Un prodigio enorme
Un amigo escritor y comunista con el que mantengo discusiones sobre cuestiones religiosas me envía unos libelos repugnantes (y birriosamente escritos) dirigidos contra mí y publicados en sedicentes tribunas católicas. Y se escandaliza de que, recibiendo este trato denigrante, persevere en mis posiciones católicas, favoreciendo que el público desavisado me meta en el mismo saco que a la chusma que me denigra. La reprensión de mi amigo me ha recordado la pregunta que el también escritor comunista Leónidas Barletta lanzaba a Leonardo Castellani: «¿Por qué no abandona usted a todos esos carcamales, que se han revelado incomprensivos e injustos, y a esa novia [aquí Barletta se refiere a la Iglesia] que amó en su juventud y se ha convertido en ramera?».
No tengo aquí espacio suficiente para responder a mi amigo con la misma amplitud que Castellani respondió entonces a Barletta (y mucho menos tengo el genio del gran maestro argentino). Podría replicar simplemente que no abandono porque tengo fe y por eso aguanto la cruz de ser vilipendiado por fanáticos. Pero, puesto que mi amigo no tiene (al menos por el momento) fe, tal respuesta sería como hacer un brindis al sol o salirme por los cerros de Úbeda. También podría contestarle que sigo siendo católico porque, junto a miserables como los que escriben tales libelos calumniosos, entre los católicos hay también muchas personas nobles, capaces de las acciones más generosas. Pero lo cierto es que también he conocido a muchas personas nobles, capaces de las acciones más generosas, que no son católicas; y, desde luego, he conocido personas ateas (como, por ejemplo, el amigo comunista que me escribe, preocupado de que me difamen sedicentes católicos) a las que se podrían aplicar esos epítetos con mayor justeza que a muchos católicos.
¿Cómo le explico a mi amigo mi perseverancia? Me he acordado entonces de aquella reflexión socarrona de Léon Bloy: «He tenido con harta frecuencia ocasión de poner en evidencia la imbecilidad de nuestros católicos, prodigio enorme, demostrativo por sí solo de la divinidad de una religión capaz de resistirlo». Pero, en realidad, la frase de Bloy es benigna y eutrapélica; pues lo cierto es que, aparte del inevitable conocimiento circunstancial que pudiera tener de muchos católicos imbéciles, Bloy probó sobre todo y hasta las heces las maquinaciones de muchos católicos malvados («cerdos burgueses», los llamaba), que lo persiguieron con encono y no descansaron hasta verlo reducido a la pobreza y el ostracismo. Y aquí llegamos al fin al auténtico y enorme prodigio. Que una religión sea capaz de resistir la malignidad y la maledicencia anidando en su seno sin hacerse añicos resulta, en verdad, misterioso; no en el sentido banal del término, sino en un sentido sobrecogedor y trascendente. Ninguna institución meramente humana podría resistir la acción interna de tanta gente pérfida, de tanto fanático rezumante de bilis, de tanto odiador frenético, durante tanto tiempo.
Llevo ya más de dos décadas defendiendo posiciones católicas con la pluma; y en todo este tiempo los ataques más dañinos y alevosos no los he recibido de ateos o agnósticos, comunistas o liberales, judíos o mahometanos, masones o masonas, sino de católicos. Los he recibido, además, en los momentos más dramáticos y agónicos de mi vida, cuando más solo o más débil me hallaba, cuando más necesitado estaba de caridad y consuelo, con un ensañamiento en verdad preternatural. Si alguna vez he conocido a personas auténticamente protervas, capaces de las perfidias más refinadas, de las codicias más desenfrenadas, de las crueldades más purulentas, de los sectarismos más despepitados ha sido, paradójicamente, en ámbitos sedicentemente católicos. Ha sido ahí donde he tenido auténtica conciencia de lo que es dureza de corazón, una dureza de pedernal disfrazada de meapilismo viscoso y tartufesco.
Charles Péguy se refería a esa aberración del sentimiento religioso llamada fariseísmo como un «traspaso de la mística en política» que se sirve hipócritamente de una cáscara o fachada religiosa para encubrir los más sórdidos fanatismos ideológicos. He de confesar a mi amigo comunista que son precisamente estos fariseos en los que la religión se vuelve coartada desencarnada, ferozmente acusadora y perseguidora del auténtico creyente (al que saben identificar de inmediato, para vomitar sobre él su odio con saña ciega), los que me invitan a perseverar. Ciertamente, me provocan vahídos y náuseas, vértigos y sudores fríos (y, para más inri, escriben con los pies); pero, a la postre, me confirman la divinidad de una religión capaz de resistirlos.
Publicado en XL Semanal.