Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Anclados en el corazón de Cristo


La falsificación del amor es una constante de ésta era, en todos los terrenos a los que puede aplicarse el término: Impregna el ambiente icónico, prostituye el ámbito psicológico y pervierte las costumbres. Pero su taller originario es siempre teológico: Dispone allí elucubraciones morales y escatológicas para reblandecer los cimientos de la vida cristiana.

por J.C. García de Polavieja

Opinión

Continuar el comentario de la homilía del Papa del día 11 de Junio, en relación con la catequesis sobre Sto. Tomás del 16 del mismo mes, quizá desborde las limitaciones de Internet, por requerir reflexiones complejas, necesariamente comprimidas. El tema requeriría espacio y tiempo, aunque hay que resumirlo por la urgencia del momento... Pero no tendría sentido apuntar varias amenazas al ministerio sacerdotal si perdemos de vista otra faceta decisiva del problema.    
 
En realidad, el sacerdocio, como la suerte del cristianismo en este tiempo decisivo, gira en torno del amor o, para decirlo con más precisión, de la Caridad. Cuando Benedicto XVI pide a los sacerdotes que estén anclados en el Corazón de Cristo, como perenne fundamento y criterio válido de su ministerio, está orientando a toda la Iglesia hacia algo más que una devoción particular: Está mostrando el verdadero camino del Amor con mayúscula a través de la devoción propuesta por el mismo Jesucristo al mundo moderno. Y lo está haciendo en el momento en que el amor, eje central de toda vida, religiosa y profana, se ve falsificado... Vaciado de sustancia y presentado como envoltura de la sugestión anticrística. Benedicto XVI enarbola la imagen del Sagrado Corazón con cuanto representa, porque el Sagrado Corazón es el que enseña a la humanidad el latido del Amor verdadero, imposible de falsificar.
 
La falsificación del amor es una constante de ésta era, en todos los terrenos a los que puede aplicarse el término: Impregna el ambiente icónico, prostituye el ámbito psicológico y pervierte las costumbres. Pero su taller originario es siempre teológico: Dispone allí elucubraciones morales y escatológicas para reblandecer los cimientos de la vida cristiana. Si con una mano socava los fundamentos de la ética, con la otra trata de desviar la atención lejos de la auténtica esperanza. Propone «éticas alejadas del amor al prójimo» y «pendientes de las generaciones futuras» o, a través de Hans Küng, dicta programas convergentes con la nueva ética global. Programas filantrópicos alineados con la moralina que recubre la cultura de la muerte. Aunque Küng tiene sin duda razón cuando advierte que hay que elegir entre esa nueva ética sectaria o el Apocalipsis. (Con Ángela Rinn Maurer, en La ética mundial entendida desde el cristianismo) Hay que agradecerle haber reconocido mejor que muchos lo inexorable del dilema actual. La tragedia es que para él, incrédulo de acontecimientos definitivos intra-históricos, la Revelación de San Juan no es un texto de esperanza. Parece no desear la justicia misericordiosa que restaurará la tierra. Por el contrario, navega en paralelo con el «salvémonos nosotros mismos» de la rebelión prometéica. Pero el recelo ante el Apocalipsis dice más que todos sus discursos, porque confirma indirectamente el tiempo que vivimos.

Estar anclados en el Corazón de Jesús es también meditar, respirar, el Apocalipsis. Respirar el Apocalipsis es respirar esperanza, porque el Apocalipsis es «una palabra dirigida a las comunidades cristianas para que sepan interpretar y vivir su inserción en la historia» (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa) El Apocalipsis ha sido, en tiempos de fe viva un libro de cabecera de los cristianos, como lo era el Evangelio [1].
 
Y el Sagrado Corazón es, en esta perspectiva escatológica, el arca de Amor revelada en el Santuario (Ap. 11, 19) es decir, puesta al descubierto en el pecho abierto de Jesucristo.
 
El Corazón traspasado – y pronto reinante - de Cristo es pues el núcleo maravilloso del Apocalipsis.
 
Se pide a los sacerdotes de la Nueva Alianza que estén anclados en el Corazón de Cristo porque ellos son los encargados de iluminar con la Verdad el valle tenebroso – el término, del Salmo 23 (22) lo emplea el Papa - que atraviesa hoy la humanidad. La Verdad, que es la realidad de las cosas, también tiene su fuente en el Corazón traspasado de Cristo. La Verdad brota de Cristo y es esencialmente Cristo mismo... Los sacerdotes son, en tiempo presente, las vírgenes que tienen que precedernos a todos saliendo con sus lámparas encendidas al encuentro del Señor que vuelve (Mt 25, 1) Para ello no solo deben administrar la sangre y el agua que brotan del Sagrado Corazón, sino además, utilizar con diligencia el aceite de la verdad: Ese aceite no simboliza únicamente la gracia santificante, representa además la realidad del orden creado, que refleja en todos sus prodigios y normas el Amor y la Sabiduría divinos. Sin el aceite de la realidad, con todos sus detalles ontológicos, las alcuzas de la Iglesia se apagan y la Verdad vigilante se duerme y enmudece.
 
