Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Del árbol de navidad, mucho menos pagano de lo que acostumbramos a creer

por Luis Antequera

 
            ¿Cuántas familias cristianas presumen de colocar el belén y no tanto el árbol de navidad, por pensar que, por el contrario que aquél, éste no pertenece a la tradición cristiana? Pues bien, eso podría no ser tanto así.
 
            El árbol, huelga decirlo, registra una gran tradición en casi todas las religiosidades. De un árbol comieron Eva y Adán del fruto prohibido según recoge el Génesis, -tradición que, ya veremos, no es ajena al árbol de navidad- y al árbol del bien y del mal se refieren tanto el Nuevo Testamento –el Apocalipsis (ver Ap. 2, 7; 22, 14; 22, 19)-, como el Corán, donde es llamado “el árbol de la inmortalidad” (C. 20, 120).
 
            El árbol de la vida, compuesto de diez sefirot o esferas cada una de las cuales representa una manera de acceder a Dios, es uno de los grandes símbolos de la cábala judía. En el ámbito del budismo, el árbol de la vida se llama el Bodhi, y compuesto de seis raíces, tres de ellas buenas, y tres malas, sentado a su sombra es como el Buda adquirió la sabiduría.
 
            Del árbol dice Jesús:
 
            “No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas” (Lc. 6, 43-44).
 
            En el Corán, se habla también de un árbol singular, el árbol de Zaquum: “Es un árbol que crece en el fondo del fuego de la gehenna, de frutos parecidos a cabezas de demonios”, del que sus moradores, los condenados en el juicio final, “comerán y llenarán el vientre, luego beberán además una mezcla de agua muy caliente y volverán luego al fuego de la gehena” (C. 37, 64-68).
 
            La tradición de adornar árboles como símbolo de fiesta es también común a muchas religiosidades. Por lo que a nuestra historia respecta, parece que era frecuente entre los sacerdotes de las religiones célticas, los llamados druidas, que cuidaban el llamado árbol del universo o yggdrasil, cuya copa representaba el cielo, y sus raíces el infierno, y que con ocasión de la festividad del dios del sol Frey, sería adornado de modo pintoresco.
 
            Quiere la tradición, -tradición que, sin embargo, no viene avalada por ninguna de sus muchas biografías, así las que le dedican Willibaldo, Radbodo o Otloth de San Emmeram-, que al entrar en contacto con estas religiosidades paganas y al llegar ante unos de estos árboles paganos adornados, presa de un ataque de santa ira y armado del gran valor que siempre ha adornado a los misioneros, el gran evangelizador de Alemania, San Bonifacio, habría cogido un hacha y habría cortado de raíz uno de estos árboles druidas, colocando en el hueco dejado en tierra, un árbol de hoja perenne, como perenne estaba llamado a ser el mensaje de Cristo. Y que lo habría adornado, por un lado, de manzanas -las bolitas que hoy ponemos-, en representación del pecado cometido en el Edén por nuestros primeros padres; y por otro, de velas -las lucecitas de nuestros árboles actuales-, representación de quien era la luz del mundo (Jn. 8, 12) y se había encarnado para derrotar al pecado. La lucha del cielo y el infierno presente ya en el yggdrasil celta, pero ahora cristianizada. Y ello, mediante ese gran instrumento de la evangelización cristiana que siempre fue el llamado sincretismo, por el que los primeros misioneros cristianizaban, preferentemente, objetos, fechas y lugares que ya eran, previamente, sagrados.
 
            Consta la presencia de árboles específicamente adornados para la navidad en los primeros años del s. XVII, y no por casualidad, en la Alemania de San Bonifacio. Donde tampoco es casual que en 1824, el organista de Leipzig, Ernst Anschütz, escribiera el famosísimo y bellísimo villancico O Tannembaum! (¡Oh, árbol del abeto!), cuya letra repara en ese color verde que luce el árbol tanto en verano como en invierno y, en consecuencia, en ese carácter perenne de su hoja al que ya nos hemos referido, así como en las velas que lucen en él, y en su vinculación a la navidad.
 
            Pero es en 1841 que la tradición registra su gran espaldarazo, al colocar un árbol de navidad, nada menos que en el castillo de Windsor, el mismísimo príncipe consorte de la Reina Victoria, Alberto de Saxo Coburgo Gotha (una vez más, un alemán), hecho a partir del cual, la tradición viajó con prontitud por todo el mundo anglosajón.
 
            A España, donde la tradición ornamental de la navidad se centraba más bien en los nacimientos traídos desde Nápoles por ese gran creador de los símbolos nacionales que fue el rey Carlos III, tarda en llegar, ocurriendo el evento, según parece, en 1870 y en el palacio del Duque de Sesto, gran benefactor de Alfonso XIII y con calle en Madrid.
 
            Más aún tarda la costumbre en llegar al Vaticano, donde, no por casualidad, la importa el “Papa nórdico”, Juan Pablo II que, probablemente añorante del paisaje navideño tan frecuente en su país, ordena colocar uno en la Plaza de San Pedro, cosa que, sin embargo, no hace hasta 1982, cuarto año de su pontificado, lo que demuestra que implantar la tradición que luego ha quedado consolidada, no fue tan fácil como pudiera pensarse.
 
            Conocida es la tradición existente en la Casa Blanca de inaugurar el árbol de navidad el día siguiente al día del thanks giving day que con tanto boato se celebra en el país. Una tradición que remonta a los años 20.
 
            Por mi parte, me he marcado como objetivo navideño de este año colocar en mi casa un árbol como aquél que adornara con sus propias manos, si es que efectivamente lo hizo, San Bonifacio: un pinito adornado sólo de velas y manzanas. Y es que como dicen tan bien los italianos, se non e vero, é ben trovato, o en román paladino, que si San Bonifacio no puso el primer árbol de navidad, debería, desde luego, haberlo hecho.
 
 
 
 
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