Domingo, 22 de diciembre de 2024

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No todos pueden ser sus discípulos

por Angel David Martín Rubio

“¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?” (Sb 9, 13); así se pregunta el autor del Libro de la Sabiduría en la primera lectura de la Misa de este Domingo (XXIII del Tiempo Ordinario, ciclo C). Únicamente Dios puede dar al hombre la sabiduría que lo ilumine acerca del camino del bien. Esa fue una de las razones de la Encarnación del Hijo de Dios: Para darnos ejemplo de vida y enseñarnos el camino que debemos seguir para ir al Cielo. El Evangelio contiene una de esas enseñanzas de Jesús que nos señala el horizonte de la salvación: “Si uno viene a Mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26).

Como muchos de los que le seguían no lo hacían con todo afecto, sino con tibieza, da a conocer cómo debe ser su discípulo” (Teofilacto). No todos pueden ser sus discípulos. Únicamente quienes ponen en práctica las condiciones que exige el mismo Jesucristo. “Odiar”, “aborrecer” significa amar menos, posponer, poner en segundo lugar... se quiere poner de relieve que sólo Dios tiene derecho a la primacía absoluta en la vida del hombre. Es significativo que Jesús vuelva a emplear esta palabra para definir la respuesta que esas otras realidades devuelven al cristiano cuando son relegadas al lugar que les corresponde: “si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido primero que a vosotros. Si del mundo fuerais, el mundo amaría lo que era suyo; mas pues no sois del mundo, sino que yo os entresaqué del mundo por eso os aborrece el mundo” (Jn 15, 1819).

¿De qué “mundo” se habla aquí? No del mundo material en cuanto tal, que ha brotado de las manos de Dios y en el que se mezclan los buenos y los malos. Jesucristo se refiere al espíritu mundano que empuja a los hombres a prescindir en la práctica de Dios para entregarse exclusivamente en cuerpo y alma a las cosas puramente humanas y terrenas, cuando no francamente pecaminosas. Los textos bíblicos que nos hablan de la necesidad de romper con el mundo, en cuanto enemigo de Dios, son innumerables.

Dios y el mundo así entendido, son incompatibles, porque los dos tienen exigencias contrarias. Por eso la respuesta del mundo es el odio, el aborrecimiento a los que son de Cristo y por eso toda la historia de la Iglesia, desde el martirio de San Esteban poco después de Pentecostés, hasta nuestros días, está atravesada por los efectos de este combate sin cuartel del mundo contra Cristo y los suyos.

Esta lucha adquiere hoy unos tintes peculiares debido al predominio de las ideologías modernas, especialmente el liberalismo y el socialismo. Olvidando que el hombre depende de Dios, también en su naturaleza social, ambos sostienen la total independencia del hombre con respecto a toda ley divina y afirman que la única norma de obrar es la que establece la voluntad individual o colectiva del hombre; y este principio se aplica a todos los campos: político, social, económico... y se quiere aplicar también al religioso.

Así, hace unos años oíamos decir que la Iglesia no tenía derecho a imponer sus convicciones morales al resto de la sociedad (paradójicamente se estaba hablando de una sociedad mayoritariamente cristiana) para acabar viendo, como ahora el mundo quiere imponer su falta de convicciones morales a la Iglesia, exigiéndole que ponga unos presuntos derechos individuales por encima de la moral.


San Ezequiel Moreno

Este es el error de nuestros días, con nefastos efectos en la vida del mundo y con razón lo denunciaba San Ezequiel Moreno, Obispo de Pasto (Colombia), en su testamento espiritual: “Confieso una vez más, que el liberalismo es pecado, enemigo fatal de la Iglesia y reinado de Nuestro Señor Jesucristo, y ruina de los pueblos y naciones”.

Por eso os aborrece el mundo... Si a mí me persiguieron también a vosotros os perseguirán” (cfr.Jn 15,18-20). Más que ese aborrecimiento deberíamos temer que esas ideas empiecen a hacer mella en nosotros y vayan cambiando insensiblemente nuestra mentalidad. Por eso es necesario:

Espíritu de fe en la divinidad de Cristo, en la Iglesia y en los que la dirigen asistidos por Dios. Seguir sus enseñanzas legítimas prescindiendo de sus defectos de hombres.

Esperanza firme en Cristo y en el triunfo de la Iglesia que no es temporal sino resultado de la intervención divina: “las puertas del infierno no podrán contra ella” (Mt 16, 18).
 
Caridad ardiente; sólo así se vencerá el odio de los enemigos. Precisamente la pérdida de la caridad es uno de los signos de los últimos tiempos: “Al aumentar la maldad se enfriará el amor de muchos” (Mt 24, 12).
 
En el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Confianza, en el triunfo y en el premio que será la gloria, el mismo Dios contemplado y gozado eternamente.
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