Estas esperanzas, bullentes en buena parte de la Iglesia, son rechazadas de plano por el coro seudoprofético. Pero, desgraciadamente, el problema no concluye ahí. Los corifeos del mundo no tendrían posibilidad de acceso al Santuario sin las vírgenes necias... Puede afirmarse que el mayor peligro no radica en los extremos sino en los equilibrios del centro[2] porque, detrás de muchas formas de acomodo coyuntural, se esconde una distorsión del amor no tan descarada aunque bastante más extendida. El «amor» dispuesto frontalmente contra la ley natural por los seudoprofetas carecería de audiencia si no encontrase el terreno predispuesto por el otro «amor» sin ley natural de las inopias filosóficas. El contra no tendría posibilidades sin el sin. La propagación de este último amor por las estructuras eclesiásticas, es la que confirma dramáticamente la exactitud de las advertencias hechas a la Iglesia de nuestro tiempo por la Virgen María.
 
El amor sin criterios objetivos de fundamentación en la ley natural no es una deficiencia teológica de consecuencias pastorales fácilmente subsanables. Aun formulado con buena voluntad, partiendo de una cristología piadosa, sus efectos pueden ser graves: Proporciona pretextos de sobrenaturalismo que recubren con frecuencia inhibiciones en la denuncia profética. Hace muy difícil de asimilar la enseñanza del Papa sobre los cayados y las varas... Las varas del pastoreo... Porque sin naturaleza tampoco hay lobos. La bestia se convierte en angelito. Sin ley natural el amor pasa de ser hoguera a ser neón suburbano. Incluso la diplomacia eclesiástica padece la influencia de este amor desnaturalizado, cuando pierde su jerarquía de prioridades...
 
A las vírgenes necias de la parábola tampoco les gusta el Apocalipsis. Como el novio tarda – eso piensan – se adormilan y se duermen todas. ¡Ojo, también se duermen las prudentes! (Mt 25, 5) Aunque estas últimas vírgenes no tengan la culpa del sopor escatológico generalizado. Y aunque la prueba de la necedad virginal no esté en el sueño, sino en las alcuzas vacías de aceite ontológico.
 
La catequesis de Benedicto XVI del miércoles 16 de Junio del 2010, rescatando la enseñanza de Sto. Tomás sobre la ley natural y la capacidad de la razón para discurrirla, son un aldabonazo, un toque de trompeta que viene a perturbar demasiados sueños virginales. Todavía es tiempo de llenar las alcuzas vacías.., aunque quizá por los pelos. El aceite de la sana filosofía no se improvisa. La verdad, tanto la exterior como la interior, no acude a toque de silbato. No desciende, salvo milagro, tampoco descartable, sobre seminarios y cenáculos, sin penosas y hoy casi inimaginables revisiones de concepción y de escuela.
 
Para redescubrir la ley natural e iluminar con ella la propia esfera política, como recomienda el Papa, no bastan erudiciones metafísicas que, por no seguir al genuino Sto. Tomás, detienen la caridad en el límite de lo social, despojando al Sagrado Corazón de una soberanía que le pertenece. El Sagrado Corazón de Jesús es la única esperanza, también y principalísimamente para la esfera temporal y política.
 
La séptima trompeta parece señalar un momento teológico preciso: El del triunfo del Amor misericordioso de Jesucristo, antesala de un Reino incompatible con naciones encolerizadas (Ap 11, 18) Evidentemente, no es nada sencillo correr ahora a comprar aceite en la tienda de la sana doctrina, aunque sería infinitamente más grave seguir durmiendo con las lámparas vacías.
 
La puerta cerrada de improviso, tras la llegada inesperada del novio, y la sentencia inmediata: Velad, ya que no sabéis el día ni la hora (Mt 25, 13) añaden a la parábola una advertencia de claridad meridiana.    


[1] Mons. Juan Straubinger: El Apocalipsis de San Juan. Club de lectores, Buenos Aires, 1987, p. 15.
[2] J.C. García de Polavieja: El espíritu del Concilio. En REL, artículos.
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