Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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La imagen de la verdad

por Juan Miguel Carrasquilla

Soy una mujer. Estoy en lo alto de la callejuela. Hace un calor insoportable en Jerusalén. La muchedumbre se agolpa por las calles, murmurando insultos, comentando airadamente los acontecimientos de los últimos días, meneando la cabeza, escupiendo violencias, estremecidos y ansiosos. Abajo, al principio de la calle, se oye un tumulto. El espectáculo que estaban todos esperando hace su aparición. La gente se agita, corre calle abajo, unos llaman a otros, nadie se lo quiere perder. Empiezan a asomar los primeros soldados romanos apartando al gentío. Se divisa por encima de todos al centurión montado en su nervioso caballo, dando órdenes y atento a todo y a todos. Los ánimos están exaltados y no se fía de la turba. Oigo a un grupo de sabios a mi derecha:
¡Prentencioso!
¡Loco!
¡Querer ser hijo de Dios!¡Menuda basura!¡Es un blasfemo!
Pero dicen que ha hecho mucho bien, que es un profeta que dice cosas bellas.
Se puede y se debe hacer el bien, se puede y se debe ser un hombre ejemplar, pero humilde y respetuosamente. Sin pretensiones divinas. ¿Qué quería?¿Qué pretendía?¿Que le siguiera todo el mundo, iniciar una nueva religión, erigirse él mismo en Dios? Estas cosas es mejor atajarlas de raíz, que luego pueden degenerar en cualquier cosa.
El tumulto se acerca y empujan al grupo de sabios que se revelan ante tanta molestia y tanto descontrol de la chusma impura. Dos soldados romanos suben dando gritos y empellones a los que se agolpan cerrando el camino. Les oigo quejarse entre sudores y apuros:
¡Malditos judíos locos!¡tanto lío por un pirado charlatán!
Pierden la cabeza con sus religiones y sus dioses. No ven más allá de sus narices.
¡Qué ganas tengo de volver a Roma y dejar este inmundo pozo perdido del mundo!
¡Aquello si es poder y civilización! ¡No esta pocilga de ratas!
Esto último lo dice el soldado a la vez que le propina un violento empujón a una anciana que se apartaba demasiado lenta de en medio, dando con sus huesos en el suelo empedrado.
La muchedumbre se agolpa y me aprietan por todos lados. Estoy asustada y agobiada. Me acuerdo de unos meses atrás cuando me ví en una situación parecida. En aquel entonces no era una muchedumbre violenta, sino entregada. Todos querían tocarle, rogarle, verle. Era un profeta que hacia milagros, curaba, consolaba. Yo me fajaba también por siquiera conseguía tocarle. Estaba desesperada. Años y años de enfermedad, de cansancio, de anemia, de vacío. Años sufriendo flujo de sangre. Años de humillación, de vivir sin vida, sin fuerza. Incomprendida. Desconsolada. Y ahora aparecía éste que decían era poderoso y saqué fuerzas de flaqueza, me fui haciendo un hueco hasta que le toqué…y se acabaron mis problemas. Mi cuerpo renació, se ordenó, se rehízo. Volví a sentirme mujer, persona, madre, viva. Y él me vio entre toda aquella gente. No me vio con los ojos sino con el interior. Me vio, me reconoció y… me amó.
Ahora la historia ha cambiado. Ya no sube por la cuesta un poderoso profeta querido y admirado. Los gritos y la excitación suben de intensidad. Tengo miedo y quiero desaparecer. Empiezo a escabullirme, pero…
Me llama. No le veo todavía, pero sé que me llama. Sabe que estoy aquí y quiere verme. Me pide que le espere. Lleva todo el dolor del mundo sobre sí, pero ahora mismo piensa en mí, está pensando en mí. Me solicita, me requiere. Estoy petrificada.
Entonces el centurión a lomos de su caballo pasa de largo y se abre ante mis ojos la escena. El alma se me encoje. No respiro. Las lágrimas me brotan instantáneas como un torrente incontenible. Sangre. Un puro dolor envuelto en sangre. Heridas abiertas por todo el cuerpo. Su cara desfigurada. Sus ojos me miran, me ven a través de tanta gente, como la otra vez. Y cae. Se desmaya y cae como muerto sobre la piedra.
En ese instante algo me empuja hacia él. No me resisto y me abro hueco entre los cuerpos agitados que me impiden acercarme. Lo consigo. Caigo a su lado. No puedo hablarle, solo puedo llorar. Haciendo un esfuerzo sobrehumano levanta la cabeza para verme. Es una pura llaga pero sus ojos me miran con dulzura, con paz. Sus ojos me aman. Le enjugo la sangre de la cara con un paño. Se para el tiempo, los gritos se silencian. Solo él y yo. Hasta que...un soldado me tira del brazo, me separa de él y me arroja hacia los enfervorecidos espectadores:
¡Aparta, mujer, o quieres correr la misma suerte que éste!
No me importa nada. No me importan las amenazas romanas, no me importan las miradas despreciativas de los sabios que están a mi lado, no me importa morir o vivir. Le seguiré, le seguiré hasta el final. No le dejaré jamás.

Me llamo verónica. Mi nombre significa verdadero icono. La imagen del rostro de Nuestro Señor Jesucristo quedó impresionada en mi paño. No soy recordada por lo buena o virtuosa que fui, sino simplemente...por responder al Amor.

Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad: «¿Habéis visto al amor de mi alma?» Apenas habíalos pasado, cuando encontré al amor de mi alma. Le aprehendí y no le soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió.” Ct 3, 1-4


 

 

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