 259 claretianos, a 226 franciscanos, 176 hermanos de María, etc. En algunas Diócesis, los números son abrumadores: en Barbastro, asesinaron al 88 por ciento del clero secular; al 66 por ciento en Lérida; al 62 por ciento en Tortosa; al 44 por ciento en Segorbe; sobre la mitad de los sacerdotes en Málaga, Menorca y Toledo, etc. Con algunos asesinados el grado de horror fue tal que les obligaron a tragarse antes las cuentas del Rosario o fueron forzados a cavar sus propias tumbas antes de ser vivo enterrado.
Una fecha, el 16 de febrero de 1936, que abrió la puerta en España para semejantes atrocidades, en todos los órdenes y niveles, tiene que ser sólo recordada para vergüenza de los protagonistas y para aprendizaje de las sucesivas generaciones. Hacen bien los herederos de los cabecillas en no querer recordar la efeméride. Pasan de puntillas. Cuestión de mala conciencia.
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