Lo malo es que no pasa nada... o eso parece
LO MALO ES QUE NO PASA NADA... O ESO PARECE
“Lo malo es que, a pesar de todo, no pasa nada”, es una de las frases que solemos oir a menudo. Todo lo que ocurre, ya sea en el ámbito nacional o internacional, queda pronto sepultado por el cúmulo de información diaria ante la pasividad de una sociedad que espera que surja algún “libertador” que nos libre de estas pesadillas. La inacción, la falta de reacción tiene mucho que ver con la dejación de responsabilidades personales.
Y esto, que puede aplicarse a muchos de los ámbitos de la sociedad actual, es lo que ocurre en educación. Los malos resultados en las evaluaciones internacionales, el deterioro del clima escolar, la bajada constante del nivel educativo en todas las edades, la desmotivación del profesorado, el desencanto de una parte de la juventud, el pasotismo de otra y la falta de reconocimiento y recompensa a quien se esfuerza… No pasa nada, nada parece resultar estímulo suficiente para reaccionar.
Citando a Ortega y Gasset, podemos decir que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Pero cuesta que éste sea el diagnóstico cuando nunca hemos tenido más información, más predictores, más estudios, informes y recursos educativos que ahora. Quizá la razón es más profunda y lo que nos pasa es que ya no sabemos que es el ser humano, lo que le distingue de otros seres vivos y en consecuencia qué es educar. Tal vez hemos adoptado propuestas ideológicas que se han mostrado falsas y dañinas para la educación, pero de las cuales no prescindimos por la presión ambiental.
Sin embargo, me resisto a creer que, a pesar de la contaminación ideológica y de la desorientación, la generación actual de educadores, - profesores y padres incluidos-, la que más información y renovación pedagógica ha recibido de toda la historia, no sepa realmente qué les pasa y cómo deban actuar.
Nunca hubo tanto ruido y tan pocas nueces. Utilizando un símil de la informática, diría que tenemos un potente “hardware”, los recursos, pero que nuestro “software” es débil y anticuado a pesar de que presumamos de que es lo más nuevo. Algo falla en lo que estamos haciendo a juzgar por los resultados académicos y educativos.
Se ha producido una aceleración histórica nunca vista y asistimos a una revolución de la información, que no del conocimiento, similar a la que supuso la aparición de la imprenta. Es cierto que existe una brecha digital entre padres, profesores y adultos en general por un lado y los jóvenes estudiantes, donde los primeros, emigrantes digitales, se sienten desconcertados y sobrepasados por los nativos digitales que son los jóvenes y niños de hoy en día. La aparición del entorno digital, en especial las redes sociales, se han convertido en un potentísimo agente educativo.
También es cierto que la globalización ha roto las fronteras no sólo políticas, sino también culturales, religiosas etc. Hoy debemos aprender a convivir con los diferentes que ya no están lejos de nosotros, sino compartiendo aulas, parques y mercados.
Todo esto es cierto, pero también lo es que esencialmente seguimos siendo hombres y mujeres que no podemos crecer como tales sin recibir la herencia cultural de nuestros antepasados. En este sentido, no hemos avanzado, ni somos distintos de Sócrates, Platón o Aristóteles. Lo malo es que, a veces, nos olvidamos de lo evidente, de aquello que hizo posible llegar a ser lo que somos, que en el caso de la cultura occidental ha sido la libertad y la razón.
Y unidas a ellas, la responsabilidad, palabra inquietante y a menudo olvidada que a los espíritus fuertes estimula y a los débiles asusta. Ser responsable es ser capaz de dar respuesta de los propios actos; no serlo significa echarle la culpa a otro en un ejercicio de cinismo que sería cómico si no fuera dramático.
Da la impresión de que, en España, en cuestiones educativas, y no son las únicas, “no pasa nada”. Si el alumno, no se esfuerza, no pasa nada, el problema es que no se le estimula. Si no aprueba, “no pasa nada”, no por ello dejará de promocionar o de seguir recibiendo los juguetes tecnológicos, para no ser menos que sus compañeros, mientras sus padres se encargarán de justificar que la culpa es de los profesores o del ambiente.
Si los padres se convierten en objetores educativos, o maleducan a su hijo, el sistema educativo deberá encontrar los debidos psicólogos, pedagogos, asistentes sociales, profesores de refuerzos, o, con el tiempo, las oportunas “supernanys”.
Si algunos profesores son malos de solemnidad, y “haberlos haylos”, le echarán la culpa al sistema, a su desgraciada experiencia laboral, a los alumnos o a sus padres, a los profesores de niveles inferiores etc. Y si toda falla, a la administración educativa o a los políticos y sus cambios de leyes, que al menos en eso coinciden con todos los agentes anteriores.
Si los gestores educativos y los políticos fracasan, lo primero es negar la mayor: no existe el fracaso, es solo una perspectiva equivocada y malvada de quien lo afirma. En el peor de los casos, siempre quedará el recurso al incremento del gasto o a la mala gestión de sus predecesores.
Por todo ello, urge recuperar “la rutina de la responsabilidad”, reconocer los errores, rendir cuentas en virtud de la razón y la libertad que nos engrandece y proponer soluciones en lugar de quedarse en la crítica. Además de llorar ¿qué sabemos hacer? Si el ejemplo es el mejor maestro, nuestros jóvenes aprenderán que el éxito tiene una condición necesaria, aunque no suficiente: el esfuerzo de mejora personal y la responsabilidad.
En el fondo, todos sabemos de sobra que no es cierto que no pase nada. Otra cosa es que las consecuencias tardemos más o menos en verlas. Al menos que podamos decir a la próxima generación: por mí no quedó.
JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD